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El sueño europeo de Claudio Magris

Gianfranco Trípodo
José Andrés Rojo

YA CASI al final saltó el tema de “la persuasión”. Es un concepto acuñado por Carlo Michelstaedter, un escritor de Gorizia que se suicidó de un disparo a los 23 años y al que Claudio Magris ha reivindicado siempre. “La persuasión es la posesión presente de la propia vida y de la propia persona, la capacidad de vivir a fondo el instante sin la maniática angustia de quemarlo pronto”, sostenía.

¿Lo ha conseguido? ¿Ha logrado vivir de acuerdo a esa persuasión? Lo he intentado. No estar pendiente de lo que va a venir y aprender a disfrutar de cada momento. Pero no es fácil.

Hombre de letras y viajero empedernido, Magris tiene la capacidad de contagiar de inmediato su pasión por las palabras y el conocimiento y arrastra ese aire elegante y sofisticado de los viejos europeos, de aquellos brillantes intelectuales que parecen ya un vestigio de una época desaparecida. Empezó a leer desde muy joven y terminó convirtiéndose en un germanista de referencia. Nació en la ciudad italiana de Trieste en 1939, estudió en Turín. Se dedicó a dar clases de lengua y literatura alemanas, tanto en Turín como en su ciudad natal. Traductor de Ibsen, Kleist y Schnitzler, ha escrito libros inclasificables como El Danubio, donde se sumergió en los grandes conflictos que han marcado la cultura centroeuropea, novelas (Conjeturas sobre un sable, Otro mar y No ha lugar a proceder, la última, entre otras), ensayos (Utopía y desencanto, por ejemplo), libros de viajes, piezas teatrales. Le han concedido numerosos premios, entre ellos el Príncipe de Asturias (2004), el de la Paz de los Libreros Alemanes (2009) o el de la FIL de Guadalajara (2014).

“tuve la infinita suerte de vivir en un momento en el que las cosas que sé hacer encontraron un mundo que las apreciaba”.

Claudio Magris estuvo en Madrid para recibir otro, el Francisco Cerecedo, que concede la Asociación de Periodistas Europeos. La entrevista tuvo lugar un día raro: era fiesta en Madrid y acababa de ganar las elecciones Donald Trump. Así que la ciudad estaba parada y era fácil proyectar en sus calles vacías una atmósfera de profundo abatimiento. Magris, de hecho, tenía mala cara, un poco de cansancio, la resaca de una de esas gripes enojosas. “Hoy es más necesario que nunca un verdadero Estado europeo, federal y descentralizado pero orgánico en sus leyes, respecto al cual los actuales Estados sean lo que hoy son las regiones para cada Estado”, dijo un día después en su discurso de agradecimiento del premio.

¿Qué ha pasado en Estados Unidos? Aunque hubiera ganado Hillary Clinton, que era lo yo quería, hay algo que no funciona bien en el sistema. Trump, más allá de lo indecente de sus expresiones y de sus burdas maneras y de su discurso simplista, que son impresentables, constituye la expresión de una ruptura que no solo ocurre en Estados Unidos, sino en el mundo entero. Existe una gran plebe que no está politizada: pienso en los blancos pobres, en los negros pobres, y creo que entre ellos ninguno ha pensado nunca políticamente.

¿A qué se refiere? Si me fijo en Italia, toda la cultura democrática en la que me reconozco, y en la que incluyo al viejo partido comunista, daba por sentado que existía una ciudadanía politizada a la que había que convencer para obtener su voto. Ahora lo que ha aparecido es una amplia población que vive por debajo, o al margen, de cualquier tipo de comprensión de lo económico, de lo cultural, de lo público. Trump ha conseguido convencer a esa América (que no está solo en América) de que es su voz.

Algo de eso fue lo que hizo Berlusconi, ¿no? Supo dirigirse a esa pequeña burguesía a la que se había abandonado en una suerte de ciénaga. Y llegó y les dijo: yo soy como vosotros. Evidentemente yo estoy en contra de todo esto, pero lo que ha ocurrido en Estados Unidos no es una victoria del Partido Republicano sobre el Partido Demócrata. Es una transformación política mucho más grande y peligrosa que no se puede infravalorar. Existe una América que no se siente representada en la América de Wall Street, de los liberales, de las grandes familias conservadoras –como la de los Bush–, del intervencionismo militar, ni siquiera en la del moralismo republicano que encarnó hace cuatro años Sarah Palin. Aquella América era todavía la América de los que cuentan.

