Huracán Macron
LOS ALUMNOS más pequeños del colegio Victor Hugo de Avallon (Borgoña) fueron movilizados hasta la sala de actividades para ofrecer un concierto de bienvenida a Emmanuel Macron, que podía ser como ellos cuando tenía nueve años. Un pianista precoz. Un chico de provincias y de buena familia cuyos padres ejercieron la medicina. Un chaval rubio, de ojos azules. Y de curiosidad depredadora. La conserva a los 39 años y ejerce su carisma hipnótico delante de los escolares. Firma autógrafos. Se hace selfies. Y consuela las lágrimas de una niña a la que sorprende o abruma el revuelo de tantos periodistas. De tantos guardaespaldas. Y de tantos vecinos que comentan entre sí bajo la lluvia y los paraguas el contratiempo de la visita de Macron: es la primera vez que un aspirante al Elíseo acude a este municipio de 7.000 habitantes. Y no por casualidad, sino porque aquí ha echado raíces el Frente Nacional. Ya se ocupa de restregárselo a Macron un piquete de votantes lepenistas que monta guardia en las puertas del colegio, escenificando sin pretenderlo el gran duelo electoral que se avecina el 7 de mayo. Y la criba que lo predispone el 23 de abril, pues se antojan escasas las opciones de François Fillon (Los Republicanos) y de Benoît Hamon (Partido Socialista).
Decía Charles de Gaulle que las elecciones presidenciales francesas representan el encuentro de un hombre con el destino de un país. Se refería a su propio providencialismo, pero la cita también identifica la oportunidad de Emmanuel Macron (Amiens, 1977) como timonel de Francia. Un aspirante adecuado en el momento idóneo. Un anticuerpo de la sociedad francesa al peligro de Marine Le Pen. Y un candidato prêt-à-porter en la era de la política líquida o gaseosa.
Es el contexto en el que Emmanuel Macron se ha convertido en máximo aspirante al Elíseo. Sin un partido. Sin apenas experiencia política. Y con todas las razones para atraer a los compatriotas que recelan precisamente de los partidos y de la política. O que reconocen en Macron una encarnación de la novedad y de la efebocracia, hasta el extremo de que el líder de En Marche, exégesis en movimiento de sus propias iniciales (EM), tiene casi la mitad de años que habían cumplido De Gaulle o Mitterrand cuando agotaron sus mandatos presidenciales. Y reivindica una pureza, una epifanía, que puede reconocerse en sus rasgos de golden boy, en su aspecto aristocrático, en su oratoria de profesor universitario y en su mesianismo terapéutico.
Macron personifica la gran coalición. Presume de la bandera europea. Y se erige en artífice de la reconciliación republicana: “Quiero aglutinar lo mejor de la derecha y lo mejor de la izquierda”, declara a El País Semanal con su voz abaritonada. Y con un candor de petit prince que redondea su insólita pujanza en la campaña electoral. Hace menos de un año que Macron puso en órbita el movimiento En Marche. Y hace solo seis meses que hizo oficial su candidatura. Ya había abdicado previamente –agosto– de su puesto de ministro de Economía con el presidente François Hollande. Y promovió una carrera quijotesca a la que se han terminado adhiriendo 240.000 militantes. Entre ellos, el ex primer ministro Manuel Valls, otros ministros socialistas en plena actividad –Jean-Yves Le Drian, titular de Defensa– y una constelación de exministros conservadores que identifican en EM el milagro del sincretismo ideológico. Por ejemplo, Jean-Jacques de Peretti, cuyas razones para aliarse a Macron consisten en el proyecto de una Francia arraigada en el centro, en el europeísmo, en la subordinación del nacionalismo al patriotismo y en la abstracción de la “buena estrella”.
“Si el populismo es hablar a la gente sin pasar por los partidos, soy populista. Pero no un demagogo”.
