La guillotina de América Latina
Toda la inversión, la palabrería y todas las leyes para prevenir la corrupción han fracasado
Por primera vez en muchos años y después del 11-S, América Latina ha conocido un despegue que coincidió con la homogeneización democrática de la región, con las excepciones de Cuba y Venezuela. En la última década, ha registrado un crecimiento económico excepcional impulsado por el auge y la explotación de sus materias primas. Y, además, ha tenido, gracias al reajuste y a la lucha por el liderazgo entre las primeras economías mundiales, un soporte básico en la demanda china y la construcción de infraestructuras.
Sin embargo, Latinoamérica carece de estrategias para conducir su desarrollo económico hacia el camino que le permita reparar su mayor fractura. Me refiero a la pobreza y a la desigualdad social, que han llevado al subcontinente a realidades como las de México, un país en el que hay cerca de 100.000 millonarios y más de 55 millones de pobres, casi la mitad de su población.
El caso Odebrecht marca un antes y un después en América Latina. Nunca antes se habían conjurado el crisol de todos los defectos estructurales de los últimos 500 años con la exportación de la corrupción como un elemento clave de la conquista. No es que esté involucrada la clase política sin excepción de todos los países latinoamericanos sino que, además, es una muestra increíble de la poca capacidad de esa misma clase para no darse cuenta de que, dado el grado de impunidad y de escándalo en el que ha vivido, robado y traicionado a sus pueblos, no puede haber supervivencia y no puede haber continuidad ni para ella ni para los sistemas que representa.
Ahora, tras conseguir una cierta independencia de la influencia de Washington y tras sacar a las fuerzas oscuras del imperio del Norte para que dejen de alterar su historia, la región se encamina hacia el precipicio de la perdición, en lugar de escalar hacia la cima del progreso. Por culpa del caso Odebrecht hemos entregado todos los planos de nuestra decadencia, de la vergüenza y la justificación de nuestra existencia como países subdesarrollados a los estadounidenses, que son los que precisamente pueden ir manejando Estado a Estado, presidente a presidente y clase política a clase política, la situación como mejor les convenga. Esa realidad solo viene a poner de manifiesto no solo la incapacidad o el suicidio de los políticos latinoamericanos, sino también el resultado de las inversiones incesantes que se han hecho para evitar que el problema de la corrupción se volviese un cáncer terminal de las sociedades.
¿Dónde estaban los fiscales anticorrupción? ¿Dónde estaban los sistemas de fiscalización del gasto público? ¿Cómo fallaron todos los controles? Ahora nadie sabe nada, nadie mira y nadie quiere saber por dónde empezarán a recortarse aquellos elementos que podrían procurar el bienestar generalizado y garantizar la estabilidad que evite el estallido social.
Todos los países, desde México hasta Brasil, entonan el mea culpa y el hecho de que el Tribunal Supremo de Brasil haya decidido terminar con el escándalo Odebrecht, investigando y procesando a quien sea necesario, es una consecuencia histórica del caso Tangentópolis en Italia, resuelto con la operación Mani Pulite (Manos Limpias) que terminó con la clase política italiana del momento, dejando como herencia el Gobierno de Silvio Berlusconi durante casi diez años.
Todo eso es ahora una gran llamada de atención que ya no es necesario escuchar porque me temo que, tal como están las cosas, irán apareciendo Humala tras Humala, Santos tras Santos y todos aquellos implicados en ese desgranar del rosario lleno de bajezas y traiciones a la patria que han sido perpetradas por aquellos que tienen la obligación de defenderla más y mejor.
Pero, además, hay que ser capaz de entender que hemos creado y vivido en un sistema en el que toda la inversión, toda la palabrería y todas las leyes promulgadas para prevenir la corrupción han fracasado. La pregunta es: ¿Han fracasado porque hemos sido incapaces de imponer su cumplimiento o han fracasado porque, desde el momento en el que se concibieron, la intención es que nunca se cumplieran?
¿Es verdad que no podemos tener sistemas políticos sin corrupción? ¿Es verdad que podemos seguir explicándoles a nuestros pueblos que no importa que mueran de hambre, mientras sus dirigentes roban lo poco que queda? Esa es, en realidad, el arma termonuclear de grandes dimensiones morales, políticas y sociales que hemos puesto en manos de Estados Unidos en contra de América Latina.
¡Gracias Odebrecht!
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