La gran escapada de los refugiados sirios
SON BUENOS estos sirios”, dice un jovenzuelo alemán. Es rubio, de ojos azules y cara de pan. Habla con un gesto serio, de reconocimiento hacia los nuevos integrantes del Luisenstadt 1910, uno de los clubes ciclistas más antiguos de Berlín. Es febrero, noche abierta, calles desiertas al silencio de un viento frío y desagradable. En el interior del velódromo de Landsberger Allee, las luces y el calor acogen una competición local. Yelmaz Habash se acerca sonriendo. Es un escalador fino que aún intenta adaptarse a la geografía de la pista, tan diferente de las montañas a las que estaba acostumbrado en Siria. Tiene 32 años y vive con su mujer en casa de su hermana, un piso de una sola habitación. Se le ilumina el rostro al preguntarle por Celine, su bebé de casi seis meses. Se le unen Nazir Jaser y Tarek al Moakee, los dos esprínteres, de 28 y 19 años, los más rápidos del grupo y los que más posibilidades tienen de dar el salto a la élite. Falta Nabil Allahham, de 24, el único que esta noche no ha podido competir en el velódromo de Landsberger Allee.
En este sobrio coloso de cemento se celebran desde hace 20 años los Seis Días de Berlín, una de las carreras de ciclismo en pista más prestigiosas del mundo. Es un terreno extraño para los sirios porque en su país no hay velódromos. No habían visto uno hasta la mañana de octubre de 2015 en la que los cuatro jóvenes huidos de Damasco se presentaron allí preguntando por Dieter Stein, el entrenador de la Federación de Ciclismo de Berlín.
“Se han integrado con simpatía y han sabido imponerse dando el callo”, explica Frank Röglin, su entrenador en un equipo local de berlín.
Nabil Allahham habló por los cuatro. Su nombre significa “noble” en árabe, y su educación lo distingue del resto. Licenciado en Contabilidad y en Administración de Empresas por la Universidad de Damasco, era el único que sabía inglés. “Somos ciclistas profesionales de Siria”, le espetó a Stein. “Queremos competir en Alemania”.
Estas palabras les abrieron las puertas a una vida muy distinta a la del casi un millón de refugiados llegados a Alemania en 2015, en la mayor oleada migratoria en Europa desde la II Guerra Mundial. Stein les hizo una prueba y quedó entusiasmado. Convocó a la prensa local, salieron en los periódicos. El presidente de la federación ciclista de Berlín los presentó como un ejemplo de que la sociedad alemana, y los círculos ciclistas, estaban haciendo un esfuerzo por integrarlos.
Frank Röglin, que dirige sus entrenamientos desde que aterrizaron en el Luisenstadt, recuerda el escepticismo con el que se acogió su llegada. Él les ayudó a buscar alojamiento, a resolver trámites en unas Administraciones desbordadas, les acompañó a sus clases de alemán y, sobre todo, les consiguió equipamiento. Gente adinerada con buenas bicicletas intactas decidió que ellos les darían mejor uso. Esto no sentó bien a otros ciclistas. ¿Por qué les dan las bicis si nosotros las tenemos que comprar? ¿Por qué no pagan la cuota del club? ¿Por qué corren aquí? Preguntas similares a las que resuenan aún en un amplio sector de la sociedad. “¿Qué crees, que les estaban esperando con los brazos abiertos?”, continúa Röglin.
El respeto de sus compañeros se lo ganaron a golpe de piñón. “Dando el callo”, dice su entrenador. Es lo que en alemán se llama Leistung, un concepto muy arraigado en la cultura del esfuerzo y el éxito que interiorizan desde la infancia los habitantes de la primera economía europea. En el deporte, este esfuerzo se traduce en hacer amigos: “Se han integrado con simpatía y han sabido imponerse”.
Hoy, en el velódromo, todos los conocen. Vestidos con la equipación del Luisenstadt cuesta distinguirlos de sus compañeros alemanes. “¡Frank, dile a tus hombres que no pueden adelantar ahora!”, grita uno de los comisarios de la carrera desde la pista. “¡Prueba en inglés!”, vocea Röglin. Tarek al Moakee se ha caído, no ha dejado espacio para la otra bicicleta en la prueba de persecución y ha chocado con otro corredor. Es el más joven de los cuatro. En Siria fue campeón nacional júnior. Es rápido y, por su juventud, el que más posibilidades tiene de alcanzar la élite. Pero aún le cuesta entender las indicaciones en alemán.