El novato Emmanuel Macron parece iluminado y dopado por las arbitrariedades de la fortuna. Los militantes del Partido Socialista apostaron por la candidatura radical o marginal de Benoît Hamon (10% de expectativa de voto). Y los militantes de Los Republicanos (centro-derecha), convocados igualmente en la moda de las primarias, se equivocaron de caballo. No solo porque Alain Juppé hubiera conquistado el centro político desde la ya prosaica altura de miras, sino además porque la apuesta de François Fillon (15%-19% de opciones en las encuestas) se ha malogrado en el barro de los escándalos judiciales, y ha permitido a Emmanuel Macron beneficiarse de todas las carambolas imaginables. Marine Le Pen tratará de devorarlo con su oficio e instinto depredador. O haciendo inventario de las contradicciones macronianas. Que no escasean.
Macron defiende el laicismo, pero consiente el velo en la universidad y el burkini en la playa. No es socialista, pero desempeñó la cartera más relevante del Gabinete de Hollande. Abjura de la casta, pero procede de ella en sus mejores linajes, hasta el punto de haber trabajado en la banca Rothschild o de haberse curtido en el sanctasanctórum de la élite francesa: la Escuela Nacional de Administración. Reniega de los partidos, pero En Marche es jurídicamente un partido. Y recela de las ideologías, pero Macron aglutina rasgos peronistas y hasta populistas. Lo admite él mismo en una reflexión desacomplejada: “Si el populismo es hablar a la gente sin pasar por el filtro de los partidos, entonces soy un populista, pero no acepto que se me confunda con un demagogo. Los demagogos halagan los oídos. Y yo no se los halago a nadie”.
Las precauciones que despierta el fenómeno Macron no contradicen que se haya convertido en una pasión política francesa. De otro modo, no estaría Michaela Constantin repartiendo propaganda electoral a la salida del metro de Garibaldi, en la periferia de París. Lleva puesto un chubasquero blanco con las siglas de En Marche, es de origen rumano y ha cumplido 62 años, pero nunca se había implicado hasta ahora en la actividad de unas elecciones. Macron la ha seducido por las mismas razones que anteponen canónica y sistemáticamente sus partidarios: la juventud, la novedad, el equilibrio ideológico, el fervor europeo y el exorcismo a Le Pen.
“Llevo décadas en Francia y ha sido un país de acogida, tolerante, que ahora se expone al nacionalismo, la xenofobia y el racismo”, explica Constantin. “Macron me parece la mejor solución a Le Pen. Es un antídoto perfecto al fanatismo político. Y se ha propuesto trabajar en todo aquello que nos une a los franceses, en lugar de exagerar todo aquello que nos divide”.
El esposo de Constantin colabora en el voluntariado. Romain Stachejko no solo reparte programas, globos y octavillas. Organiza uno de los 3.000 comités nacionales que ha logrado aglutinar En Marche desde que el “movimiento ciudadano” nació en Amiens –norte de París– el pasado mes de abril sin mejores presagios que el voluntarismo y la temeridad.
Son células de dimensión variable, pero conectadas entre sí en la sede parisiense del partido, un edificio sin identificar del distrito XV –zona noble– donde 200 voluntarios y otros profesionales trabajan en la divulgación de la campaña, valiéndose de las donaciones, apurando la energía de las redes sociales e inspirándose premeditadamente en el modelo de Obama, hasta el extremo de que la portavoz de En Marche, Laurence Haïm, accedió al círculo más allegado del expresidente americano cuando trabajaba de corresponsal en un canal de la televisión privada francesa (i-Télé) y ha asumido ahora el papel de gurú en cuanto muñidora de las similitudes transatlánticas.
