"Me quiero marchar esta noche, Osiña"
El final es el principio. Ramón también lo habría querido así. Mi nombre es Ramona Maneiro. Me conocerán porque ayudé a morir al tetrapléjico Ramón Sampedro. Espero que Ramón, esté donde esté, me guíe en este relato. Es mío y es suyo: es el hijo que no pudimos tener.
Lo hice por amor. Pero ya llegará el momento de dar explicaciones y de exponer razones. Voy a comenzar por contarles su último viaje, un pasaje que dejó grabado y entregó al mundo con la intención de que sus "veintinueve años, cuatro meses y algunos días de vida en el infierno" y su lucha por la legalización de la eutanasia sensibilizaran las conciencias de políticos y jueces, de "las personas que piensan que vivir es una obligación, no un derecho".
Lo hice por amor. Pero ya llegará el momento de dar explicaciones y exponer razones. Voy a comenzar por contarles su último viaje y su lucha por la legalización de la eutanasia
A partir de las 19.00 horas ordenó unos escritos con esmero, preparó la carta que dejó en el atril para los jueces, la misma que leyó antes de beber el cianuro
Ramón era un hombre sorprendente. Te pedía pequeños favores cuya finalidad sólo conseguías comprender con el paso del tiempo
Una vez pesado el cianuro, le pregunté qué hacía con él. Deposité la cantidad señalada en medio vaso de agua. Puse una pajita y se lo acerqué a la bandeja
Las convulsiones continuaban y me dolían sus gemidos. Repito que no sé cuánto tiempo pasó. Minutos, supongo. Después la casa quedó en silencio
-Me quiero marchar esta noche, Osiña -me dijo sobre las siete de la tarde del domingo 11 de enero de 1998. Mariposa, Osa, Osiña. Era cómo acostumbraba a llamarme de forma cariñosa.
Sus palabras no me cogieron por sorpresa. Ya se las había escuchado otras veces. No sé si lo hacía para comprobar si de verdad estaba decidida a ayudarle o si lo hacía para ver qué cara le ponía. Lo cierto es que me lo esperaba. Una tristeza profunda había emborronado su sonrisa desde hacía unos días. Ya había planeado partir en Nochebuena, pero aplazó el viaje para no fastidiarle las fiestas a la familia. Siempre pensaba en los demás. El día de Navidad había comido en su casa de Xuño. Tuvo el presentimiento de que la situación podría mejorar y me comentó que iba a esperar. Le creí porque despedimos el 97 con una fiesta fantástica e incluso el 5 de enero celebramos su cumpleaños, aunque detestaba las celebraciones. Pero con el nuevo año empezó a repetirme: "Osiña, me dan ganas de marcharme esta noche". Yo notaba que había hablado con alguien y que los problemas con la familia no mejoraban. "Cuando quieras", le respondía sin pedir explicaciones. Cuando se lo escuché el domingo, me di cuenta de que estaba decidido.
A las tres de la tarde de aquel 11 de enero llegué a su piso de Boiro. Su familia, excepto su cuñada, había ido a visitarlo el fin de semana. Fue su manera de decirles hasta luego sin que ellos lo supiesen, aunque a Ramón le entristeció no haberse despedido de una mujer que lo cuidó con abnegación durante casi treinta años. Hacía unos tres meses que vivía de alquiler en Boiro y unos pocos días que dormía solo. Ramón apremiaba a mi hermana Lupe y a su pareja, las personas que contrató para que lo cuidasen, para que alquilasen un piso. Tardaron en hacerlo porque a Lupe le daba pena dejarlo solo por las noches. Y a él esta situación lo consumía, porque se acercaba el momento que había señalado para tomar su camino y ellos seguían allí instalados. No quería que se viesen implicados. Incluso sopesó la opción de contárselo a mi hermana, pero al final me dijo entre risas: "Le voy a hacer una faena a Lupe. No se lo voy a contar y, cuando llegue por la mañana, se va a llevar un susto de muerte". Se lo llevó. No sabíamos que estaba embarazada y aún hoy me pregunto cómo no perdió a la criatura por la tristeza.
