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Columna
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Use Lahoz

TRES semanas después de que naciera mi hijo me animé a ir a hacer la compra al Mercado de Barceló con él. Para no bajar el carro una vez más, lo coloqué en una mochila de bebés que había heredado de mi prima. Después de la fruta y el pescado, llegué a pollería y pedí la vez. La señora que me la dio, tras un par de miradas perseverantes, recogió el cambio y me dijo:

–Esto que estás haciendo no está bien. Estas mochilas ya no están homologadas. Le estás destrozando la cadera.

Cualquiera que tenga un bebé en sus manos –no digo ya un hijo– entiende que lo último que se le pretende hacer es daño. Eso no admite discusión. Sin saber qué decir, me alejé con el peso de la compra en la mano y el de la culpa en todo el cuerpo. De camino pensé en los hijos de mi prima, que tantas veces habían ido en esta mochila, y a los que tantas veces veo nadando o corriendo.

En casa anuncié lo sucedido y fuimos a la tienda de bebés que tenemos debajo. En efecto, la mochila ya no estaba homologada. Los niños ya no pueden tener las piernas colgando, deben estar más recogidas, para así apoyar las nalgas más abajo, por el bien de su espalda y su cadera. Compramos la mochila homologada.

Una semana después vino a cenar un amigo y cuando el niño dejó de llorar y se durmió, con el postre nos preguntó a qué colegio pensábamos llevarlo, porque, dijo: “Supongo que lo llevaréis a uno bilingüe, así hablará cuatro lenguas”. Nos quedamos extrañados, más que nada porque Marc ni siquiera tenía (ni tiene) dientes y todo estaba siendo tan nuevo y tan intenso que no habíamos pensado más allá del día de mañana. Menuda presión. ¿Colegio? ¿Cuándo se empieza eso?, me pregunté en silencio, horas después, sin poder dormir y recordando un reciente artículo de The Guardian que hablaba del triunfo del sistema educativo finlandés.

En las clases de parto, la matrona había anunciado tantas veces los beneficios de la lactancia materna que sentíamos que darle biberón era delito. Pero, culpables, nos disponíamos a cometerlo. Cuando comentamos con otra amiga que íbamos a introducirlo porque Marc ya tenía tres meses y pronto se acabaría la baja maternal, nos miró como si la hubiéramos traicionado. Ella es miembro de la Liga de la leche, y la queremos igual.

La matrona había insistido tanto en los beneficios de la lactancia materna que sentíamos que darle el biberón era delito.

–Ni se te ocurra dejar de darle el pecho. Además, los pediatras recetan cereales porque las multinacionales les regalan viajes. La leche artificial nunca será comparable, y los cereales solo sirven para saciar. ¡La OMS recomienda seis meses y a demanda!

Y, antes de salir, como en la puerta tuvo que apartar el cochecito Bugaboo para abrirse camino, tuvo tiempo de añadir:

–Ah, y supongo que ya tendréis el Maclaren, en cuanto el niño aguante sentado hay que cambiar de carro.

Entre mochilas, colegios, biberones, carritos y cereales pensé: ¿no nos estamos excediendo? ¿Es necesaria esta abundancia de posibilidades y de opiniones? Y eso que tan solo soy el padre de la criatura y no me llevo la peor parte: porque las mujeres –algunas–, en el siglo XXI, han tenido que apuntarse a una comunidad de autodenominadas malas madres para defenderse de cierto fundamentalismo y reivindicar “vivir la maternidad con humor, con libertad y alejada de la presión social”, como explicaba recientemente su fundadora, Laura Baena.

Por lo que veo, es muy común generalizar a partir de la experiencia personal, pero yo soy partidario de confiar en los padres (en todos). Cuando el bebé aparece en casa se tarda poco en descubrir que uno no hace lo que quiere, sino lo que puede. Y a veces, ay, uno se ve haciendo todo aquello que juró que no haría, por eso maldigo todas las ocasiones en que en el pasado haya podido reprobar (qué ignorancia, qué vergüenza) la manera de actuar de algunos padres.

A menudo comento con mi madre cómo ha cambiado todo. Cada época despacha sus conductas. Antes de ayer recordamos cuando nació mi hermana y el pediatra nos dijo que la niña tenía que dormir boca abajo. Ahora te ve un pediatra acostar al niño así y llama a la policía.

Dos meses después reapareció por casa nuestra amiga. Tenía cara de cansada. Había sido madre de una niña un año antes que nosotros y desde entonces no lograban dormir más de una hora seguida cada noche. Aun así, no estaba dispuesta a introducir cereales en la dieta de su hija.

–Me parece genial –le respondí–, recuerda que yo pienso como Gunilla Holm, profesora de educación en Helsinki: “La meta es que podamos progresar todos juntos”.

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Sobre la firma

Use Lahoz
Es autor de las novelas 'Los Baldrich', 'La estación perdida', 'Los buenos amigos' o 'Jauja' y del libro de viajes 'París'. Su obra narrativa ha obtenido varios premios. Es profesor en la Universidad Sciences Po de París. Como periodista fue Premio Pica d´Estat 2011. Colabora en El Ojo Crítico de RNE y en EL PAÍS. 'Verso suelto' es su última novela

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