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Columna
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Nosotros no somos racistas

Manuel Rivas

CARLOS ARTURO Sánchez Rojas está a punto de dejar el fútbol. Creo que es una noticia que debería abrir las secciones de deportes en toda España. Son muchas páginas y horas y horas de televisión y radio las dedicadas al fútbol. Es un tiempo que ha adquirido el estatus de sagrado. Inamovible. Nadie interrumpiría una retransmisión deportiva ni siquiera para informar de que el presidente del Gobierno español ha dejado de ver el semanal partido del siglo para acudir a un estreno de teatro.

Tal vez no han oído hablar nunca del futbolista Carlos. No es una figura. No es una estrella. Juega en un equipo gallego del Grupo 5 de Primera Regional. Pero que Carlos deje el fútbol es una pésima noticia. Para él, para el fútbol español y para todos nosotros. Para la sociedad entera. Lo deja porque no soporta más racismo.

Que Carlos Arturo Sánchez deje el fútbol es una pésima noticia. Para él, para el fútbol español y para todos nosotros. Lo deja porque no soporta más racismo.

Pertenece a ese fútbol de clases subalternas, en primera línea de un territorio de riesgo. Exponiéndolo todo. Es un trabajador del balón, sus piernas no están aseguradas, pero sus goles pueden tener esa belleza de quien arranca un matiz insólito a la ley de gravedad. Él no aspira a un balón de oro, sino a un “minuto de oro”, ese instante en que los náufragos visualizan el sueño del rescate, el fin de la pesadilla. Desde que comenzó a jugar al fútbol, en infantil, Carlos supo que tenía que bregar no solo para ganar el partido, sino para poner fin, cada tarde de domingo, a la pesadilla.

La pesadilla de Carlos no está en el campo de juego. Ahí es feliz. Ahí puede pelear el balón. Abrir un vacío y zafar por él. Ese placer rítmico de hacer real la combinación ensayada. La pesadilla está al acecho, pegajosa, entre el público. Carlos nació en Barranquilla, Colombia. Emigró de chico con su madre, casada con un español. La pesadilla lleva 22 años agrediéndolo. Insultándolo por el color de la piel. Al principio, tenía la esperanza de que fuera pasajero, como un mal aire. Procuraba que los insultos no le impactasen. Que pasaran de largo. Pero la pesadilla seguía allí, perseverante. Podía ser una o multiplicarse en masa. Al salir del campo: “¿Nosotros? Nosotros no somos racistas”.

Gente que no te conoce. Gente que no sabe nada de ti. Gente que dispara odio con la boca. Peor que una lesión en el campo, esa corrosión permanente del insulto que busca las entrañas.

“Negro, mono, hijo de puta, negro de mierda… Llevo padeciendo insultos racistas desde que jugaba de infantil”, le declaró Carlos Arturo Sánchez al periodista Pablo Penedo, de La Voz de Galicia. Y anunció que quería dejarlo: “Me asquea el fútbol. Es increíble que esto siga pasando en el siglo XXI”.

Nunca hubo consecuencias. Nunca hubo una intervención oficial contra estas agresiones. El racismo es la causa principal de los incidentes de delitos de odio registrados en España, según datos del Ministerio del Interior. Pero el fútbol parece funcionar como un mundo aparte, un feudo con poderes inescrutables, un microestado dentro del Estado.

Los insultos racistas en las gradas, como los gestos y gritos simiescos para herir a un jugador, no implican solo a los autores. Si dentro y fuera del estadio hay silencio, suspensión de las conciencias e inacción de los poderes públicos, esos insultos van a formar parte de la composición de la atmósfera, son insultos que respiramos, que nos contaminan y envenenan el futuro. Hay señales de que el racismo, como la basura nuclear, puede expandirse de nuevo a una velocidad radiactiva. Poco antes de la transferencia de poder en Estados Unidos, toda una alcaldesa, Beverly Walling, regidora de Clay, en Virginia Occidental, escribió en Facebook sobre Michelle Obama: “Ya estoy cansada de ver a una mona con tacones”. No sé nada de esta Beverly. Seguramente tendrá una excelente opinión de sí misma, pero lo que expresa es un paradigma de la expansión del pensamiento sucio.

Carlos Arturo Sánchez dice que va a dejarlo. Que tira la toalla. Pero con su coraje le ha dado la vuelta al silencio. Ha roto la línea férrea de la pesadilla. A otros corresponde salir con decoro de esta vergüenza. Lo sabremos el día en que, nada más oírse un insulto racista, el juez del partido toque el pitido final.

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