Cafés, pitillos y charla
Antes de comunicarme la noticia, Ramón y yo pasamos una tarde de cafés, pitillos y charla. Los dos solos, sin que sucediese nada anormal, sin pistas que me permitiesen descifrar que era el día elegido, aunque un revoloteo de mariposas en el estómago me sugería que se acercaba la fecha. Después de confiarme su decisión me preguntó varias veces por mi firmeza para prestarle mis manos. También me preguntó si quería que me acompañase algún amigo y si tenía miedo. Estaba decidida y no tenía miedo.
A partir de las siete de la tarde -minuto arriba, minuto abajo- ordenó unos escritos con esmero, preparó la carta que dejó en el atril para los jueces, la misma que leyó antes de beber el cianuro de potasio, y seguimos charlando, tomando café, fumando unos pitillos. Como un día cualquiera.
Cianuro de potasio. Hasta ese día nunca había escuchado el nombre de este veneno. Ni siquiera cuando me encargó en su casa de Xuño que le llevase "ese bote de especias" a una farmacia de Riveira para analizarlo. Le pregunté si tenía que esperar por algún resultado, pero me dijo que no, que sólo lo entregase a una persona con la que ya había hablado. Un día, el bote de especias volvió a aparecer entre las medicinas. ¿Quién se lo consiguió? No lo sé. ¿Quién fue a recogerlo a la farmacia? Tampoco.
Ramón era un hombre sorprendente. Te pedía pequeños favores cuya finalidad sólo conseguías comprender con el paso del tiempo. Un día me encargó una regla de sesenta centímetros, tres cordelitos y dos Petitsuisse. Me indicó dónde tenía que hacer los agujeros y la manera de atar todo. El invento quedó abandonado en la cocina hasta que sirvió para pesar el cianuro de potasio. La artesanal balanza pasó desapercibida hasta para la Policía Judicial. Supongo que creyeron que era un juguete de mi hijo o de mi nieto.
En otra ocasión me pidió que le comprase una chapa de coche en un taller. Me preguntó si sabía dónde había alguno y me sentí ofendida, porque una es analfaburra, pero tiene desparpajo para moverse por el mundo. "Lo busco", le contesté, aunque reclamé su ayuda para encontrar una excusa por si era interrogada por el destino de la chapa: "Al del taller no le importa. Tú se la pagas y listo. Dile que se la pidieron a la niña para la clase de manualidades". Fui a cumplir con el mandado y, efectivamente, el hombre que me atendió se interesó con gesto desconfiado por el uso de la chapa. Ya se sabe que en pueblo chico, infierno grande. Le di la excusa convenida y me la llevé. El camino de regreso lo pasé examinando el trozo de metal oxidado sin ser capaz de imaginar la utilidad que le iba a dar Ramón. Pero era demasiado pequeño. Tuve que regresar al taller con las medidas apuntadas hasta conseguir un trozo del tamaño que necesitaba. Froté la chapa oxidada hasta que le saqué brillo y la dejé en una estantería. A Ramón le encantaba que yo no fuese preguntona. "Cuanto menos sepas, menos tendrás que contar en el futuro", me dijo un día en Xuño. A veces incluso me animaba a hacerle preguntas. (...)
La chapa pasó a ser un objeto más del piso. Un día aparecía debajo de la cama, una tarde en la cocina... Supongo que los niños la utilizaban para jugar. No me di cuenta de su función hasta que, al pasar un tiempo, él y una amiga me dijeron que tenían una sorpresa para mí. "¿Cuál?", pregunté mientras tomábamos un café. Los dos se reían. Yo me esforzaba por encontrar un detalle, por mínimo que fuese, que me permitiese descubrir en Ramón algún cambio. Lo observé con detenimiento hasta que me rendí, incapaz de detectar la sorpresa.
-¿De verdad no ves nada? -me preguntó la amiga. Las carcajadas de los dos aumentaban con la misma intensidad que mi interés.
-Nada.
-¿Y no te has fijado en que Ramón ha hecho algo novedoso? -insistió.
-Pues no.
-¿No te has dado cuenta de que es la primera vez en treinta años que Ramón toma el café sin ayuda? -me preguntó mientras señalaba hacia la cama. Allí estaba la chapa que yo había ido a comprar al taller doblada en los dos extremos para poder asirla a la almohada y para poder apoyar un vaso como si fuese una bandeja. Tan brillante como un espejo, como la idea que había tenido Ramón para poder tomar café sin ayuda. También cianuro el día que quisiera. Brillante como Ramón.
