Dylan, el mocoso que se puso solemne
El cantautor estadounidense ha enviado el discurso de aceptación del Premio Nobel, pero no estará en Estocolmo
Habrá que escuchar el discurso que, por fin, Dylan ha mandado a Estocolmo y que se leerá este sábado durante la ceremonia de entrega de los premios Nobel. Habrá que escucharlo para saber si tiene algo que decir. Tanto aspaviento gratuito, tanto afán por llamar la atención, todo ese repertorio de gazmoñerías: el bardo contestatario ha hecho solemnemente el ridículo desde que saltó la noticia de que el mayor galardón literario había caído en sus manos.
Así que habrá muchos que estarán pendientes de lo que dice, simplemente para confirmar que tenían razón, y que ese premio no debió reconocer nunca esas “nuevas tradiciones poéticas” que Dylan ha explorado con tanto talento “dentro de la tradición de la canción estadounidense”. Bob Dylan no ha hecho otra cosa que darles argumentos para que se carguen de razón a cuantos querían otra cosa.
Es demasiado célebre en el mundo del espectáculo. Y resulta chirriante que el dueño de las letras que canta esa voz que se ha ido haciendo cada vez más cavernosa —cuando empezó con un aire gangoso e incluso con un punto chillón— se haya hecho acreedor de tanto reconocimiento. Dylan tiene entre sus grandes temas menos conocidos ese Forever young que tanto dice de su generación, y de todas las posteriores. “Permanece siempre joven / Siempre joven, siempre joven / Permanece siempre joven”. ¿No es ese el mayor anhelo de cuantos convirtieron la rebeldía de los años sesenta del pasado siglo en el proyecto de vida más auténtico y liberador? “Que tus manos no descansen / Que tus pies nunca desmayen / Que tus cimientos sean fuertes / Cuando soplen nuevos vientos / Ten el corazón alegre / Y que suene tu canción…”: forever young.
En una anotación de sus diarios de 1957, el escritor polaco Witold Gombrowicz apuntaba que “la forma nos humilla”. Quería contar que la cultura occidental se ha construido ocultando la inmadurez y consagrándose siempre a celebrar a aquellos “que se esfuerzan por alcanzar altas cotas” de sabiduría, seriedad, profundidad, responsabilidad. Van en su empeño tan lejos que el resto de los mortales “no somos capaces de estar al nivel de nuestra cultura”, escribió. Y, por eso, concluía con su habitual ironía: “En el fondo somos unos eternos mocosos”.
Una hipótesis plausible podría ser que la Academia, al premiar a Dylan, hubiera querido confirmar que sí, que también tiene un inmenso valor literario lo que está atravesado por la inmadurez: todas esas letras en las que Dylan fue dando cuenta de la fragilidad de gentes sin muchas expectativas, medio tarambanas, arrinconadas en los márgenes, perdidas, o en las que le dio por tirar de humor o tratar de sombreros de piel de leopardo. Sin demasiadas dosis de sabiduría, seriedad, profundidad, responsabilidad. Y que le hubiera dado así el galardón al mocoso (literario) que todos llevamos dentro. Y fue, justo en ese momento, cuando Dylan se puso (una vez más) estupendo. Tan ávido de solemnidad como los peores representantes de la cultura del relumbrón.
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