El secreto de Anne Marie
MI EDITORIA francesa, Anne Marie Metailie, baila muy bien el tango. Le dio por aprenderlo hace ya tiempo, aunque luego se le pasó el arrebato. En su época bailona Anne Marie solía acudir a las milongas, que son los lugares clásicos para danzar tango en Buenos Aires. Una amiga argentina me llevó una vez; antes de salir de casa, mi amiga se pasó media hora untando de mantequilla sus zapatos de charol, para que resbalaran al pegarse a los zapatos de los hombres. Una vez allí, la cosa consistía en que las mujeres nos sentábamos por un lado y los hombres por otro. Las mujeres hacían ojitos a los varones y estos las sacaban a bailar una serie entera, tres o cuatro tangos. Después las devolvían a su mesa y ya no se podía repetir con la misma pareja en toda la velada. Todo muy ritualizado, muy serio y muy tradicional.
Al parecer Anne Marie tenía un gran éxito en las milongas, lo cual nunca me extrañó porque es muy atractiva. Pero hace poco me confesó su truco: “Oh, no, al principio me iba más bien mal. Hasta que un día mi profesora de tango me dijo: ‘Anne Marie, tú tienes que entrar en la milonga repitiéndote a ti misma: soy la mujer más irresistible del mundo y además tengo un secreto’. Y eso, sentarme allí pensando que tenía un secreto, fue definitivo”.
Detesto los manuales de autoayuda, que reducen la tumultuosa complejidad del ser a una suerte de simplona gimnasia psicológica.
Detesto los manuales de autoayuda, que reducen la tumultuosa complejidad del ser a una suerte de simplona gimnasia psicológica, haga usted tres abdominales de autoestima seguidos y verá cómo se encuentra fenomenal. Pero lo del secreto de Anne Marie me pareció gracioso y atinado. Ese secreto es el reconocimiento de todo lo que somos. Al igual que los icebergs, los humanos tan sólo enseñamos la puntita del hielo. Ser conscientes de la enorme masa cristalina que queda bajo el agua nos hace poderosos.
A lo largo de mi vida he comprobado una y otra vez hasta qué punto nuestros propios miedos suelen convertir en realidad lo que más tememos. Cuando, siendo muy joven, me aterraba hablar en público porque pensaba que la gente se iba a aburrir conmigo, daba mis charlas intentando acabar cuanto antes, tan deprisa, tan sin convicción, tan farfullador, que, en efecto, la audiencia se hartaba de mí a los dos minutos.
También me recuerdo en mitad de algún tratamiento dental con algún puente provisional y haciendo tales muecas para evitar que la gente lo viera (aunque era algo prácticamente invisible) que, nada más encontrarse conmigo, todas las personas me preguntaban qué me pasaba. Un estrepitoso fracaso de camuflaje. En cambio, un accidente a los 21 años me voló aparatosamente media rodilla, pero como eso nunca me importó (tengo una extraña afinidad con las cicatrices) pasé toda mi juventud llevando unas minifaldas vertiginosas sin que nadie pareciera darse cuenta del costurón. Incluso alguna pareja estable tardó meses en descubrir el agujero y preguntar sorprendido: “¿Y esa herida?”.
Resulta casi mágica esa capacidad de influir, para mal o para bien, en lo que los otros ven de ti, pero en realidad tiene su base científica. El cerebro economiza energía y atiende sólo a aquello que prioriza y esto hace que nuestra percepción sea tremendamente engañosa. Circula por Internet el vídeo de un genial experimento científico: dos equipos de jugadores, el verde y el naranja, se pasan una pelota, y los investigadores te piden que veas el vídeo con mucha atención y cuentes cuántas veces tocan los verdes la bola. Al terminar tú dices muy ufana: en 43 ocasiones. Muy bien, contestan, pero ¿has visto el gorila? Y entonces te piden que vuelvas a mirar la película y, para tu pasmo, en mitad del juego aparece un hombre disfrazado de gorila que atraviesa la escena, se para entre los jugadores, saluda a cámara. No lo percibiste porque no era relevante para ti y porque concentrabas la atención en otro lado. De eso se aprovechan los prestidigitadores, justamente, y esa es la clave del secreto de Anne Marie. Todos enviamos mensajes sobre nosotros mismos, resaltamos aquello que los demás mirarán primero. Puede que no sepas quererte lo suficiente a ti mismo (eso ya es más difícil de lograr), pero por lo menos puedes jugar a tener un bello secreto. Es divertido y funciona.
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