Normalidad de lo zarrapastroso
El Gobierno de Rajoy pone en peligro las normas, reglas y patrones de una democracia que necesita ser defendida
Normas, modelos, patrones de democracia cada día más zarrapastrosos y con el grave peligro de ser considerados como normales por quienes llegan después y caen en la tentación de pensar que ese es un punto de partida razonable. El periodista Fareed Zakaria escribió hace poco que ese era uno de los principales problemas de la presidencia de Donald Trump, pero se podría decir que ese es un problema extendido en las democracias liberales, España incluida. Quien suceda a Mariano Rajoy se encontrará con unos estándares democráticos muy bajos y es posible que los contemple con una cierta normalidad, pensando que exigen algunos retoques para hacerlos más aceptables, cuando en realidad necesitarían un cambio mucho más profundo, aunque solo fuera para devolverlos a los niveles que eran normales a fines del siglo pasado.
Trump es un ejemplo extremo, y EE UU, un país especial, con una potente red de contrapoderes, capaz de abrir un proceso de destitución de un presidente si se demuestra que mintió a una de las otras autoridades del Estado. Pero Trump no nace de la nada, sino que es producto de algo que todos hemos experimentado: la crisis económica y financiera de 2008. Sin el terrible impacto que causó la inseguridad laboral y el hundimiento de los salarios más bajos no se podría explicar su éxito.
La crisis de 2008, que ahora se quiere minimizar como si hubiera sido una de tantas, algo que ya se ha dejado atrás y sobre lo que no merece la pena enredar, ha sido una crisis brutal, que cambió casi de un plumazo la relación de fuerzas en las sociedades occidentales. Sin ella, no habrían renacido con tanta fuerza los nacionalismos de extrema derecha europeos; sin ella, el Brexit no se habría producido y los errores del euro y de la UE quizás hubieran tenido tiempo para corregirse. Sin ella, Rusia no estaría jugando el peligroso juego que lleva hoy a cabo, en Ucrania o en Siria. Sin esa crisis, no se habría roto de manera tan fulminante el acuerdo social según el cual quienes hacen el trabajo tienen derecho a reclamar una participación justa en la riqueza que se produce, tanto a través de los salarios como de servicios sociales eficientes y de calidad. Sin ella, sin esa crisis, provocada no por una ciudadanía descontrolada, sino por grandes movimientos financieros que los políticos no quisieron controlar, no se habría producido la imposición del precariado ni el empobrecimiento de los más débiles.
Así que partimos de estándares zarrapastrosos de democracia y de niveles zarrapastrosos en el mundo del trabajo, todos ellos producto de una crisis financiera brutal, que se produjo como consecuencia de unos estándares mínimos de control del mundo financiero y que ha tenido como primera consecuencia la pérdida de derechos de una parte importante de la población, incapaz de encontrar los mecanismos para defenderse, especialmente unos sindicatos poderosos.
No deberíamos permitir que nos digan que la crisis quedó atrás. Es un error. Bill Emmott, antiguo editor de The Economist, lo explicaba muy bien en un reciente artículo: el crash de 2008 no debe ser estudiado como un hecho económico, sino como un hecho político “que ilumina la peligrosa tendencia que llevan esas democracias liberales, sometiendo las políticas públicas al aplastante poder del sector financiero y de los individuos formidablemente ricos conectados a él”. No hacerlo así, no aprovechar la pequeña ventana que parece abrirse en Europa para restablecer los estándares rotos en la propia Unión, será un error histórico. Como lo será en España no ser conscientes de que el Gobierno de Rajoy está poniendo en peligro las normas, reglas y patrones de una democracia que necesita que la defiendan.
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