Hay que ser muy osado
PARECÍA UNA PELÍCULA”, exclamó un testigo en el telediario. Sin embargo era cierto como la vida misma. O como la muerte misma, puesto que el hombre que yace en el suelo acaba de expirar. Igual que en el cine, de acuerdo, sí, con los brazos abiertos en cruz y las piernas ligeramente separadas, pero también igual que en la realidad. El difunto, embajador ruso en Turquía, fue abatido a tiros por el hombre de la pistola, un joven de 22 años que pretendía vengar de este modo a las víctimas de Putin en Alepo. El cuerpo del difunto se encuentra cerca del atril porque fue sorprendido por la espalda, en medio del discurso inaugural de una exposición de fotografía, ya lo deducirán ustedes de los cuadros que cuelgan de las paredes del recinto.
Una vez más, la vida (pero también la muerte) imita al arte. La escena posee la carga retórica de un fotograma. Observen la actitud del pistolero, sorprendido con el pie derecho ligeramente despegado del suelo, sobre el que se proyecta una tenue sombra, y atiendan luego al desconcierto que los disparos producen en el fondo de la sala, donde los asistentes tratan de ponerse a salvo. La falsificación del arte (o de la vida) ha llegado a unos límites que a veces no hay manera de distinguir si fue primero aquel o aquella. Se diría que en ocasiones la realidad y su copia nacen al unísono. El efecto de ficción aumenta cuando uno repara en el punto de vista desde el que se tomó la imagen. Hay que ser muy osado para disparar la máquina a una distancia tan escasa del oído del pistolero, que afortunadamente no se dio la vuelta.
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