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Columna
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Carta a la guapa

GUAPA: PASA DE de treinta años que llamaste a la puerta. Es la calle del Canal de Zaragoza, en el barrio de San José. Llamas a una hora criminal para un estudiante nocherniego, las diez de la mañana. Me acababa de levantar y me pillaste recién vestido, con una chaqueta marrón de punto que guardaré durante varias décadas como ­reliquia de aquel instante.

¿Eres un agasajo del azar? Esto lo hemos hablado los dos a menudo, asombrados risueñamente mientras hacemos cábalas sobre el sinfín de casualidades que hubieron de sucederse en la historia de las naciones para que tú y yo nos encontráramos. Abro la puerta del modesto piso de alquiler pensando en que quizá el cartero me traiga un paquete o un telegrama como aquel que tiempo atrás me anunció el fallecimiento de un pariente; pero quien llama es la vida con un obsequio formidable.

Te veo delante de la puerta, la melena ondulada, los ojos de un bellísimo gris azulado, la sonrisa tímida a través de la cual pronuncias, confiésalo, la frase que trajiste aprendida de memoria y que es encantadoramente incorrecta. Vienes buscando nuevo alojamiento. En el que ocupabas hasta entonces, compartido con dos compañeras de tu país, no puedes practicar la lengua española que estás estudiando. Y entras y miras la habitación disponible y decides quedarte. En la convivencia cotidiana, durante varios meses, se va adensando poco a poco, desde la atracción física inicial, esa sustancia que, además de unir cuerpos, une vidas. Para mí es el amor; para ti, die Liebe. Dos formas de expresar lo mismo.

Has de regresar a tu país y a tus estudios en la Universidad de Gotinga. Días antes de tu partida me voy a pasar el fin de semana en mi ciudad natal. Es la despedida. ¿Para siempre?.

Llega la primavera del año siguiente. Has de regresar a tu país y a tus estudios en la Universidad de Gotinga. Días antes de tu partida me voy a pasar el fin de semana en mi ciudad natal. Es la despedida. ¿Para siempre? Recuerdo la mueca mustia de tu cara al pie del autobús. Tienes un rostro tocado por la belleza y me da mucha pena dejarte. Pero vives en Alemania; nos separan obligaciones distintas, además de fronteras y kilómetros de llanura europea.

El lunes, de vuelta en Zaragoza, al entrar en el piso viene a abrazarme tu ausencia. En mi habitación, sobre la mesa, antes de marcharte habías dejado el diccionario español-alemán de tapas amarillas con el que tanto nos divertíamos a altas horas de la noche, yo buscando entre sus páginas, para moverte a risa, palabras picantes de tu idioma. Has dejado asimismo una nota en la que me deseas la felicidad. Entiendo el gesto y entiendo que comporta un ofrecimiento. El dilema es obvio. A un lado, mi posible tesis doctoral sobre la obra de algún poeta clásico, mis costumbres, mi familia, mi círculo de amigos, la coyuntura de un porvenir laboral en esta o la otra ciudad española. Al otro, tú, tus ojos, tu voz, Alemania.

Ignoro, al cabo de más de treinta años, lo que me habría deparado la primera opción. Sé lo que me ha dado la segunda. A veces me pregunto qué forma habría tenido mi vida sin ti. No me respondo. ¿Para qué si no me importa nada la respuesta?

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