“Macron y Obama tienen en común que no se quedan en la mera política, sino que promueven un modelo de sociedad”, explica Haïm. “Macron representa la solución a una sociedad demasiado polarizada. Y propone una política de consenso. Muy avanzada en lo social, pero al mismo tiempo sin complejos en las reformas y en algunas medidas liberales. Macron quiere acabar con la tensión izquierda-derecha. Y es creíble, porque es un extraordinario economista y porque quiere despojar a Francia del inmovilismo. Simplificarnos la vida. Aliviar el peso del Estado sobre nosotros. Hacer pocas leyes y buenas, no muchas e inútiles. La suya es una revolución tranquila. Un modelo pragmático. Y un fenómeno político muy heterogéneo. No tenemos un votante tipo. Macron gusta en todas las clases sociales y en todas las categorías. Y ha logrado convertirse en un estímulo al abstencionismo que parecía consolidado de las zonas deprimidas”.
En ellas trabaja Alexandre Aidara. Y lo hace desde su modesto apartamento en la banlieue parisiense de Aubervilliers. Allí presume de una fotografía de Obama y se le amontonan los objetos y los gadgets de la campaña. Carteles, adhesivos, banderines. Y un inventario pedagógico del proyecto que Macron aspira a desarrollar en la periferia, donde ha fracasado la integración. Donde marcan terreno los guetos. Donde anida el discurso yihadista. Y donde los alminares permiten a Le Pen engendrar el discurso ultraderechista.
“No existe mejor camino para arraigar la prosperidad que la educación”, razona Aidara sin rastro de su ya remoto acento senegalés. “Y es la razón por la que Macron ha prometido que no haya más de 12 alumnos por clase en los colegios catalogados como problemáticos. Y que los profesores sean reclutados en función de su experiencia, incentivándolos además con una ayuda anual de 3.000 euros. Hay que ser intolerantes con la violencia, pero todas las medidas coercitivas tienen que acompañarse de un proyecto de integración. Macron cree de verdad en el principio francés de la igualdad”.
Aidara ejerce de pluriempleado entre conferencias y el entrenamiento de los comités. Se jacta de las medidas regeneradoras que promueve su jefe de filas. La mitad de las listas corresponde a las mujeres. No se aceptan cargos públicos con antecedentes penales. El 50% de las candidaturas tiene que provenir de sujetos sin experiencia política. Y la criba de aspirantes la realiza una suerte de comisión nacional de sabios, cuyos nueve miembros sobrepasan incluso la jerarquía de Macron en la configuración del partido.
Es la manera de ir preparando el escenario de las elecciones legislativas, convocadas después de las presidenciales y que sorprenden a En Marche en una situación de provisionalidad. Esa es la razón por la cual el eventual presidente Macron debería hacer un Gobierno de unidad nacional, reflejando ese poder de rassemblement que tantas veces repite él mismo y que desconcierta sobremanera al sociólogo y politólogo Alain Touraine. “Participo muy poco de la euforia con que se está recibiendo este fenómeno político tan ambiguo y hueco”, condena Touraine. “La victoria de Macron conducirá a Francia a una suerte de colapso institucional, precisamente porque va a producirse un cortocircuito entre el poder ejecutivo –el presidente– y el poder legislativo –el Parlamento–, de manera que Macron no será sino un presidente de transición. O un placebo momentáneo para atajar el peligro que representa el proyecto radical de Marine Le Pen”.
Touraine habla en su espartano despacho de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS). Y lo hace no como padre de la ministra socialista de Sanidad, sino desde un escepticismo que atribuye a Macron un papel de “mal menor”, no ya como remedio a la pujanza del Frente Nacional, sino como alternativa a la endogamia del Partido Socialista, cuyo líder, Benoît Hamon, puede convertirse en el artífice de la mayor debacle electoral de los últimos 50 años en Francia.
“Emmanuel Macron no encarna en sí mismo un fenómeno positivo ni refleja un proyecto político”, añade Touraine. “Más bien aglutina un ejercicio de equilibrismo y constituye una herramienta de la que se valen los franceses para renegar de la política misma. Votar a Macron significa decir ‘no’ a la derecha, decir ‘no’ a la izquierda y decir ‘no’ al Frente Nacional. Es un voto de castigo polifacético, pero no un movimiento entusiasmante en sí mismo”.