¿Y cómo es ahora? Confieso que cuando el FBI sacó de nuevo en la campaña el asunto de los correos electrónicos que podían perjudicar a Hillary Clinton pensé que aquello se había convertido en una guerra de bandas. Yo soy, por mi edad y mi educación, un hombre del siglo XX y sé, o creo saber, cuáles son los valores que defiendo y por lo que estoy dispuesto a luchar. Y no me dejo turbar por los cambios que se están produciendo, pero me preocupa lo que se puede perder. Hoy los instrumentos políticos con los que se libran las batallas están en la web, en las redes sociales, que es donde se está creando la opinión pública. Y en ese ámbito me encuentro como un combatiente que está fuera de lugar, que utiliza el arco y las flechas en un mundo donde ya solo sirven las pistolas y los fusiles./

Vayamos a Magris. ¿Cómo fue su infancia? Empecemos por una constatación. Yo me considero generacionalmente afortunado. Nací en 1939, y eso significa que me libré de la guerra, de los combates. Es verdad que me acuerdo de los bombardeos y de la ocupación, pero no tuve que sufrir directamente en ningún frente. Cuando fui joven me tocó una sociedad llena de libertad, de iniciativas, de trabajo, se vivía un buen momento económico. Yo he desconocido la ansiedad de no saber qué podía hacer. El mundo fluía. Para la generación de mis hijos –uno tiene 50 años ahora; el otro, 48–, las cosas fueron ya mucho más difíciles. Y hoy, si pienso en mis estudiantes de unos 20 años o en los que tienen ya 30, la situación es terrible. Yo tuve la infinita suerte de vivir en un momento en que las cosas que sé hacer encontraron un mundo que las apreciaba.

¿Hay algo que haya marcado su formación? Fue muy importante lo que ocurrió en el año 1945 en Trieste. Como cuento en mi última novela, la guerra no terminó allí ese año, sino en 1954. No es que continuara exactamente la guerra, lo que existía era un Gobierno de los británicos y los estadounidenses mientras se decidía qué iba a pasar con la ciudad, si iba a caer del lado de Italia o se incorporaría finalmente a la Yugoslavia de Tito, que desde 1948 formaba ya parte del mundo de Stalin. La resistencia en Trieste fue particularmente complicada, y por entonces terminaron un poco enfrentándose todos contra todos: los nazis y los fascistas contra los resistentes italianos; los partisanos comunistas contra los partisanos democráticos; las tropas de Tito peleaban al mismo tiempo contra los nazis y los fascistas y contra las democracias vencedoras; los fascistas italianos estuvieron con los nazis, pero como también eran nacionalistas al final se enfrentaron a ellos. En fin, un caos. Naturalmente yo no era consciente de lo que pasaba entonces, pero la sensación dominante era la de no saber cuál iba a ser tu futuro. Y eso terminó siendo una gran escuela. La resumió muy bien el cabaretero alemán Karl Valentin, del que tanto aprendió Brecht. Decía: “Incluso el futuro era antes mejor”.

Esa especie de futuro sin futuro. La idea de que puedes construir algo es importante, de que hay un porvenir que puede ser diferente, que puedes cambiar el mundo. Frente a eso, lo que se impone hoy es que el futuro se ha fundido. Ya no solo por aquella estúpida teoría de Fukuyama del fin de la historia. Pero yo sigo creyendo eso, que el futuro se puede construir.

¿Es entonces optimista? Pesimista con la razón, optimista con la voluntad. Creo que esa voluntad de construir, de crear algo distinto, es lo que da sentido a nuestro presente. Yo he crecido con esa fe en la utopía. Pero al mismo tiempo con ese precoz desencanto que me daba la historia de Trieste, esa especie de no future. No me hubiera ocurrido de haber vivido entonces en Milán o Turín.

En Turín estudió Germánicas. ¿Hablaba alemán desde niño? Mi padre hablaba muy bien el francés y el inglés, pero no el alemán. Mi abuelo era de la región de Friuli [noreste de Italia] y llegó con su esposa y sus hijos a Trieste [entonces bajo el Imperio Austrohúngaro] para buscar trabajo, pero no quería convertirse en ciudadano austriaco. Así que hacia 1915 terminó en Pistoya, en la Toscana, donde su hijo hizo la secundaria. Mi madre, en cambio, era típicamente triestina. Su familia, de nombre Grisogono, venía de la pequeña nobleza veneciana, tenía un lejano origen griego, y se instaló en la costa dálmata. Teníamos unos primos croatas. No los frecuentamos mucho. En el siglo XIX en aquella familia había dos hermanos: uno decidió ser croata, y el otro, italiano. Mi madre hablaba alemán y francés, nada de inglés. Yo empecé a estudiar el alemán en la escuela, con 11 años.

¿Qué recuerda de entonces? Me acuerdo de la enorme influencia que tuvo sobre mí un profesor de alemán, del que he hablado en El Danubio. Cuando tenía 14 años, una vez me pidió que le hablara de la relación del Fausto con la Revolución Francesa. Así que me puse a darle vueltas y, al rato, decidí explicarme: “Yo pienso…”. Me interrumpió de inmediato: “¿Qué vas a pensar tú, miserable? Deja de pensar”. Y luego me dio una hermosa lección de aquella Alemania, con esa extraordinaria cultura literaria, filosófica, musical, pero incapaz de renovarse políticamente.

