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Björk, la diva tecnológica

Björk, en la Red Bull Music Academy, celebrada el pasado octubre en Montreal.
Björk, en la Red Bull Music Academy, celebrada el pasado octubre en Montreal. Santiago Felipe (Red Bull Content Pool)
Iker Seisdedos

B JÖRK es de esa rara clase de personas a las que les sienta bien una buena resaca. O tal vez sea Montreal a finales de octubre lo que la pone de buen humor. La cantante de pop más famosa de Islandia está sentada en el improvisado camerino de un centro cultural de la ciudad ante un cesto de fruta, tanta agua como para una semana y algo más bien pardusco que ella llama café. Lleva en la ciudad canadiense dos días –“¡frenéticos!”, exclama–, tiempo suficiente para pinchar dos noches seguidas, inaugurar una exposición de sus vídeos en realidad virtual, dar una charla para aspirantes a estrellas del techno y dejarse lo mejor para el final: un pequeño muestrario de la prensa internacional, cuyo interés por ella permanece intacto 23 años después de que el mundo la descubriese como una intérprete en solitario, capaz de conjugar vanguardia y listas de éxitos en la misma frase.

Anoche, una cosa llevó a la otra y terminó a las cuatro de la madrugada. No está mal, si tenemos en cuenta que Björk Guðmundsdóttir acaba de cumplir 51 años y aún es “la peor disc-jockey de la historia”, según su propia definición. La diva ofreció en la imponente sede del Cirque Éloize, compañía local de circo de vanguardia, el mismo ritual un punto exasperante que oficia con frecuencia en un garito de su Reikiavik natal: meter ruido, cortar las canciones, mezclarlas peor que el beicon y el helado, y hacer que a un lamento minimalista del compositor estonio Arvo Pärt siga ¡una de Abba!

Björk, en la Red Bull Music Academy, celebrada el pasado octubre en Montreal.

Pese a que en sus apariciones públicas de estos días ha lucido un aparatoso traje con hombreras en arabesco y ha escondido su rostro tras una máscara de encaje (como respuesta “a este mundo en el que todos tienen una cámara y quieren un selfie” en su compañía), la cantante, eternamente joven, se presenta a la cita descubierta y con un atuendo sencillo: vestido de punto negro a juego con una raya de ojos tan ancha como un dedo índice. Tiene ganas de hablar, aunque los temas excedan al mero ejercicio promocional. “Voy a usar esta entrevista para mandar un mensaje, ¿me dejas?”, dice a mitad de la charla. “Es para los propietarios de las 10 compañías más poderosas de Silicon Valley. Les quiero pedir que inviertan mil millones de dólares cada uno en limpiar los océanos. ¿Qué son mil millones para ellos? Si pueden construir uno de estos”, continúa señalando su reluciente iPhone7, “pueden hacer algo por el medio ambiente. Es urgente. Tenemos que acabar con los combustibles fósiles, limpiar los océanos y combatir el calentamiento global”.

Pero antes de lanzarnos a tratar su agenda climática, vendría bien un poco de contexto.

Mayores compañías de silicon valley que inviertan mil millones de dólares cada una en limpiar los océanos. ES ALGO URGENTE”.

Björk se encuentra en Montreal invitada por la firma austriaca de bebidas energéticas Red Bull, que cada año monta en una ciudad distinta una academia en torno a la electrónica, en la que los alumnos, escogidos entre prometedores músicos de todo el mundo, conviven, componen y reciben clases magistrales de artistas consagrados como ella. La invitación se acompañó de la inauguración de la exposición itinerante Björk Digital, que muestra los vídeos en realidad virtual surgidos a partir de las canciones de Vulnicura (One Little Indian, 2015), su último disco, el desgarrador relato de su ruptura con el artista estadounidense Matthew Barney, con quien mantuvo una relación de 13 años y comparte una hija, Ísadóra, de 14, que “está abrazando con todas sus fuerzas eso de la adolescencia”.

Con su expareja Mathew Barney, cuya ruptura inspiró su último disco.