El fervor popular de los mítines relativiza las impresiones del profesor Touraine. Por ejemplo, en Dijon, fortaleza de la región de Borgoña que Emmanuel Macron visitó palmo a palmo, más o menos como si los recursos de la tecnología, de las redes sociales y de las iniciativas mediáticas requieran el contrapunto de las “acciones” a la antigua usanza. Macron que visita un mercado. Macron que se traslada al hogar del jubilado. No tanto para estrechar su voto como para reflejar el trance en presencia de los informadores, que se han convertido en un séquito multitudinario.
La periodista Astrid Mezmorian forma parte de la troupe. Trabaja en la cadena pública TF2 y nunca se había ocupado de la política hasta que la encomendaron empotrarse en la campaña de Emmanuel Macron cuando no era más que un espontáneo o un exministro visionario. Y cuando su papel de candidato a todo se observaba como una extravagancia hacia la nada.
“en españa, el partido de albert rivera se parece a nosotros en los valores y la idiosincrasia”.
“El fenómeno Macron se explica por una mezcla de méritos propios y de peculiaridades exógenas. Se han dado todas las circunstancias ajenas para abrirse camino. Porque sus rivales se han ido destruyendo o autodestruyendo. Y porque el contexto de una coyuntura tan favorable ha coincidido con sus habilidades y cualidades políticas. Macron ha lanzado el discurso adecuado en el momento justo. Y reúne características genuinas. Su historia tiene algo de novelesco. Y su personaje tiene algo de candoroso. Macron no es un producto de laboratorio ni ha sido diseñado. Claro que sabe moverse en las emergencias de la política francesa. Pero ha escogido un camino alejado de toda crispación. Es joven –cumplirá los 40 años en diciembre–, es nuevo, es carismático”.
Se reconocen los rasgos en el plano corto. Y se adivina a un hombre cartesiano. Que lleva debajo del traje azul un chaleco antibalas. Que practica el boxeo para mantener su aspecto atlético. Y cuya alianza en el dedo anular de la mano izquierda abunda en la robustez de su matrimonio con Brigitte Trogneux. Es ella 24 años mayor que él. Y acostumbra a acompañarlo en la distancia. Está y no está a la vez. Como los pescadores que sueltan el sedal hasta que la presa ha mordido el anzuelo. Eran alumno y profesora en el colegio La Providence de Amiens. Compartían la afición al teatro. Y formaban parte de una sociedad de provincias que el propio Macron tiene idealizada en su biografía oficial, quizá para evitar que se le perciba como un tipo demasiado parisien, demasiado chic, demasiado banquero, demasiado tecnócrata o cosmopolita.
–¿Qué lugar ocupa España en su proyecto político y europeo? –preguntamos a Macron en un receso de la tournée por la Borgoña.
–España ha hecho unos grandes esfuerzos reformistas en los tiempos de crisis. No era fácil afrontarlos. Y es justo que ahora ocupe un lugar predominante entre los países de la UE que deben liderar el proyecto comunitario, tanto en la armonización fiscal y social como en la idea de la cesión de soberanía. España debe desempeñar un papel fundamental en el programa de defensa europeo, tanto por su posición estratégica como por su propio desarrollo de la industria armamentística.
–¿A quién reconoce en España como mejor interlocutor?
–Quiero ser presidente de Francia. Y cuando lo sea llevaré a cabo la regla de no interferir en los países ajenos. Eso no quiere decir que no conozca bien a Rajoy y su equipo. Habrá una intensa colaboración entre España y Francia. Lo que sí es cierto es que tenemos magníficas relaciones con Ciudadanos y que el partido de Albert Rivera se parece a nosotros en los valores y en la idiosincrasia.
