Viajar es inmoral
VIAJAR ESTÁ de moda. Cada día unos ocho millones de personas vuelan a alguna parte: los que ruedan ya resultan incontables –por no hablar de los que bogan, caminan, pedalean. Lo hacemos cada vez más, y encima nos jactamos. Pocas actividades tienen mejor prensa, en estos días, que los viajes o, mejor dicho: el viaje. El viaje forma caracteres, abre mentes, entretiene y educa, conecta a los pueblos; pronto curará el cáncer o el resfrío. El viaje parece panacea y, sin embargo, le ha surgido una contra: ahora resulta que daña la moral. O, por lo menos, eso dice un estudio terriblemente serio, tan moral.
Lo practicó la sede canadiense de la Insead –The Business School for the World–, una de las escuelas de negocios más exclusivas, sobre varios cientos de estudiantes. La idea partió, parece, de una comprobación xenófoba: que, según una nota del Wall Street Journal, los alumnos extranjeros de las universidades públicas norteamericanas hacían cinco veces más trampas que los alumnos nacionales.
Entonces, valientes investigadores decidieron averiguar si lo decisivo era que esos muchachos fueran extranjeros o que fuesen más viajados. No es una duda menor en un mundo en el que la opción de estudiar fuera del país de origen no para de crecer: la cantidad de chicos que lo hacen pasó de dos millones en 2000 a cuatro en 2015, y podría llegar a los ocho millones en 2025, dice The Economist.
La idea es que si uno viaja mucho ve que las reglas son distintas en distintos lugares.
Los valientes inventaron experimentos de lo más astutos. Uno, por ejemplo, les pide a los participantes que resuelvan unas operaciones matemáticas en unas hojas sin identificación aparente. Les prometen 50 céntimos por operación bien resuelta; al final les dan los resultados, les dicen que se autoevalúen e informen, bona fide, cuántas operaciones correctas hicieron –para cobrar el premio. El resultado fue el deseado: los participantes que más países conocían hicieron más trampas.
Los demás experimentos dieron resultados semejantes, con matices: por ejemplo que, para fomentar las “conductas inmorales”, los viajes a varios países son mucho más efectivos que las permanencias largas en un solo país ajeno. Y una precisión: que se definen como actos inmorales los que son “ilegales o inaceptables para la moral de una comunidad”. Y unas explicaciones: que “las experiencias en el extranjero pueden llevar a una conducta inmoral al aumentar el relativismo moral, o sea, la idea de que la moral es relativa y no absoluta”.
La idea es que si uno viaja mucho ve que las reglas son distintas en distintos lugares: entiende que esas reglas son el producto cultural de una época determinada, que no hay imperativos absolutos, que uno puede armarse –digamos– su propia moral: que no siempre hay que hacerle caso a lo que te dicen papá mamá el señor cura la señora maestra los señores maderos. Eso, también, enseñan los viajes –y si alguien dirige una escuela de negocios parece que le preocupa y lo investiga.
A nadie se le ocurrió preguntarse por esa inferencia incómoda que se podría sacar de estos estudios: si la moral es función de la ignorancia, si es necesario conocer poco para aceptar sin más las reglas. A alguno, mientras, sí se le ocurrió jugar con eso. Un psicólogo inglés, Ben Ambridge, inventó a partir de estos experimentos un test bastante simple: te pregunta cuántos países –de una lista cerrada de 50– conoces. Cuantos más, más dudosa debería ser tu moral: yo, con perdón, en ese test resulto un depravado, y no puedo evitar que me dé cierto orgullo.
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