Las pioneras del deporte español
Sortearon, con esfuerzo e ingenio, los estrechos cánones que la Falange y la Sección Femenina aplicaban al ejercicio físico. Son la historia viva del deporte femenino en España. Y hoy siguen rompiendo moldes.
CAMPEONAS, campeonas!”, corean estas mujeres espontáneas y alegres. Son la historia viva del deporte femenino en España. Fueron pioneras en sus respectivas disciplinas, como la escaladora y alpinista Carme Romeu, la jugadora de baloncesto Encarna Hernández, la gimnasta Goyita Postigo, las tenistas Pilar Barril y Alícia Guri o la nadadora de aguas abiertas Montserrat Tresserras, entre otras. Hemos reunido a un pequeño grupo para rendir homenaje a todo el colectivo que practicó deporte durante la dictadura. Desafiando los dictados morales de la Falange y la Sección Femenina, sortearon la omnipresente regulación de “la cosa del sexo” para poder hacer las “cosas que una mujer no puede hacer”, en palabras de la multideportista Josefina González, de 104 años, que vivió la etapa monárquica, la republicana y la dictatorial.
Sus experiencias se recogen ahora en Mujeres, deporte y dictadura (1939-1975), un proyecto de Investigación y Desarrollo que llevan a cabo ocho universidades de toda España bajo la dirección de Xavier Pujadas, de la Universidad Ramon Llull de Barcelona. En este inusual ejercicio de memoria histórica se desvelan las múltiples barreras socioculturales, morales y estéticas a las que se enfrentaron las atletas fuera de la tutela falangista. A pesar de que la Sección Femenina expandió el ejercicio físico en áreas de España donde no existía, su práctica debía encajar con los estrictos dictados del nacionalcatolicismo.
La Sección Femenina impulsó el deporte, pero su práctica debía encajar en los criterios del régimen.
Dolors Ribalta, futbolista e investigadora del proyecto, demuestra cómo “los planteamientos médicos, religiosos y políticos de la Sección Femenina definieron un modelo de feminidad centrado en el hogar, la maternidad y el cuidado de los demás, que excluía a la mujer deportista del ideal”. Como tantas otras jóvenes deportistas, la nadadora Elsa Verdugo recuerda recibir admoniciones desde los púlpitos religiosos y no poder ser escogida como Hija de María en la escuela. Para huir de las restricciones, algunas se vieron obligadas a mudarse de centro escolar o a abandonar su disciplina. La represión se dejaba notar particularmente en los deportes de agua –natación, salto, natación sincronizada (o ballet acuático) y aguas abiertas–, muy practicados en Cataluña y las islas Canarias. Mostrar el cuerpo en bañador y compartir piscina con los chicos se consideraba un escándalo, y la segregación por sexos era habitual: el obispo de Barcelona Gregorio Modrego llegó a temer que las jóvenes quedaran embarazadas en el agua. Roser Ponsatí rememora la obligatoriedad de mudar su bañador de competición por uno más grueso y pesado para poder salir de las instalaciones del Club Natación Barcelona y navegar con su patín a vela.
Se impuso un tipo de indumentaria que restringía el ejercicio mediante incómodos bombachos o faldas demasiado largas. Las jugadoras de baloncesto fueron obligadas a sustituir los shorts y la camiseta por un pichi que cubría las piernas. Lluisa Giró relata cómo su equipo fue obligado a devolver la copa ganada en buena lid al equipo de la Falange de Mallorca porque este utilizó la foto de recuerdo del partido para demostrar que llevaban pantalones muy cortos. Las reglas del pudor no solo restringían la visibilidad corporal, sino también los movimientos físicos. La gestualidad y la respiración debían realizarse siempre con “control femenino”, hasta el punto de que la nadadora Pepa Beltran recuerda que no se “atrevía a respirar a pleno pulmón”, con claro menoscabo de su rendimiento. No las dejaban entrenar fuerte para evitar “gastarse”.
Pilar Primo de Rivera, delegada nacional de la Sección Femenina, concibió el deporte femenino como una “labor de convivencia social y formativa”, según sus propias palabras, y se desinteresó de la competición y el deporte de élite. La falta de financiación dificultó o impidió la asistencia a campeonatos a muchas clasificadas, incluidos los Juegos Olímpicos, recuerda con desconsuelo Pepa Soler, que no pudo asistir a la Copa de Europa femenina de baloncesto (1960-1961). A pesar de las dificultades, las mujeres movilizaban recursos. A sus vivaces 91 años, la madrileña Ita Poza recuerda con alegría al motivado grupo de cinco profesoras de educación física que viajó de Madrid a los Juegos Olímpicos de Roma en dos vespas y una Lambretta “para aprender”.