Se parece en efecto Macron a Rivera –o al revés– en esa aleación socialdemócrata-liberal. Y en la generación. Y hasta en el aspecto. Pero el líder de En Marche aglutina un movimiento político tan inesperado como Podemos y ha encontrado una antagonista, Marine Le Pen, que plantea en Francia una urgencia política inexistente en España: la extrema derecha.
No ya porque Marine –es así como se anuncia en los carteles– aspira a sobrepasar su mejor resultado –un 30% de los votos en las regionales de 2016–, sino porque la hipotética victoria del FN supondría la extremaunción del proyecto comunitario. Francia volvería al franco. Levantaría las fronteras. Y buscaría aliados en la América de Trump y en la Rusia de Putin.
La gravedad de semejante escenario refuerza la dimensión providencial de Macron, justifica su buena reputación en Bruselas y explica que haya sido acunado por los grandes actores del establishment, incluidos los medios informativos, las empresas principales y los demás poderes fácticos.
Observan a Macron como un reformista. Y aplauden la “flexiguridad” de su programa electoral. Ha prometido bajada de impuestos y reducción de gasto público. Ha garantizado la disminución del aparato funcionarial, anunciando al mismo tiempo la incorporación de 10.000 nuevos policías. Y ha expuesto el mito nacional de la jornada semanal de 35 horas a una revisión laboral, de acuerdo con la cual las horas extras no se penalizan con cargas fiscales ni sociales, predisponiéndose el trato directo de empresas y asalariados.
Pueden entenderse así las acusaciones de “neoliberal” que le restriega Hamon, aunque una de las peculiaridades de Macron consiste en su paternalismo. Lo demuestra el hecho de que pretenda prohibir el teléfono móvil en el colegio. Y lo acredita que vaya a instaurar el servicio militar para los jóvenes de entre 18 y 21 años. Un breve periodo de instrucción –solo un mes– que aspira a sensibilizarlos con el patriotismo y con el respeto institucional. Y que pretende resucitar antiguos argumentos de cohesión social, más allá de defenderla de las amenazas del terrorismo.
“Pienso desmantelar todas las asociaciones islamistas que no respeten las leyes de la República”, sostiene Macron. “Y pienso ayudar a los franceses de confesión musulmana a estructurar un culto compatible con esas leyes. Empezando por la formación de los imames en Francia. Este es un país de riqueza cultural y de convivencia. Por eso no creo en el comunitarismo, sino en la integración. Tengo una noción abierta de la patria”.
La noción abierta y la nación abierta se reconocían en el graderío que Macron tenía detrás de sí en el reciente mitin multitudinario de Dijon. Parecía una fotografía de un anuncio de Benetton. Un esfuerzo pedagógico, zapaterista, de representación de la diversidad. Y un retrato de la Francia a la que Macron se dirige camino del Elíseo: jóvenes y mayores, musulmanes y negros, homosexuales y heterosexuales, mujeres y hombres, desempleados y empresarios, urbanitas y agricultores.
“la de macron es una revolución tranquila para una sociedad muy polarizada”, dice su portavoz.
Ha logrado convertirse en el estímulo político de una sociedad desmoralizada, zarandeada por el terrorismo, expuesta a un papel gregario de Berlín. Y se ha liberado de las cadenas con las que el presidente Hollande le había disciplinado. Porque fue de Hollande la idea de traerse al Gobierno a un tipo iconoclasta y sin experiencia. Necesitaba a un transgresor para enfocar las reformas que muchos socialistas hubieran rechazado. Y que terminaron arropando los conservadores, de forma que la llamada ley Macron, concebida en diciembre de 2014 para incentivar la actividad comercial de los domingos, liberalizar los transportes y levantar las ataduras a las profesiones liberales, fue el embrión de las aspiraciones conciliadoras del candidato al Elíseo, el origen de la popularidad entre sus compatriotas y el inicio de su emancipación de Hollande.