Y después fue a Turín, ¿no? Antes estuve en Roma, en el Centro Experimental de Cine: quería ser director. Cuando hice la selectividad me tocó en el tribunal un gran crítico literario, Giovanni Jetto, que me propuso que fuera a estudiar a Turín, que era en aquel momento una ciudad interesantísima. Durante los años que estuve en la facultad, prácticamente duplicó su población, de 700.000 a 1.300.000 habitantes, gracias a la inmigración que procedía del sur. Tenía todos los problemas asociados a la inmigración, era la ciudad donde habían nacido el comunismo, el liberalismo moderno, donde se había producido una gran transformación industrial, era la capital del antifascismo: un poco Detroit y otro poco Leningrado. Una ciudad con una doble alma, que me resultó muy útil. Tenía algo de gitana, por su indolencia, pero también la libertad de saber dónde quería ir./

¿Cómo fue su paso por Turín? Fue allí donde empecé a leer a autores triestinos. Yo había sido un lector muy precoz. A los 13 años ya andaba con Tolstói, con Dostoievski, recitaba un montón de poemas de memoria. Pero jamás había leído una sola línea de un autor triestino. Eso les ocurre siempre a los jóvenes con las cosas de casa.

¿Qué encontró en esos autores triestinos? Comencé a leer libros de Saba, de Svevo…, y me di cuenta de que Trieste no era solo la ciudad que conocía, la de los baños en el mar y los lugares próximos, sino que había otra que venía de mucho antes de que naciera, la ciudad que había pertenecido durante siglos al mundo de los Habsburgo. Fue entonces cuando surgió la tentación de explorar esa identidad múltiple en la que la lengua alemana tenía un importante papel. Cuando fui a explicarle a mi director de tesis que quería hacerla sobre el mito habsbúrgico, no entendió nada. Bueno, es que yo tampoco sabía lo que quería hacer. Me sucede siempre: tienes una idea vaga del mundo en el que quieres entrar, y solo cuando llevas adelantada ya la mitad de un libro empiezas a entender lo que de verdad estás escribiendo.

“soy pesimista con la razón, optimista con la voluntad. He nacido con esa fe en la utopía y con el precoz desencanto que me daba la historia”.

Los años sesenta y la revuelta de Mayo del 68: ¿cómo vive esa época que tanto ha influido después? En 1968 andaba yo enseñando un tiempo en Trieste y otro en Turín. No me tocó nada del 68 más agresivo, violento, sino algo muy pequeño. Sin comparación con lo que ocurrió en otros lugares del mundo. Lo viví como una extraña mezcolanza: un montón de impulsos por la liberación, pero que, al final, han conducido al triunfo universal del consumo. Se conquistaron nuevos terrenos de libertad, lo que es importantísimo, y se consiguió que mi deseo fuera un derecho. Pero lo he visto también como Jacques Lacan, que no era ningún reaccionario, y que dijo: “Voy a buscar un patrón, pero estate tranquilo, que lo encontraré”. Me gusta lo que escribió Pasolini, de manera bellísima, después del referéndum sobre el divorcio. Le pareció justo que se aprobara. Pero hizo un matiz: no era solo un voto sobre la obligación o no de permanecer junto a una persona con la que te has comprometido; era también un voto con el que se acababa la posibilidad de buscar salidas creativas a una relación cuando esta entra en crisis. Temía que esa relación se convirtiera en algo intercambiable: hoy me pongo una cosa, mañana otra.

Hábleme de Marisa Madieri, su primera esposa y la madre de sus hijos, que murió hace unos años [Magris vino a Madrid acompañado de Jole Zanetti, su compañera actual]. Marisa era mi columna vertebral. La conocí…, me acuerdo perfectamente del momento. Fue en el Liceo, durante una reunión en el aula magna, estaba con mis dos grandes amigos, con los que había armado un triunvirato indestructible, cuando una muchacha levantó la mano para hacer una pregunta. Y de pronto pin, como dice Lawrence, y estaba en sus manos. La frecuenté poco durante aquel año, luego se fue a Inglaterra, a un campo de refugiados, como ha contado en Verde agua. Cuando regresó volvimos a encontrarnos. Era el año 1962, cuando para ella se inició todo; para mí había empezado en 1957. Luego nos casamos en 1964.

Tuvo que ser un golpe muy duro. Después de la muerte de Marisa, en 1996, una amiga, la política y periodista Rossana Rossanda, me pidió que le mandara una foto de esa persona que tanto le había interesado después de leer su libro. Me planteó un problema muy complicado porque tenía muchas fotos, ¿cuál elegir? Enviarle una imagen de Marisa a los 25 años era ridículo. Así que me puse a pensar en cuál es esa fotografía que nos retrata de verdad. No puede servir la que te hicieron de niño pequeño, tampoco aquella en la que ya eres un anciano. Al final decidí que la verdadera foto para contarnos es aquella que nos retrata 10 años antes de los que tenemos ahora. Busqué una de Marisa que respondiera a ese cálculo. Y se la envié a Rossana.

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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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