En las zonas con tradición deportiva y riqueza asociativa, la mentalidad nacional católica de la Sección Femenina chocó con la resistencia de los clubes. Se rechazaban los deportes de contacto, como fútbol, waterpolo, yudo o rugby. La fuerza física de sus practicantes las alejaba de la fragilidad y la delicadeza del ideal franquista de feminidad. Por ello, se las tildaba de pecadoras, indecentes, raras, hombrunas y homosexuales, y se las insultaba con adjetivos que las virilizaban, como “marimacho”. La “cosa del sexo” regulaba también el comportamiento masculino. Las normas de género del Frente de Juventudes tampoco aprobaban que los hombres se dedicaran a disciplinas con un fuerte componente estético, como el patinaje o la natación sincronizada.
La nadadora Pepa Beltran recuerda que no las dejaban entrenar fuerte para evitar “gastarse”.
Las deportistas y sus entrenadores aprendieron a callarse, pero también a desarrollar estrategias de rebeldía: desde disimular que se recogía algo del suelo para no alzar la mano en saludo fascista al sonar el himno nacional, y soportar el agua fría en vestuarios mal acondicionados con tal de poder seguir entrenando, hasta customizar la indumentaria pintándose las zapatillas o recurriendo a nuevas fibras, como el rayón, para confeccionar prendas fuera del canon. Realizaban estos pequeños actos de desobediencia con la mayor naturalidad, sin plena consciencia de su profundo sentido político. Rechazaban limitarse a jugar “como niñas”, aunque también tuvieron que asumir renuncias dolorosas. La atleta Maria Victor abandonó los Juegos de Helsinki de 1952 para casarse y cuidar a los enfermos de la familia. No fue la única. Cumplir con las tareas asignadas al rol femenino hizo muy difícil, casi imposible, participar en competiciones. Ni siquiera podían viajar sin el permiso de una autoridad masculina, ya fuera padre, marido, hermano u otro estamento oficial. Tras su matrimonio, muchas abandonaron el ejercicio y regresaron al independizarse los hijos o morir el marido (en el caso de que este se lo hubiera prohibido).
En la actualidad, la mayoría de estas mujeres practican algún deporte. Casadas, emparejadas, solteras o viudas, todas llegan a la sesión de fotos con autonomía. Carme Romeu posa serena, apoyándose sobre su pico de escalada. Montse Mechó, nadadora, saltadora y paracaidista de 83 años, comenta animosa sus últimos saltos y la reciente medalla en el Campeonato de España sénior en 50 y 100 metros braza. A su lado, la también nadadora Roser Ponsatí asiente tranquila, compartiendo orgullo de club. Mientras Elsa Verdugo –que acude diariamente a clases de zumba, salsa y pilates– bromea simulando un striptease ante la cámara, las demás sonríen divertidas, manteniendo el porte. Son firmes, disciplinadas e intrépidas. A pesar de que, como afirma Ponsatí, “las jóvenes teníamos miedo de todo porque todo era pecado”, estas mujeres quisieron vivir su cuerpo con confianza y amor propio. Ellas osaron afirmar su libertad ante el ideal franquista de mujer y mantuvieron viva la llama de la emancipación corporal de las mujeres ganada en la República. La Sección Femenina fue disuelta en 1977 y la práctica deportiva se dirigió a amplios sectores sociales, particularmente a mujeres y personas mayores. A partir de los noventa, las mujeres dejaron de ser una rara avis en las competiciones.
Hoy se sienten orgullosas de las atletas que siguen desafiando el lastre de los condicionamientos sociales. La conversión del deporte en espectáculo conlleva la infrafinanciación del deporte femenino. Como explica la jugadora de baloncesto Amaya Valdemoro, las niñas se federan tanto o más que los niños, pero abandonan la práctica cuando advierten que su profesionalización no obtendrá compensación económica. Los equipos de chicas todavía reciben menos fondos y becas que los masculinos y entrenan en peores instalaciones. Asimismo, las mujeres no acceden por igual a los cargos públicos deportivos ni a la dirección y gestión de instituciones. Las victorias no cobran la misma importancia en los medios, cuando deberían ser un canal para incentivar a otras jóvenes que abandonan el ejercicio físico al llegar a la adolescencia o que sufren trastornos alimenticios.
A pesar de entrenar en inferioridad de condiciones y representar menos de la mitad de la delegación, las deportistas españolas ganaron 9 de las 17 medallas olímpicas y 4 de los 7 oros en los Juegos de Río. El 45% del total de los deportistas de estas últimas olimpiadas fueron mujeres; batieron marcas y crearon estilos propios. No obstante, según un estudio de la Universidad de Cambridge, centenares de medios las siguen tratando con condescendencia machista. No son estetas, son atletas, pero su indumentaria y su atractivo se comentan más que sus logros, se las describe como “esposa de”, se habla de su vida personal y se adscriben sus victorias a los entrenadores masculinos. A ellos se les califica con verbos y adjetivos de acción, poder y dominio; a ellas, con términos más débiles, relacionados con la edad, su estatus matrimonial o la necesidad de tutela. ¿Les suena? Son esforzadas, valerosas y bravas. Adelante, campeonas: mucho ganado y más por ganar.
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