Cuento de Navidad
EL ABUELO empezó a escribir tres años después de jubilarse
El retiro forzoso le alcanzó cuando aún era un hombre jovial, saludable y lleno de energía, tanto que estuvo a punto de acabar con él. Su nieto Jorge era muy pequeño entonces, pero su memoria le recordaba como una figura en perpetuo movimiento. Se apuntó a un gimnasio, a un club de senderismo, a una asociación de voluntarios, a un grupo que recorría cada fin de semana las líneas del frente de Madrid en la Guerra Civil, se matriculó en una academia para aprender alemán, en otra donde preparaban el acceso de personas mayores a la universidad, en un curso de pintura… Hizo de todo, lo intentó todo excepto una escuela de escritura, y sin embargo, cuando aquel horario frenético se fue depurando, reteniendo lo esencial para desprenderse de lo superfluo, la escritura se convirtió en el eje que articuló su vida.
Mientras su vida encajaba de nuevo en una rutina exacta y provechosa, dejó de quejarse, de lamentar su jubilación, de reclamar la atención de sus hijos.
Se levantaba pronto, iba y volvía del gimnasio, se duchaba y se sentaba en su mesa hasta la hora de comer. Por las tardes, tras la siesta, intentaba que su mujer le acompañara en un paseo largo, y cuando no lo conseguía, salía solo. Luego volvía a sentarse, a corregir lo que había escrito por la mañana, hasta la hora de cenar. Así, mientras su vida encajaba de nuevo en una rutina exacta y provechosa, dejó de quejarse, de lamentar su jubilación, de reclamar la atención de sus hijos. Su mujer estaba encantada con aquel cambio que le había devuelto el buen humor, las ganas de vivir, y el resto de la familia aprobaba con entusiasmo la chifladura literaria que producía como mínimo un folio diario, a veces dos, que nadie se molestaba en leer.
El abuelo escribió una trilogía, tres novelas muy largas que al final se convirtieron en cinco para ocupar casi 20 años de su vida. Al terminar de corregir la última, estaba a punto de cumplir 86, y se murió de pronto, víctima de una esclerosis múltiple que le fulminó cuando nadie lo esperaba. Todos le habían insistido mucho en que dejara de fumar, de beber cerveza, de tomarse un whisky, o dos, cada noche, él había respondido reduciendo todos sus consumos sin abandonar ninguno, pero, aunque no se atrevieron a decirlo en voz alta, todos comprendieron que lo que le había matado había sido dejar de escribir, poner el punto final de la novela que cerraba el ciclo. Por eso nadie se atrevió a tocar los manuscritos, y los diez gruesos volúmenes, dos por cada libro, encuadernados con canutillo, siguieron reposando en una balda de la estantería de su despacho hasta que a Jorge se le ocurrió hojear el primero un día de Navidad, mientras se aburría después de comer en casa de su abuela con toda la familia.
Sus padres se marcharon y no quiso irse con ellos. Eran más de las ocho cuando le pidió a su abuela una bolsa para llevarse a casa el primer libro. Te lo devuelvo un domingo de estos, anunció, y nunca lo hizo. Los manuscritos se fueron amontonando en su propia estantería mientras devoraba la historia oscura y compleja de un mundo fantástico, una familia rica y otra pobre, una guerra que duraba siglos, un amor imposible, el honor y la gloria.
–¿Qué haces, Jorge? –le preguntó su madre después de dos meses, intrigada por la cantidad de horas que aquel chico de veintipocos años pasaba encerrado en su cuarto, con el ordenador inactivo.
–Estoy leyendo las novelas del abuelo –contestó él–. Son buenísimas.
–¿Buenísimas? –su madre, hija del autor, se quedó congelada con una mano sobre el picaporte de la puerta–.Eso no puede ser.
–Son buenísimas, mamá –insistió Jorge–. Es superinjusto, no hay derecho, todos tenemos la culpa, le hemos dejado morir sin haberle leído y todo lo que quieras, pero lo que importa es que las novelas son muy buenas. Ya sé que es rarísimo, que parece imposible, pero son muy buenas. No he querido contártelo hasta ahora porque sé que te vas a sentir fatal, pero se las estoy pasando a los primos y todos están de acuerdo conmigo…
Cuando se publicó la primera, los hijos del autor se sentían tan culpables que ni siquiera fueron a la presentación. Fueron los nietos quienes se ocuparon de todo, y firmaron los contratos, hablaron con la prensa, cobraron los derechos, y procuraron ser dignos de la herencia de su abuelo.
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