Los objetos aparecían y desaparecían. A nadie le extrañaba. Nadie hacía preguntas. Todos confiábamos en Ramón. Días antes me habían encargado hacerle un montón de fotocopias de un escrito y comprarle sobres. No lo leí, porque no me incumbía. Más tarde supe que era la carta que había entregado en mano a los amigos, exculpándonos a todos. "Cuanto menos sepas, menos tendrás que contar". Así era Ramón.
Estábamos en la última tarde. Aquella última tarde de enero del 98. A las diez de la noche esperábamos a Inés, mi segunda hija, que había ido a una discoteca a unas decenas de metros del piso. Pero se retrasó. Yo me asomaba a la ventana y me tiraba de los pelos, pues Ramón me había dicho que después de sacar el billete vendría alguien a recoger unas cosas, y la impuntualidad de Inés podía trastocar el plan trazado por Ramón. Esa persona no apareció y nunca supe su identidad. En realidad, no sabíamos unos de los otros ni el papel que Ramón nos había adjudicado a cada uno. (...)
Minutos antes de las doce sonó el timbre. Era Inés. Ramón le preguntó por el retraso y ella contestó con las evasivas propias de la adolescencia. Nos despedimos como un día normal, y al llegar a mi casa, me metí en la cama con Richi, mi hijo pequeño, quien durmió en mi habitación hasta que Yoli, mi hija mayor, se independizó. (...)
Un poco antes de las dos de la mañana me levanté sin hacer el más mínimo ruido. Escuchaba sólo los latidos de mi corazón acelerado y el movimiento de mis vértebras. Me puse un vestido entallado de terciopelo rojo que no había podido estrenar una Nochebuena cuando estaba con el padre de mi hijo pequeño. A Ramón le había contado la historia y me pidió que lo estrenase para él. (...)
No ahorré precauciones, pero quiso la mala suerte que al salir de casa me topase con una vecina y su pareja. Supongo que se preguntarían adónde iba a esas horas de la madrugada, porque nunca salía de fiesta. En ese momento no le concedí demasiada importancia a un encuentro tan inoportuno, pero en los días siguientes no pude ahuyentarlo de mis pensamientos. Era consciente de que alguien me había visto y podía contarlo. Nunca lo hicieron.
Aparqué el coche a una manzana del piso de Ramón, como previamente me había indicado. Ya me habían visto, pero igualmente le hice caso. Sabía que se iba a marchar y que era para siempre, pero no estaba disgustada ni triste, a pesar de que se acercaba el momento. "Osiña, mucha gente se marcha y a lo mejor no se vuelven a ver, como los que emigran a América", me había repetido tantas veces.
Al entrar en el piso lo encontré tranquilo. Me habló muy bajito. Lo primero que me dijo fue que estaba muy guapa con mi vestido de terciopelo rojo. No iba maquillada. Me pidió que corriese las cortinas y que sólo dejase encendida la luz de la cocina para que desde la calle nadie sintiese la tentación de fijar su mirada en una ventana con luz. Ramón dormía en el salón, y éste se comunicaba con la cocina. Había elegido esta estancia en vez de instalarse en la habitación de matrimonio, que también disfrutaba de un excelente mirador sobre la ría de Arousa, para estar en permanente contacto con la gente que iba a visitarlo. Me mandó que me pusiese unos guantes de látex, pese a que por todas partes había huellas de mi gente. Insistió en que me los pusiese para que las mías no quedasen marcadas en el vaso. Le parecía injusto que yo pudiese ir a la cárcel. A mí no me importaba contarlo todo al día siguiente ni tampoco acabar entre rejas por ayudarlo. (...)
Primero me pidió que cogiese el cianuro de potasio que se camuflaba entre las medicinas en un bote de especias, como ya he contado. Luego, que recuperase la balanza artesanal fabricada con la regla de sesenta centímetros y los dos Petitsuisse. En ese momento me di cuenta de la utilidad del invento. Seguía sus indicaciones al pie de la letra. Era sus piernas y sus manos. De vez en cuando me preguntaba si estaba tranquila. Yo le contestaba que sí, que no se preocupase por mí, que haría lo que él me pidiese. Me mandó pesar una aspirina y una cucharada de cianuro de potasio. Cianuro de potasio. A mí me parecía sal. Mientras me afanaba en cumplir sus indicaciones, hizo unas cuantas llamadas de despedida. Yo estaba absorta en lo que hacía. No quería que mi impericia pudiese estropear un plan cocinado a fuego lento durante muchos años. (...) Sí pude escuchar que hablaba con Vilma, una amiga brasileña que residía en Grecia. Mantenían una relación estrecha. Supongo que era una de las muchas enamoradas de Ramón. Después se supo que Vilma telefoneó inmediatamente al hermano para alertarle de que Ramón se iba esa misma noche. Dormía a veinticinco kilómetros contados, pero no se movió de su casa.