Resultaba incómodo Macron en el Gabinete socialista. Y se antojaba incompatible el lanzamiento de En Marche con la disciplina y la agenda del candidato presidencial. Así es que el hijo terminó destronando al padre. Incluso forzando a Hollande a la retirada. Nadie mejor que él conocía la ambición de Macron y su buena estrella.
Ya decía De Gaulle que las elecciones francesas representan el encuentro de un hombre con el destino de un país, aunque la accidentalidad que ha convertido a Macron en favorito al Elíseo también evoca aquella escena de Tiempos modernos en la que Chaplin recoge del suelo una baliza roja. Se le ha desprendido a un camión que transporta una gran vitrina. Y la agita Chaplin con vehemencia para hacérselo notar al conductor, pero el movimiento termina convirtiéndolo en el líder de una manifestación multitudinaria. Miles de personas que quieren cambiar las cosas. Y que esperaban la llegada del hombre adecuado en el momento adecuado.
‘Modern family’ en el Elíseo
Le viene de antiguo a Emmanuel Macron el recelo a los clérigos. No tanto por las injerencias del islam en los valores republicanos como por el escándalo doméstico que le supuso enamorarse de su profesora de lengua. Le sacaba ella 24 años y se consideró un vínculo intolerable en el colegio jesuita de Amiens donde trascendieron los amoríos clandestinos.
La relación cuestionaba incluso las propias leyes –Macron tenía 15 años–, pero la pareja tuvo ocasión de reconstruirse con el tiempo. De hecho, Brigitte Trogneux, la maestra, es la actual mujer del favorito al Elíseo. Se divorció de su marido para formalizar la relación (2007). Y Macron asumió como propia la herencia de tres hijos y hasta de siete nietos.
Esta filosofía de clan o de modern family conviene a la imagen progre de Macron. Y supone una novedad en la trastienda sentimental del Elíseo, tantas veces condicionada por los efectos afrodisiacos del poder o por la impunidad amatoria que se concedían a sí mismo los jefes del Estado. François Mitterrand tenía una familia paralela en la clandestinidad. Jacques Chirac se rodeaba de favoritas y gustaba de cultivarlas con versos alejandrinos. Nicolas Sarkozy y François Hollande, ya en el siglo XXI, abjuraron de sus parejas oficiales en beneficio de esposas más jóvenes (Carla Bruni, Julie Gayet) y relacionadas con el mundo de la cultura y de la farándula.
Se juega en todas las categorías la batalla presidencial. Por eso madame Trogneux, consciente de su influencia de gran matriarca, concedió al semanario Paris Match uno de esos reportajes almibarados que exhuman los detalles del álbum familiar y prometen confesiones. Evocaba la clandestinidad de su amor en aquella Francia de provincias. Hablaba “a corazón abierto” de sus 18 años de idilio con Emmanuel. Y lo definía como un hombre sensible, noble, bueno. Y preparado, mucho, para convertirse en el presidente francés más joven de la historia.
Le corresponde a ella definir el papel de la primera dama. Y de momento parece haberse decantado por la sutileza. Acompaña al candidato sin llegar a entrometerse. Y acostumbra a sentarse frente a él en los mítines, como si fuera Macron su Pigmalión. O como si fuera su primogénito.
No iban a faltar alusiones al mito de Edipo y Yocasta en la Francia de Lacan, como no han tardado en publicarse noticias escandalosas sobre la homosexualidad del aspirante al trono de Francia. Rumores que le atribuían un romance con el presidente de Radio France, Mathieu Gallet. Y cuyo origen parece conectado con la red de intoxicación de Vladímir Putin, que apuesta por Le Pen –Marine acudió a visitarlo al Kremlin el pasado 25 de marzo– y que aspira a entrometerse en la campaña francesa, aunque es una buena noticia para Macron que las únicas armas contra él se disparen en el ámbito que menos importa a los franceses: la vida privada.
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