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Columna
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A Virgilio Piñera

QUERIDO VIRGILIO: No voy a hablarte del destino porque daría pie a una de tus burlas, siempre útiles, oportunas: hasta ellas formaban parte de tu mayéutica. ¿Y si es cierto que lo importante son los puros hechos? Y el puro hecho es que mi vida cambió cuando te conocí una noche de julio de 1975, en aquella quinta, Villa Manuela, que tú rebautizaste La Ciudad Celeste, porque el soportal había perdido el techo y en la noche, allí refugiados, veíamos las estrellas. Yo tenía 21 años; tú, 63 (la edad que tengo yo ahora). Yo quería ser escritor, estudiaba Filología en la Universidad; tú ya lo eras, y grande, consagrado; venías de regreso de hermosas batallas con Lezama Lima en Orígenes; con Gombrowicz, con Bianco en la revista Sur de Buenos Aires; y hacía ya mucho (30 años) que habías inaugurado el verdadero teatro cubano con Electra Garrigó, y publicado tus extraordinarios Cuentos fríos, y ese poema categórico, La isla en peso./

Sin embargo, a pesar de quién eras verdaderamente, vivías invisible, “fantasmado” (ese verbo que inventaste), en una ciudad que había decidido ignorarte.

La Habana se había convertido en una ciudad fría y gris, casi siberiana. No por la meteorología, claro: si algo no logró el Comandante, muy a su pesar, fue arrancarnos de aquella latitud, entre el Caribe y el golfo de México. La culpa era de la atmósfera de terror estalinista en que vivíamos. No publicabas desde 1968. No existías. El poder había decidido tu desaparición. Te habían escondido en una oficina de la calle de Belascoaín; traducías del francés novelas vietnamitas (Noup, héroe de las montañas; Las pantuflas del venerable jefe del distrito).

A pesar de todo, y porque estábamos vivos (doblemente vivos: teníamos la literatura), qué felices nos creímos durante esos cuatro años, los últimos de tu vida.

A pesar de todo, y porque estábamos vivos (doblemente vivos: teníamos la literatura), qué felices nos creímos durante esos cuatro años, los últimos de tu vida. Por encima del miedo, qué fiesta conocer a aquellos autores que, con ardides atractivos, me obligabas a conocer: Baudelaire, Villiers, Schulz, Flaubert, Musil, y (¡sobre todo!) Proust. Qué placer escucharte leer cada sábado un poema, un cuento, una pieza de teatro.

Supiste, por supuesto, el extraordinario ejemplo que me (nos) dabas. Un ejemplo que nada tenía que ver con el Hombre Nuevo, sino con el escritor de siempre. La “pasión fría” de escribir, la tenacidad de hacerlo en cualquier circunstancia, el empeño de “dar fe” aun cuando no hubiera editor, lector, éxito, fracaso, ni siquiera esperanza. La certeza de que la literatura no es un derbi. Que da lo mismo ganar o perder, que lo importante es el juego.

De otra manera, ¿cómo interpretar que en medio de aquel páramo, convertido en no-persona, te hubieras levantado cada día a insistir sobre la virgen página, a “machacar”, como decías con argot pugilístico? ¿Cómo entender que en 11 años de “muerte civil” dejaras inéditos ocho libros?

Ante esa prueba, no hay mucho que agregar, querido maestro. Agradecerte siempre es recordar que, por encima de cualquier felicidad o catástrofe, el único camino consiste en la obstinación. Arañar la piedra. Intentar descubrir si allí dentro aparece, aunque sea lejano, el brillo de algún poema posible.

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