Nabil Allahham explica que al principio tuvieron problemas. “Algunos no querían que entrenáramos con ellos”, relata. “Estábamos en baja forma. Un chico antipático subía siempre el ritmo y no lo podíamos seguir. Pero ahora es distinto. Si alguien se mete con nosotros, aceleramos y les rompemos el entrenamiento. La mayoría de ellos no son profesionales y nosotros sí. Les podemos destrozar”. Allahham confiesa con humor sus pequeñas venganzas, como cuando van corriendo en abanico y solo dejan hueco a su resguardo para cuatro corredores. El resto se tragan el viento y acaban reventados. “Aquí lo que vale son las piernas”, dice. “Son el idioma internacional del ciclismo”.
LLEGARON EN BAJA FORMA Y AHORA DEJAN ATRÁS A SUS COMPAÑEROS. “EN ESTE DEPORTE LO QUE VALE SON LAS PIERNAS, EL IDIOMA DEL CICLISMO”, DICE UNO DE ELLOS.
Con ese idioma han hecho muchos amigos. Los fines de semana salen a rodar con 20 alemanes. Van en pelotón a Brandeburgo y recorren más de 100 kilómetros bordeando lagos y bosques. “En el deporte siempre hay una excusa para conversar: qué bici más chula, cuánto ha costado el casco… Es la mejor manera de practicar alemán”, opina Allahham. Él lo habla con fluidez. Está haciendo prácticas en la consultora PwC como asistente informático y atiende dudas internas en inglés y alemán. Quiere cursar un máster en ingeniería electrónica. “Mi sueño es trabajar en la Mercedes Benz. Soy un fanático de los coches”. El puesto se lo buscó uno de los ciclistas aficionados con los que sale los fines de semana y que ocupa un cargo directivo en PwC. Pero en marzo termina su contrato y tendrá que buscar empleo. Sabe que seguramente del ciclismo no podrá vivir.
Los cuatro están en categoría amateur. Llegaron con el deseo de escalar a un equipo ProTour, la élite profesional. Pero en Alemania, solo dos conjuntos corren el Tour, la competencia es feroz y la edad juega en su contra. Tarek al Moakee, a sus 19 años, es el único que no concibe otra posibilidad. “Mi sueño es comprar la bicicleta Specialized S-Works del campeón del mundo Peter Sagan”, confiesa.
Para escalar de categoría y empezar a ganar dinero, tienen que competir mucho y destacar. “Es difícil”, admite Röglin, su entrenador. El primer año, el Estado alemán todavía no les había reconocido como refugiados y no podían competir. “Para salir de la ciudad tenían que pedir permiso al Estado. No podían pagar las inscripciones, los desplazamientos en coche, los seguros, el alojamiento…”. En 2016 participaron en pocas carreras y de nivel local.
En Siria habían sido estrellas de la selección nacional. Nazir Jaser y Yelmaz Habash ganaron varias veces los campeonatos árabes. Jaser participó en el Mundial de Florencia en 2013, en la contrarreloj. Su bicicleta, una BMC de fibra de carbono diseñada expresamente para el presidente, Bachar el Asad, no fue homologada por la Unión Ciclista Internacional y él tuvo que correr con otra, prestada por la organización. Terminó último, a 15 minutos del ganador, Tony Martin.
“En Siria éramos buenos, pero lejos del nivel europeo”, explica Nabil Allahham, que fue campeón de la categoría sub 23. “Además, es un deporte caro, una buena bicicleta para correr el Tour puede costar 20.000 euros. Si estás en un equipo profesional, te la dan. En Siria no teníamos esos recursos”.
Él y Tarek Al Moakee, campeón júnior, se unieron a la selección siria en 2013. Para entonces, la guerra también había llegado al deporte y se redujeron las oportunidades de competir a nivel internacional. Países como Turquía, Irán o Rusia dejaron de invitar al equipo sirio. La pregunta era siempre la misma: ¿corres a favor o en contra del Gobierno? “Nosotros somos deportistas, corremos por nuestro país, ni por el Gobierno ni por los que están en contra, no nos interesa la política”, recuerda sombrío Allahham. La guerra les obligó a elegir. Jaser y Habash abandonaron su Alepo natal en 2011. Las calles de la ciudad ya no eran seguras y se marcharon a Damasco. Allí pasaron cuatro años concentrados en el hotel de la selección con Allahham y Al Moakee, los dos damascenos. Los últimos tiempos entrenaban por una única carretera: 45 kilómetros hasta la frontera con Líbano. “Siempre lo mismo, ir y volver”, explica Allahham. En cada cruce de Damasco había puestos de control. Los hacían bajar de las bicicletas y mostrar la documentación. A veces los retenían hasta seis horas. O les quitaban las bicis y se las devolvían cuando les parecía. “No puedes protestar, si te enfadas te meten en la cárcel y nadie sabe dónde estás”.
“EN SIRIA ÉRAMOS BUENOS, PERO LEJOS DEL NIVEL EUROPEO. EL CICLISMO ES UN DEPORTE CARO Y ALLÍ NO TENÍAMOS RECURSOS”, EXPLICA UNO DE LOS DEPORTISTAS.
