La rebelión del sebo
LA INSURRECCIÓN estalló como una bomba del futuro: en pocos días, toda la India estaba en llamas. La magia ya había durado demasiado: durante 100 años una empresa privada inglesa, la British East India Company, había dominado el subcontinente; durante 100 años, 100.000 funcionarios y soldados británicos habían conseguido controlar a 200 millones de indios, pero ya no.
El rumor se hizo clamor: la grasa era sebo de cerdo, decían los soldados musulmanes; no, sebo de vaca, decían los hindúes.
Corría mayo de 1857, y la agitación había empezado un par de meses antes, cuando llegaron a los cuarteles aquellos fusiles nuevos, unos Enfield: para cargarlos cada soldado debía abrir con los dientes el cartucho de papel, echar en el cañón la pólvora que contenía y meter el papel con los perdigones. El cartucho entraba muy justo; para facilitarlo estaba engrasado y, pronto, el rumor se hizo clamor: la grasa era sebo de cerdo, decían los soldados musulmanes; no, sebo de vaca, decían los hindúes –y tardaron poco en acordar que debía ser una mezcla de ambos–. Sus dioses lanzaban alaridos: cada mordisco a los malditos cartuchos era una blasfemia.
Los soldados protestaron, sus jefes ingleses no les hicieron caso. En un cuartel de Calcuta algunos se negaron a obedecer y los colgaron; el ejemplo cundió –y otros muchos terminaron en la horca–. En menos de dos meses todas las tropas nativas se habían rebelado; mataron a ingleses, quemaron sus casas y declararon la independencia de la India. Eran los tiempos en que Inglaterra no perdía: los combates duraron un año y causaron 100.000 muertos. Cuando terminaron, la reina Victoria disolvió la Compañía; el Imperio Británico dominaría la India sin más intermediarios hasta 1947. Ahora, a siglo y medio de esas luchas, ingleses han vuelto a rebelarse contra el sebo.
“Los nuevos billetes de 5 libras contienen grasa animal bajo forma de sebo. Esto es inaceptable".
La civilización es el camino hacia la abstracción de ciertos conceptos: las formas de representar la riqueza, por ejemplo. Hace casi 3.000 años un rey lidio tuvo la idea de poner su sello en trocitos de oro o plata para garantizar que tenían el peso que decían que tenían, e inventó las monedas. Hace sólo 800 unos venecianos decidieron que era mejor no cargarlas en las travesías difíciles, y las reemplazaron por unos papeles firmados que decían que valían lo mismo. El cheque y el papel moneda tardaron en imponerse, pero terminaron pareciendo la forma natural del dinero. Pronto las tarjetas de plástico o la información en un teléfono o una pupila terminarán por desbancarlos, pero los bancos nacionales siguen imprimiéndolos. Y el Banco de Inglaterra lanzó, este año, una innovación que parecía astuta: el papel moneda dejaría de hacerse con papel. Lo reemplazaría un plástico – unos polímeros– que se podría tratar como decimos que tratamos al dinero: con desprecio. Los nuevos billetes se podrían doblar, arrugar, incluso lavar en una máquina; no se romperían, no olerían, durarían unos cinco años –el doble que un papel–. El primero apareció en septiembre: un billete de cinco libras con la cara del viejo Churchill y una tirada de 440 millones de ejemplares.
Y todo era calma –módicamente– satisfecha hasta que alguien descubrió que esos polímeros se hacían con sebos animales. El señor se llama Doug Maw, pero no lanzó una rebelión armada. Es el momento de volver a recordar la frase más boba de Karl Marx: la tragedia, la farsa. Más acorde con los tiempos, el señor Maw inició una petición para retirarlos en change.org: “Los nuevos billetes de 5 libras contienen grasa animal bajo forma de sebo. Esto es inaceptable para millones de veganos, vegetarianos, hindúes, sijs, jainitas y otros”. La semana pasada llevaba 130.000 firmas; las religiones, sabemos, no se rinden.
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