Cuando el álbum vio la luz de urgencia, meses antes de lo previsto debido a una filtración en Internet, Björk racionó las entrevistas y en ellas se mostró más bien lacónica acerca de lo sucedido, pese a que las letras de Vulnicura, que la crítica saludó como uno de los mejores trabajos de su carrera, conforman la descarnada crónica de una separación. El disco más personal de su trayectoria cogió a todos por sorpresa. “Cuando apareció pirateado, la compañía intentó convencerme de que no lo sacáramos de una sola vez, sino por porciones. No me dedico al marketing como muchas otras estrellas del pop, así que dije: ‘A la mierda, hagámoslo ya’. El tema era demasiado personal como para jugar con los tiempos”.

“AÚN ME SIENTO PUNK EN LO QUE SE REFIERE A LA POLÍTICA, LAS COMPAÑÍAS DE DISCOS Y LO QUE ES Y NO ES EL SISTEMA. NO ME GUSTA TENER QUE ENCAJAR”.

Y esa fue la segunda sorpresa: si su anterior trabajo, Biophilia (2011), trataba asuntos tan inmodestos como el universo, la naturaleza, la musicología y el modo en que la tecnología puede ayudarnos a comprenderlos,Vulnicura, producido con la ayuda de Alejandro Ghersi, alias Arca, joven productor venezolano del que todo el mundo habla, se escucha como una excursión a los confines de la intimidad.

Casi dos años después, el tema no se antoja tan doloroso. “El otro día di un concierto en Londres”, explica, “y por primera vez ese material que me atañía tanto lo pude cantar como una mera intérprete. Imagino que eso significa que he pasado página”.

A distraer el duelo sentimental le ha ayudado, además del bálsamo del tiempo, su nueva aventura: esos trabajos en realidad virtual que le han permitido esquivar “una gira al uso” y enviar una parte de sí misma “a fans de ciudades de todo el mundo”. “Esto de las exposiciones me está dejando tiempo para adelantar en la escritura de mi nuevo álbum”. Y ese nuevo material, ¿tratará sobre el universo o sobre ella? “Creo que estará más o menos en la mitad, pero no puedo decir mucho, porque cuando hablas de algo que está en proceso corres el riesgo de volver al estudio y darte cuenta de que has roto el hechizo”.

En un concierto en Nueva York en 2015.

Su empeño por seguir frecuentando los museos dice mucho de su confianza en sí misma. El lanzamiento de Vulnicura coincidió con la apertura de una exposición sobre los 20 años de su carrera en el MOMA, que la crítica neoyorquina recibió con disgusto y unanimidad pocas veces vistos. Peter Schjeldahl, de The New Yorker, la consideró “embarazosa”. El mordaz Jerry Saltz la despachó en la revista New York como un “desorden desconcertante”. Y Roberta Smith la juzgó en el Times “infantil” y “ridícula”. Tanta mala leche cogió por sorpresa a alguien acostumbrado al elogio permanente. “Fue muy interesante”, explica, “probablemente porque supe tomármelo en un plano no demasiado personal. No quiero ser artista visual ni voy a fingir que puedo serlo. Se pareció bastante a cuando me metí a hacer cine en Bailar en la oscuridad [musical que protagonizó y coescribió en 2000 con Lars von Trier], con la única salvedad de que tuve mejores críticas [y un premio en Cannes]. Entonces decía a los periodistas que no quería ser actriz y lo tomaban como falsa modestia. Con el paso de los años se ha demostrado que no mentía; solo quiero ser músico. Aquellos halagos no eran para mí, tampoco los vituperios del MOMA. La idea fue del comisario [Klaus Biesenbach, cuya cabeza llegó a pedirse desde algún medio especializado]. Me persiguió durante años para que la hiciera y al final me convenció. Supongo que estas retrospectivas solo funcionan cuando uno está muerto. El debate de si soy artista o no me trae sin cuidado; ahora bien, me sigue interesando la idea de cómo mostrar una canción en una pared, del mismo modo que harías con una pintura”.

Pese a ese interés, nada cuelga de los muros de las sedes por las que ha itinerado Björk Digital, muestra que se compone de una sucesión de salas en las que los espectadores se prestan a un ejercicio de privación sensorial para zambullirse en el universo de su creadora. Vistos desde fuera, los grupos de visitantes, ataviados con cascos y gafas de realidad virtual, mueven la cabeza, agitan las manos y se comportan como animales ciegos y sordomudos sentados en butacas giratorias. Desde dentro, uno puede introducirse literalmente en el seno de Björk (Family) o verla con un vestido amarillo multiplicada por tres en una playa de Islandia pedir a Barney con su inglés tallado en lava que le muestre “algo de rrrrrrespeto emocional” (Stonemilker).