Le ocurrió a Omar Hasanin, uno de los pocos ciclistas que representaron a Siria en los Juegos de Londres. Un día lo pararon en un control. Su nombre aparecía en una lista de sospechosos de ser activistas contra el régimen de El Asad. Lo encerraron y torturaron en la espeluznante prisión militar de Saydnaya. Salió de allí con las piernas rotas.
Supieron entonces que ellos tampoco estarían a salvo. La sombra del Ejército, ávido de combatientes, planeaba sobre los cuatro. Jaser fue llamado a filas en 2013, tras el Mundial de Florencia. Se libró gracias a la intervención de altos funcionarios del Ministerio de Deportes. En 2015 recibió otro aviso. Habash fue llamado a la reserva. Al Moakee estaba a punto de cumplir la mayoría de edad, y a Allahham le faltaba poco para acabar su segunda carrera. Ante la perspectiva de convertirse en soldados, decidieron huir.
Vendieron sus bicicletas para pagar el viaje y una noche de septiembre de 2015 salieron de Damasco hacia Líbano en autobús. Viajaron en barco a Turquía. En Esmirna subieron a un bote de goma con 50 personas. La travesía a la isla de Lesbos les costó 1.200 dólares por cabeza. Llegaron a Atenas y superaron la agónica ruta de los Balcanes. “Para mí, Europa empezó en Austria”, explica Allahham.
A principios de marzo se reúnen los cuatro en casa de Tarek al Moakee y Nabil Allahham, a las afueras de Berlín. La mesa se llena de pastas y café con aroma a cardamomo. Hay tres bicicletas en la entrada y tres en la habitación. “Una para el velódromo, otra para la calle, otra para la competición”, dice Nabil. E incluso una para ir a la estación. Los chicos van vestidos con camisetas del KED-Stevens, el equipo de mayor categoría de Berlín. Tienen buenas noticias: el conjunto quiere contratarles. “No nos pagan”, dice Nazir Jaser, el único que aún vive en un albergue de refugiados, “pero tendremos mejor material y competiremos a nivel internacional”. KED-Stevens significa correr en la Bundesliga, las nueve carreras con mayor nivel de Alemania. En ellas solo podían participar nacionales, pero Frank Röglin y Dieter Stein lograron que la federación alemana cambiara las normas. En la mesa se percibe su ilusión. En breve, los chicos irán a Mallorca de concentración. Stein, el director del equipo, quiere ver si valen para la alta competición. El único sin la camiseta del equipo es Allahham. No irá a Baleares. Tiene que trabajar en la consultora, su pasaporte no está en regla y sabe que no es tan bueno como los demás.
Dos semanas después regresan eufóricos de la concentración en la isla. Stein dice que son sensacionales y está convencido de que este año destacarán en la Bundesliga y podrán aspirar a una categoría más, a un equipo internacional. El 26 de marzo los chicos se estrenan en su primera carrera de la temporada en Wannsee, cerca de Potsdam. La ruta es peligrosa. En las competiciones locales es muy difícil cerrar el circuito al tráfico porque los negocios se quejan de que pierden dinero. En la penúltima vuelta, con los ciclistas ya lanzados, Tarek al Moakee y un compañero de equipo chocan frontalmente contra un coche que se había metido en el circuito. Al Moakee no lo vio. Atravesó la luna trasera y quedó tendido en el suelo con la cabeza y la cara ensangrentadas. Inmóvil. Como su compañero.
La carrera se suspendió. Jaser, que se alternaba en el grupo de escapados y podría haber ganado en el esprint, vio a su amigo en la última vuelta y se paró. Se quedó con él para ayudarle y traducir a los médicos lo poco que, semiconsciente, acertaba a decir.
De camino al hospital queda claro que formar parte de un equipo les ha dado una red de apoyo y una normalidad de la que carecen otros refugiados. Les acompaña gente de la organización. Están los padres del otro accidentado, que acabará en cuidados intensivos. En la clínica, mientras Stein se ocupa de la burocracia, a Al Moakee lo acompañan sus tres amigos sirios. Son un equipo, una familia, cuatro jóvenes más en la planta de observación. Nadie pronuncia la palabra “refugiado” ni pregunta por su pasado. Y ellos charlan, como deportistas, de sus entrenamientos. También del nuevo piso al que se ha mudado Habash. Y de futuro: Allahham ha terminado las prácticas y quiere dedicar las 24 horas a entrenar. A Jaser le gustaría estudiar una formación profesional vinculada al deporte, sin abandonar su sueño de alcanzar la élite. Y Al Moakee aún ha de recuperarse, pero los chicos dicen que es fuerte como un toro. Tiene contusiones por todo el cuerpo, aunque nada roto. Recibirá el alta en dos días y en mayo concluirá su primera carrera internacional de 2017, la Carpathian Couriers Race.
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