Libres, vivos o muertos
Llegado el momento de la última osadía no te dejan conservar la dignidad –tu último tesoro– para tranquilizar la conciencia cobarde de otros


Estaba ya lanzada a elaborar una diatriba sobre la cara de ‘¿y yo qué hago aquí?’ que adivino en el retrato oficial de Melania Trump, perdida y transmutada en ectoplasma fuera de su tower neoyorquina, cuando se cruzó en mi camino digital otro rostro más humano y cotidiano.
Nadie escapa de sentir su aliento si se tiene algo de suerte. Solo se libra a quien le alcanza por sorpresa. Antes de experimentar en carne propia, o tan cercana que lacera, que un día pasas de disfrutar de una ducha a sentir vergüenza cuando alguien debe enjabonar tu cuerpo derrotado. Antes de no poder disponer dónde y cuándo leer, comer o pasear porque callas mucho para molestar poco. Antes de que abrir esperanzado los ojos a un nuevo día se convierta en súplica de que mejor no porque la mala vida duele demasiado.
En un pasado lejano pero que recuerdas perfectamente, resolviste arriesgar y cambiar de trabajo. Elegiste compañero. Tener hijos o no. La casa que podías pagar. Dónde tomar el sol. Votar blanco o negro. Coche o bicicleta. Seguir las normas o pasar al lado oscuro. Whisky o gin-tonic. Pollo o pescado. Decisiones cruciales e insignificantes. Pero tuyas. Y ahora no entiendes nada. Porque llegado el momento de la última osadía no te dejan conservar la dignidad —tu último tesoro— para tranquilizar la conciencia cobarde de otros. Gracias José Antonio Arrabal, Andrea Lago, José Luis Sagüés, Ramón Sampedro y tantos más. Por pelear la libertad de morir de frente para que otros puedan hacerlo mañana con más decoro y más acompañados.
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