El resultado es otra demostración del firme compromiso de la diva pop con estar a la última, aunque sea contraproducente. Es tal el salto tecnológico que se da entre el primero y último de los vídeos que parece que hubieran pasado décadas entre uno y otro, en lugar de 18 meses. “Me gusta que sea así, lo vintage me resulta reconfortante”, dice ella entre risas.

Con los Sugarcubes, el grupo que la lanzó a la fama.

“¿Progresa demasiado rápido la realidad virtual? “Sí y no”, cuenta por correo electrónico Andrew Thomas Huang, cineasta experimental de Los Ángeles y director de la mayor parte de los vídeos mostrados. “La gran revolución está pendiente: lograr que deje de ser una curiosidad y sea más accesible y pueda vestirse, por así decir, con el uso de lentillas incluso absorbibles”.

Hasta que eso suceda, Björk pide que esos vídeos se contemplen como un trabajo en equipo y en proceso, a la luz de las imperfecciones del punk. “Me interesa la estética del hazlo tú mismo. Aún me siento punk, sobre todo en lo que se refiere a la política, las compañías de discos y lo que es y no es el sistema. No me gusta que me obliguen a encajar. Nadie puede saber mejor que tú mismo lo que te conviene. Desde luego, no los ejecutivos de una multinacional. Yo crecí en un país en el que había una gran compañía de discos que solo publicaba mierda comercial y además no pagaba como correspondía a los artistas. Entonces empezamos nosotros con un sello independiente. Repartíamos el beneficio equitativamente”.

La cantante se refiere repetidamente a los años en los que estuvo “en bandas de rock” con algo parecido a la nostalgia de la inocencia perdida. Hija de un electricista, líder sindical, y de una activista, la chica publicó en el mercado local su primer disco, homónimo, a los 11 años. Después militó en grupos como KUKL (brujería, en islandés medieval), Tappi Tíkarrass (tapona el culo de la perra) o Sugarcubes, con los que alcanzó cierta notoriedad internacional.

Con el diseñador de moda Jeremy Scott.

De aquella inusual infancia surge su conciencia feminista. Durante la charla celebrada el día anterior, mostró la imagen de una manifestación por la igualdad salarial entre hombres y mujeres a la que acudió con su madre en 1975 “junto al 90% de la población femenina de la isla”. Después, una joven del público pidió la palabra para agradecerle que en una entrevista reciente, concedida al portal musical Pitchfork, denunciara que, por más que haga en la producción de sus discos, siempre hay algún hombre al que la prensa atribuye todo el mérito. “Nos has ayudado mucho en nuestra lucha”, añadió la chica. A lo que Björk respondió con una sentencia –“un nuevo tipo de feminismo se está abriendo paso”– y una anécdota. “Cuando me quedé embarazada a los 20 [de su primer hijo, hoy un mocetón en la treintena, que es cantante y periodista], todos entendieron que parte de los gastos de la gira tenían que ir a sufragar a la niñera”.

Con Catherine Deneuve.

Una vez superada la resaca, Björk voló de vuelta a Islandia; reparte su tiempo y el de su hija entre Reikiavik y Brooklyn. La isla es lo “más parecido” a un lugar para la “utopía” que conoce. Y allí aguarda la parte de sus amistades que no son estrellas del pop transgénero (Anohni), diseñadores de moda (Jeremy Scott) o críticos de música clásica (Alex Ross), sino electricistas o carpinteros, como algunos de sus seis hermanos. “Además de un sitio donde no tengo problema en encontrar un chapuzas de confianza”, añade con una risita, “es, para bien o para mal, un país muy pequeño donde uno tiene la sensación de que puede cambiar las cosas”.

Durante el anterior encuentro con El País Semanal, en Reikiavik en 2011, la artista se mostraba profundamente preocupada por la situación política de Islandia, en plena recuperación del desastre financiero al que la llevó una insensata clase política y económica. Ahora, dice, pelea por otros puntos de su agenda ecológica: detener la construcción de una procesadora de aluminio y lograr que toda la isla sea declarada parque nacional.

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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