“Si hay comercio justo, ¿por qué no programación justa?”
Un emprendedor francés está tratando de crear en El Salvador un modelo para formar y dar trabajos tecnológicos a jóvenes de lugares conflictivos
A las manos de Roland Despinoy, un francés de ascendencia española, llegaron prácticamente una tras otras dos lecturas que le cambiaron la vida. La primera, un artículo de unos compatriotas que montaron una empresa en Afganistán justo después la guerra; la segunda, otro sobre las maras de El Salvador. Tenía 22 años y se le ocurrió una idea: irse a emprender al que probablemente sea uno de los lugares más complicados del mundo para hacerlo, uno de los más violentos del planeta, donde cada día 14 personas mueren asesinadas.
“Quería el camino difícil. Demostrarme a mí mismo y a todo el mundo que se puede hacer tecnología en un lugar improbable. Y funcionó. No se lo recomiendo a nadie más, pero funcionó”, reflexiona en el Outsource2Lac, una iniciativa del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) para compartir las últimas tendencias y poner en contacto a empresarios que exportan servicios para que hagan negocios que celebró su sexta edición en San José (Costa Rica) el pasado marzo.
Ha pasado una década desde que Despinoy fundara su empresa, CASS, en San Salvador. Con una treintena de trabajadores, se dedica a vender al exterior, sobre todo a Europa, la programación que hacen en este pequeño país de Centroamérica. Pero su objetivo va más allá: estandarizar y homologar la metodología que en la que se ha basado para crear un sello internacional: Fair Programming. “Si existe el comercio justo, ¿por qué no puede haber programación justa?”, se pregunta el emprendedor.
Quería el camino difícil. Demostrarme a mí mismo y a todo el mundo que se puede hacer tecnología en un lugar improbable. Y funcionó. No se lo recomiendo a nadie más, pero funcionó
Porque su modelo no solo se basa en producir con mano de obra barata. Buena parte de sus trabajadores provienen de situaciones sociales muy complicadas: pobreza, violencia, homosexuales en lugares donde son acosados. Esa es la prioridad. “Para conseguir el sello no solo habría que contratar a tres o cuatro personas que estén en estos contextos, entre un 30% y un 50% de la plantilla debe cumplir estos requisitos, como sucede en CASS”, explica.
De momento es una idea. Un proyecto que está presentando a ONG, grandes empresas tecnológicas e instituciones. Está convencido de que el desarrollo de países como El Salvador “no vendrá de la maquila, del café o de la papa, sino de la programación”. “Creo que podemos conseguir lucro al mismo tiempo que aportamos algo a la sociedad”, justifica.
Su estrategia pasa por los Centros de Desarrollo de Software, que ya existen en las universidades. Ahí es donde los chavales de los barrios más desfavorecidos pueden aprender programación en cursos de alrededor de nueve meses. Mucho más prácticos y enfocados al mercado laboral que las carreras.
La agencia de cooperación de Estados Unidos, Usaid, ha desarrollado una línea de ayuda a estos centros de tres millones de dólares en su programa Puentes al empleo. De lo que ahora se trata es de que, con este capital humano —se formarán 5.000 jóvenes— se puede construir una etiqueta homologada, como sucede en el comercio justo, que certifique que un producto informático ha sido creado con fair programming, programación justa.
“Con mi empresa he demostrado que esto puede ser una realidad. Ahora quiero entregar algo al sector de El Salvador, algo que permita exportar más, con impacto social, trabajando en barrios difíciles. Me baso en mi experiencia para saber que el modelo funciona. La idea es que los jóvenes del país no se tengan que ir para mandar remesas a sus casas, sino que se queden y sean el motor del desarrollo”.
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