Cianuro y agua
Una vez pesado el cianuro, le pregunté qué hacía con él. Deposité la cantidad señalada en medio vaso de agua. Puse una pajita y se lo acerqué a la bandeja. Alguien había quedado en que pasaría por el piso para llevarse el bote que estaba casi lleno de veneno. Esa misma persona se haría cargo de la cámara de vídeo y de las cintas, pero, al faltar a la cita, Ramón me indicó que tirase el cianuro por el fregadero de la cocina. Así lo hice. También me indicó que arrojase unas pastillas que seguramente servían para lo mismo por la taza del retrete. (...) Por último, me pidió que borrase de la memoria del teléfono todos los números. Creo que sólo dejé el de la Cruz Roja.
El momento de su marcha se estaba acercando. Ramón me preguntó si quería salir en el vídeo, aunque me recomendó que no lo hiciese; estaría firmando mi confesión. Sugirió, además, que no estuviese con él durante el trance, que me fuese a dar un paseo y regresase más tarde. Me negué porque quería acompañarlo y no me arrepiento, pese a lo que sucedió. Me sentí mal, pero no lo lamento. Me da pena -entre comillas- que sucediera de esa manera, porque fue una chapuza. No sé quién le aconsejó la forma ni la cantidad. Yo estaba convencida de que se había asesorado bien. Nuestra idea, al menos la mía, era que después de que bebiese el cianuro cerraría los ojos y se quedaría dormido. (...)
Estaba contenta pensando que cerraría los ojos y se dormiría. Hasta luego, Ramón. Pero empezaron las convulsiones. Aguanté un poco mirándolo. Creía que iba a ser cosa de un instante, pero se alargó. No sé cuánto tiempo pasó. Es relativo. Para mí fue muchísimo, pero quizá fueron minutos o segundos. Empecé a sentirme mal. Me agaché y me fui de allí gateando para no ser grabada por la cámara, que seguía en funcionamiento. Busqué refugio en el cuarto de baño. Podía haberme ido a la otra habitación, pero acabé en el baño. No soportaba escuchar aquello. No sé si él sufría. Yo sí lo hacía. Me reprochaba lo que estaba sucediendo: "Esto no es lo que yo quería. Esto no, no, no...". Me tapé los oídos. No quería escuchar. (...) Las convulsiones continuaban y me dolían sus gemidos. Repito que no sé cuánto tiempo pasó. Minutos, supongo, pero se me hicieron eternos. Después, la casa quedó en silencio.
Moncha cumplió su promesa
BOIRO, 1 DE NOVIEMBRE DE 1997
QUERIDOS RAMONA CASTRO e Isolino Maneiro:
Si recibís esta carta, es porque vuestra hija Moncha cumplió la promesa de ayudarme a poner por amor fin a mi vida.
En primer lugar quiero que sepáis que amé a Moncha con la admiración y respeto que se puede sentir por alguien a quien consideramos respetable y digno, hasta el punto de comprometernos con ella -o él- en un pacto de mutuo apoyo moral, afectivo, material, espiritual, etc, etc.
Es decir, a casarnos -a desposarnos- con ella -o él.
¿Tenemos Moncha y yo hecho ese pacto de mutuo respeto y servidumbre? ¿De amor? Sí. Y a ese compromiso se le llama socialmente estar casados. Claro que si se lleva a cabo un rito y un contrato, este pacto es considerado un santo y sagrado matrimonio, mientras que si dos personas -mujer y hombre en este caso- se hacen mutua compañía por el simple hecho de sentirse contentos -decir felices sería demasiado en nuestro caso-, a menudo son linchados moralmente, tanto por la sociedad como por las mismas familias.
