Hasta el amanecer
EL NUNCA había estado en aquel bar, ella no lo conocía ni siquiera de oídas. Llegaron hasta allí por casualidad, porque aquella primaveral noche de viernes la ciudad entera parecía haberse echado a la calle, porque no encontraron una mesa libre en ninguna terraza, porque la mitad de la oficina se había apuntado a la cena. Eran más de 15 y estaban ya a punto de disolverse, para marcharse cada uno a su casa, cuando alguien se acordó de aquel bar, el único y misterioso superviviente de la asociación vecinal que había funcionado en una casa ocupada hasta que la cerraron, un par de años antes.
Fueron hasta allí andando, ella rezagada, charlando con dos compañeras, él por delante, en otro grupo. Al llegar, todos sucumbieron al mismo desaliento, porque aquella noche, hasta aquel local parecía lleno hasta los topes, pero un camarero les gritó que al fondo había sitio y por una vez, milagrosamente, fue verdad. Avanzaron en fila india hasta desembocar en una zona despejada y penumbrosa, una sala con bancos adosados a las paredes, y allí se quedaron. A los más pijos, y eran la mayoría, les pareció todo muy pintoresco, los carteles de megafiestas de música tecno que adornaban las paredes, la cutrez de los almohadones sobre los que se sentaron, la música que atronaba entre los potentes altavoces cruzados. Oye, qué buena idea has tenido, qué sitio tan gracioso, muy ochentero, ¿no? Él no dijo nada. Ella tampoco, pero ninguno de los dos reconoció aún al otro, ninguno descubrió su oculta fraternidad.
Entre subidón y subidón, los dos habían llorado mucho, habían llorado tanto que un día su sufrimiento pudo más.
Ambos habían empezado muy pronto, ella en el centro, él en las afueras. Ahora, al otro lado de aquellas tinieblas, ya no sabrían explicar qué les pasó sin volver a las sesiones de terapia que habían marcado sus respectivas adolescencias. Ninguno de los dos provenía de una familia desestructurada, nunca habían sido abandonados, no les había faltado cariño, si acaso lo contrario. Quizás les habían mimado demasiado, tal vez ni siquiera. El caso es que la oscuridad supo tirar de ellos, atraerlos a su territorio, halagarlos con un frenesí tan deslumbrante que hacía insoportable la lentitud del tiempo que vivían antes. Se habían sentido escogidos, especiales, superiores a los pardillos que les rodeaban, sus hermanos, sus primos, sus compañeros del instituto. Y sin embargo, entre subidón y subidón, los dos habían llorado mucho, habían llorado tanto que un día su sufrimiento pudo más. Así habían salido del hoyo, habían vuelto a su casa, y a estudiar. Desde entonces estaban limpios. Ninguno de sus compañeros de la universidad, de las personas que los conocieron después, de los jefes de la empresa donde trabajaban, habían sido capaces de distinguir en él, ni en ella, las huellas de aquella turbulencia, las macrofiestas de 48 horas donde seguramente se habían visto alguna vez 10 años antes, cuando iban hasta arriba, ciegos del todo.
Pero aquella noche, en aquel bar, de repente sonó esa canción, un rap marginal y tenebroso, una letra mal rimada y repleta de insultos, una tosca apología de las drogas. ¡Escuchad!, los pijos de la empresa se reían, ¡qué fuerte! Entonces, él cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, ella tenía los suyos clavados en sus zapatos, pero enseguida dejó el refresco que estaba tomando sobre la mesa, fue al baño, tardó en volver. Me voy, anunció a su vuelta. ¿Ya?, sus amigas la miraron como si no se lo creyeran, ¿tan pronto? Sí, ella rehuyó sus miradas, es que no me encuentro bien, mañana hablamos…
Antes de salir le miró, porque en algún momento, sin saber bien cómo, sin ser capaz de explicarlo después, se había dado cuenta de que aquella canción le había afectado tanto como a ella. Y le habría gustado acercarse, hablar con él, pero estaba oyendo otro tema del mismo rapero y lo único que quería era salir de allí, respirar el aire de la calle. Por eso se limitó a mirarle mientras levantaba una mano en el aire para despedirse del grupo.
Tres minutos después, apoyada en la fachada de la casa vecina, le vio venir y no le sorprendió. Aquella noche, todo Madrid se había echado a la calle, no había mesas libres en ninguna terraza, pero se las arreglaron para contarse sus historias y seguían hablando cuando empezó a amanecer.
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