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3.500 Millones
Coordinado por Gonzalo Fanjul y Patricia Páez

Los otros muros de México

Hay cierta hipocresía en criticar a Trump y mantener obscenas desigualdades internas

El secretario de Relaciones Exteriores de México señaló hace poco que la construcción de un muro fronterizo por parte de Estados Unidos era un acto inamistoso y hostil. Por meses la prensa, los ciudadanos, las ONG, los gobernantes, las iglesias y los empresarios han hablado duramente sobre el muro que se levantará entre ambos países, aun cuando es sabido que éste ya tiene 1.000 kilómetros, es decir, que está a medio construir.

Paradójicamente, estos mismos actores nacionales e internacionales en más de dos siglos de vida independiente e institucional no han logrado mirar y enfrentar con fortaleza y rigor lo que ocurre en el país azteca. Al menos no con la suficiente autocrítica para hacer frente a esos muros internos que han sido históricamente el mayor dolor, la más grande de las injusticias y el escándalo más vergonzoso que se vive allí. Desde sus orígenes, México ha mantenido en alto gigantescos muros inamistosos y hostiles que denigran, excluyen y dañan a personas, familias y a comunidades, con un cúmulo de injusticias, prejuicios y discriminación que abundan en ese territorio, los que indudablemente no han permitido un desarrollo justo, homogéneo, pacífico y feliz.

La hipocresía de buena parte de la élite mexicana, común a casi toda Latinoamérica, es notoria y trata de esconderse en fervientes expresiones de fe popular y en exabruptos nacionalistas que no son coherentes con las tasas de pobreza que ha costado mucho disminuir. Se esconde de una desigualdad social vergonzosa, de la alta corrupción y de niveles de violencia que afectan profundamente a su convivencia y que han tendido a ser normalizados con el paso de los años.

A pesar de su crecimiento económico en la última década, del aumento significativo de su producto interior bruto y de contar con más de una decena de mexicanos entre los cien individuos más ricos del mundo, vemos con estupefacción y preocupación que cerca de la mitad de su población sigue viviendo en la pobreza y que más del 50% de los niños y jóvenes experimentan a diario profundas privaciones, graves carencias y agudas faltas de oportunidades que los limitan en su desarrollo.

Esta pobreza se acompaña a su vez de un ingrediente altamente dañino como es la desigualdad social, que no solo se evidencia en términos de ingresos económicos sino también en el acceso a otros derechos básicos, como la educación de calidad y un empleo decente (con un sueldo mínimo de apenas 122,2 dólares mensuales). Se limita el acceso a una salud oportuna y resolutiva, una vivienda digna y a la integración social, de la cual se ven excluidos el 22,1% de jóvenes entre 15-29 años que no trabaja ni estudia (datos de la OCDE).

A ese complejo escenario nacional se suma la inseguridad, temor, incredulidad y desconfianza de la ciudadanía en sus instituciones. En el año 2016 el país ocupó el lugar 123 entre 176 naciones en el índice de corrupción, con escándalos en todos los niveles de gobierno. A su vez, desde la madrugada del 27 de septiembre de 2014 -con la desaparición forzosa de los 43 jóvenes estudiantes de Ayotzinapa, detenidos y ejecutados por la policía municipal en alianza con el narcotráfico y el ejército- México vive una fractura social irreconciliable con su sistema político institucional, incapaz de garantizar la vida y seguridad de sus propios ciudadanos.

A todo esto hay que sumar las múltiples y extendidas formas de violencia y delito, con expresiones en todos los ámbitos de la vida social. Estas van desde lo más evidente, como los 20.000 homicidios registrados durante 2016, a otras formas invisibilizadas de extorsión, violación y delitos que afectan en su mayoría a las poblaciones más vulnerables, como los miles de inmigrantes centroamericanos que transitan por México con la esperanza de alcanzar la frontera de los Estados Unidos

Mientras México no demuestre como nación que está enfrentando con contundencia el drama que vive un porcentaje demasiado elevado de su población, no es consecuente y creíble su oposición patriótica al muro de Trump. Esto no sólo le incumbe a quienes gobiernan o son parte de los distintos poderes del Estado, sino a todos los ciudadanos de esa gran y hermosa nación, tanto a empresarios como a trabajadores, a los sectores más pudientes como aquellos que han sido postergados, a los jóvenes como a los ancianos, a las organizaciones de la sociedad civil, universidades e iglesias. Si los mexicanos no toman decisiones relevantes para dar efectivamente un giro a su vida nacional, decisiones que afectarían seguramente los intereses de varios, no será posible derribar el gigantesco muro interno inamistoso y hostil que los mantiene heridos como nación y que inevitablemente afecta también a toda América.

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