Sé de las tiranteces y reproches que hubo por causa de la relación afectiva de Moncha conmigo -y yo con ella- tanto por vuestra parte como de mi familia -unos por unos motivos y otros por otro-, pero si a ella le agradaba mi compañía y yo no podía hacer otra cosa que estar donde estaba, sólo quedaba esperar una solución mientras seguíamos hablando del sentido de la vida, del amor y de la muerte -y de la dignidad.
Claro que a mí -lo mismo que a Moncha- también me parecía mal el tener que dejar demasiado tiempo solos a los hijos. Pero yo también sabía de otras cosas que me hacían entender la necesidad que tenía Moncha de sentirse verdaderamente querida -y comprendida.
Claro que había -y hay- muchas personas que la quieren, pero yo -o lo que yo representase para ella- era su necesidad vital.
Sí se podría decir: ¿y a qué va adonde ese ser si realmente no le sirve para nada?
Pero... ¿hubiera sido mejor otro? Os pregunto yo. Es posible que sí económicamente, pero que le diese más afecto, cariño y ternura, no.
No sabéis cuántas vueltas le di a la idea de que su acto pudiera causaros algún sufrimiento debido a la maledicencia de las gentes, así como de posibles perjuicios derivados de un proceso judicial -es decir, de una venganza judicial-. Pero el compromiso afectivo es entre yo y ella. Si no lo pudieran entender, pensad en el asunto como algo entre una esposa y su marido -yo así lo creo.
Nosotros también pensamos en las consecuencias que nuestro acto puede tener para los demás -hijos y familia-, pero si pensamos que haríamos lo mismo por el hijo, el padre, la madre, el hermano o el amigo; así como nos gustaría que los demás nos prestasen la ayuda que de ellos solicitásemos con la finalidad de librarnos de sufrimientos inútiles, a pesar de las posibles consecuencias, creemos que debemos hacer aquello que en conciencia debemos -ayudarnos mutuamente-. Si nuestro acto tuviese consecuencias negativas para vosotros o para vuestra familia, os rogamos que no cometáis el error de culpabilizar a vuestra hija, sino a aquellos que la condenen o castiguen por librar del infierno a su marido.
Moncha hizo por mí lo mismo que yo hubiese hecho por ella. Esto podría parecer que yo utilicé a alguien querido para mis propios fines. Nada más lejos de mi intención, la verdad es que creo en el amor más que en la ley. Y vuestra hija -que es moralmente mi esposa- también.
Le podéis reprochar su conducta -considerándola una inconsciente- o sentiros orgullosos de ella, eso dependerá de vuestro modo de entender el amor humano, y del respeto por las decisiones libremente tomadas por alguien a quien paristeis. Puede que esas decisiones no coincidan con las que vosotros creéis convenientes para su felicidad o bienestar -familiar y personal-, pero fueron las suyas y espero que vosotros os sintáis orgullosos de ellas. Espero que no seáis otros jueces como religiosos o políticos. Yo tengo miedo por las posibles venganzas, pero si no nos liberamos de los miedos seremos eternamente esclavos de él.
Decía que Moncha cumplió su promesa, porque desde el momento en que nos comprometimos afectivamente me dijo que me serviría en todo cuanto de ella necesitase. Lo mismo le prometí yo a ella, claro, ¡en esa servidumbre mutua el único juez es nuestra conciencia de dos seres comprometidos en el amor!
Por diferentes motivos, yo llegué al límite de lo humanamente soportable. Mi esposa -e hija vuestra- cumplió su promesa, ¡gracias por haberla parido!
Repito: si hay consecuencias -perjuicios- para su familia -hijos- o para la vuestra o para vosotros, los verdugos responsables son otros, no ella o yo.
Perdonad que no os dijéramos lo que pensábamos llevar a cabo, ni nuestro compromiso de matrimonio. Dicen que hay un tiempo para todo bajo el sol. En este caso, creemos que el tiempo de conocer es después de los hechos consumados. ¿Por qué?
Porque los miedos hubiesen tratado de impedirnos a toda costa obrar en conciencia.
Sé de vuestra amabilidad para conmigo. Me sentí bien recibido y cariñosamente tratado. Espero que ese recuerdo perdure para siempre en vuestros corazones. ¡Adondequiera que se vayan los que se marchan yo siempre os llevaré en el mío!
Con todo mi cariño y respeto, permitidme deciros que os amé a través de Moncha.
Ramón Sampedro Cameán
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.