El realismo mágico a fuego lento
Madrid Fusión abre la puerta a la poderosa, poética y contradictoria cocina de Latinoamérica
La eterna pregunta, aún sin respuesta o puede que con una respuesta demasiado clara aunque no admitida en el nivel oficial: ¿de verdad hay una identidad latinoamericana? (colóquese, si se desea, cualquier otro adjetivo detrás del sustantivo. Pongamos por caso ¿de verdad hay una identidad europea o, dicho más castizamente, qué tiene que ver Cangas de Morrazo con Gelsenkirchen?). Los europeos tendemos a considerar que Latinoamérica es una, para lo bueno y para lo malo. Pero si se escucha y se contempla a cocineros tan alejados en lo conceptual, lo formal y lo anecdótico como Charlie Otero (Colombia), Kurt Schmidt & Gustavo Sáez (Chile), Rodrigo Pacheco (Ecuador), Inés Páez (República Dominicana), Germán Martitegui (Argentina) o Mauricio Giovanini (argentino afincado en Marbella) enseguida uno tiende a contestar que no, y que como mucho la suma de las identidades hace la fuerza y bla, bla, bla, lo que no deja de ser verdadero y atractivo a un tiempo.
Es verdad que las fronteras de identidad entre los grandes chefs las marcan más la técnica que la bandera, más el producto que el himno y más la investigación que el nacionalismo… pero si la cocinera, chocolatera y activista venezolana María Fernanda di Giacobbe afirma que “todos los países de Latinoamérica somos nacionalistas”, por algo será.
Madrid Fusión ha concedido un evidente protagonismo al Cono Sur. El lunes, Germán Martitegui (Restaurante Tegui, Buenos Aires) explicó la brutal apuesta de su proyecto Tierras, por el cual lleva recorridos 30.000 kilómetros por todo el vasto país en busca de —por un lado— el producto milagroso y ancestral y —por el otro— el productor que obra el milagro en un ejercicio de sostenibilidad sin parangón o poco parangón en el mundo.
Y de pronto, el enorme y frío auditorio del Palacio de Congresos de Madrid se convierte en una rumba de colores y sabores. En Colombia hay 95 frutales diferentes. Muchos colombianos caribes no conocen las frutas que se dan en el Amazonas, los que allí viven no saben de las que crecen en los Andes y los moradores de las montañas no han oído hablar de los manjares que caen de los árboles en el Pacífico colombiano. Por supuesto, aquí en Europa, de las frutas colombianas conocemos seis o siete, y eso en el caso de los muy fans. Mango, guayaba o papaya sí, claro. Pero ¿caimito? ¿patilla? ¿mamón? ¿curuba?
Toda esa Babilonia hortofrutícola la mete el chef Charlie Otero (restaurante La Comunión, Cartagena de Indias) en sus cazuelas y en sus robots de cocina. Utiliza sin freno la técnica y la tecnología pero las pone al servicio de lo ancestral: lo que cocinaba la abuela, los mercados de los pueblos, el sabor de la montaña. Y la señora Libia.
Libia Berrío hace el mejor mongo-mongo de Colombia. Lo dice Charlie Otero desde el escenario y lo dice ella desde un vídeo: “Ojalá Dios me conserve estas manos para hacer los dulces”. La señora Libia y el joven chef cartagenero le echan al mongo-mongo lo que sea menester, guayabas, mora, banano, papaya, ñame y hasta una eternidad frutal. Sale lo que es: un dulce poderoso y untuoso que es para muchos colombianos la magdalena de Proust y para muchos clientes de La Comunión, una dulce y desconocida bomba. ¿Sabor? Infinito. ¿Precisión? La justa. “Es la imprecisión del sabor perfecto”, sostiene Otero, para quien el mongo-mongo o un buen envuelto de trucha, maíz y frutas como el que ha cocinado en directo encierran el realismo mágico en toda su esencia, con permiso de García Márquez.
Y luego está Mauricio.
Mauricio Giovanini es argentino de Córdoba pero oficia en el Messina de Marbella (una estrella Michelin: estén atentos, llegarán más). Le gusta el fútbol, que ve en el iPad, medio a escondidas. Se pone música en los cascos para cocinar. De vez en cuando desaparece tres días del restaurante. Su mujer y los miembros de su equipo saben que volverá por la puerta grande. “Estamos tranquilos, sabemos que vendrá con nuevas ideas para poner en marcha”, explica entre risas uno de ellos.
Y entretanto, Giovanini trabaja con parecidas dosis de poesía y ciencia cosas tan poco poéticas como el gelatinoso morro de una raya, las asaduras de pulmón, corazón o hígado de chivo (cabrito) y los colágenos gelatinosos y —todo hay que decirlo— un poco repelentes a la vista, que ensalza como los mejores espesantes naturales que parió el planeta mundo y con los que se monta lo que sea, qué sé yo, un ajoblanco con nuez de Macadamia y quisquillas.
¿Cuánto glamour puede ofrecer a simple vista una zanahoria glaseada con nueces garrapiñadas? No es lo que más del mundo, admitámoslo, pero el postre que los chilenos Kurt Schmidt & Gustavo Sáez (99 Restaurante, Santiago) cocinan y ponen ante los ojos de más de 1.000 personas en Madrid Fusión provoca un largo “ooooh” y un aplauso encendido. Si fuéramos niños, diríamos, con Juan Tamariz, “¡magia potagia!". También sigue encendido el horno. El de una creatividad latinoamericana diversa, contradictoria, ensoñadora, nacionalista y universal. Todo mezclado, como un buen mongo-mongo.
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