El precio de comprender
EN 1982 FUE la película del año, pero ni la vi. Muchos años después, encontré un libro con el mismo título, La decisión de Sophie, en la Cuesta de Moyano. Como me ocurre con frecuencia, la curiosidad que me había faltado para ir al cine me impulsó a hojearlo y a leer su contraportada. Lo compré, lo devoré y me gustó muchísimo. Incomprensiblemente, a juzgar por el favor de Hollywood y los premios consignados en la solapa, no había oído hablar de su autor, pero nunca olvidé a William Styron.
Hace poco, Capitán Swing, una pequeña editorial por la que siento una acusada predilección, me lo devolvió al enviarme otro de sus libros. Coloqué a toda prisa Las confesiones de Nat Turner sobre la pila de libros de mi mesilla, y tuve que obligarme a acabar la novela que estaba leyendo para no hincarle el diente de inmediato. Su tema me pareció tan irresistible como su condición, una ficción basada en un hecho real pobremente documentado, cuyas lagunas había rellenado la imaginación del autor.
Nathaniel Turner, líder de la única revuelta armada de esclavos negros que se produjo en el sur de Estados Unidos antes de la guerra de Secesión, fue un esclavo insólito, que no sólo sabía leer y escribir, sino que conocía la Biblia al dedillo y la predicaba a sus iguales. En 1831 consideró que un eclipse de sol era la señal divina que le ordenaba exterminar a todos los blancos del condado de Southampton, en Virginia, cuya capital no en vano se llamaba Jerusalén. Bajo su sombra, heroica para unos, criminal para otros, se crio muy cerca, casi un siglo más tarde, un niño blanco, nieto de propietarios de esclavos pero hijo de dos partidarios de los derechos civiles, fascinado irremediablemente por la negritud.
Styron cuenta en un epílogo conmovedor que en su adolescencia no tenía menos problemas para confesar a sus amigos su devoción por la cultura negra que los que habría tenido si hubiera sido homosexual.
Styron cuenta en un epílogo conmovedor, escrito 25 años después que la novela, que en su adolescencia no tenía menos problemas para confesar a sus amigos su devoción por la cultura negra que los que habría tenido si hubiera sido homosexual. Pero cuando decidió escribir sobre Nat, descubrió que no le caía bien. El verdadero Turner le pareció un fanático religioso, un hombre muy inteligente pero muy trastornado, que deliraba durante sus largos ayunos. Donde esperaba encontrar a un verdadero rebelde, un líder político carismático y consciente, halló a un Savonarola de piel oscura y se llevó un disgusto. Pero estaba convencido de que la poca documentación existente no era objetiva y, como todo autor, sintió que tenía el poder de ajustar cuentas con la realidad. Así, se puso al servicio de Nat, adoptó la primera persona con todas sus consecuencias e intentó comprender desde dentro lo que no había entendido desde fuera. Las consecuencias fueron espléndidas y nefastas al mismo tiempo.
Las confesiones de Nat Turner es una novela extraordinaria y, al mismo tiempo, la responsable del ostracismo de su autor. He leído pocos textos tan esclarecedores sobre la honestidad con la que debe afrontarse una obra de ficción basada en hechos reales, como el epílogo en el que Styron explica cómo logró ponerse de parte de Nat sin ocultar la verdad, y la desgracia que se abatió sobre su novela sólo un año después de ganar el Premio Pulitzer. Pocos libros iluminan con tanta claridad, por otra parte, el infierno en el que puede llegar a desembocar la corrección política.
Styron escribió una novela políticamente incorrecta en 1967, cuando el término ni siquiera existía. Se formuló poco después, y los afroamericanos no le perdonaron que, siendo blanco, hubiera escrito sobre Turner, y mucho menos que se hubiera atrevido a proyectar sombras en la impoluta figura de un héroe admirable. La verdad y la literatura dejaron de tener importancia cuando el niño que amaba a los negros se convirtió en un racista, autor de un paradigma de novela racista. Con el libro en la mano, es triste, es injusto y, sobre todo, es una mentira descomunal, pero los lectores afroamericanos no lo saben, porque a finales de los sesenta se convirtió en una obra proscrita.
Ahora ya sé por qué no había oído hablar de William Styron cuando compré uno de sus libros en la Cuesta de Moyano, pero no sé si me impresiona más la calidad de su novela o el precio que pagó por comprender a Nat Turner.
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