El dolor como un arte sublime
Los críticos, duros con la exposición en el MoMA de Björk, se olvidaron de su música. En su gira desgranó con una aflicción palpable sus notas más amargas y extrañas
El que ahora acaba ha sido un año extrañamente prolífico para Björk. Sobre el papel, 2015 iba a ser glorioso: un disco más íntimo que los anteriores, una gira mundial de acompañamiento y toda una exposición en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA). Pero esos planes pronto se torcieron. El disco se filtró íntegro en Internet. La gira fue cancelada antes de acabar. Y la exposición fue ridiculizada de forma unánime. Y a pesar de todo, con cada tropiezo, la figura de la peculiar cantante islandesa se fue elevando más en su propio mito.
Las críticas a la exposición retrospectiva en el MoMA fueron feroces. Hubo consenso. Era bochornosa, decepcionante, impersonal, abominable o desastrosa, según el experto en arte de turno consultado por los grandes medios norteamericanos. A los prodigiosos instrumentos mecánicos diseñados para su disco Biophilia, les había añadido hojas manuscritas sobre sus discos y sus vestidos más icónicos, como la chaqueta de papel de la portada de Post, el traje con cabeza de cisne que llevó a los Oscar en 2001 o la bata de mil campanillas del vídeo de Who is it.
Los críticos creyeron que aquella muestra era la obra de un fan con poco gusto y pasaron por alto lo que hacía grande la exposición, aquello por lo que Björk es una visionaria: la música y su relación orgánica con la imagen. En una habitación oscurecida se mostraban en bucle todos sus cortos musicales, desde sus inicios rupturistas a la delicada sofisticación de sus últimos trabajos. Por primera vez, uno de los principales museos internacionales se abría al vídeo musical como arte contemporáneo por derecho propio.
Fue, de hecho, Björk una de las artistas que perfeccionó la teatralización televisiva de la música en los primeros noventa, con elaboradísimos clips filmados por Michel Gondry, Stéphane Sednaoui, Spike Jonze o Chris Cunningham.
A la exposición del MoMA Björk llevó en exclusiva un vídeo elaborado por Andrew Thomas Huang. En una sala decorada como un túnel de lava islandés con miles de microaltavoces, se proyectaba Black Lake, una desgarradora oda sinfónica al dolor y el desamor. Los lamentos envolvían al espectador, cautivo en el trance creado por la percusión y la desgarrada voz de Björk, que dialogaba consigo misma en dos pantallas opuestas.
A pesar de todo —del fracaso de la exposición ante la crítica; de las pocas ventas del nuevo disco Vulnicura y de tener que interrumpir su gira de verano antes de acabarla por un profundo estrés emocional— 2015 ha sido el año de Björk, un año en que ha elevado el pop y la electrónica a los picos de la expresión artística.
Pero un breve mensaje en las redes el pasado enero fue toda la promoción que Björk hizo de su nuevo disco. Ella admitiría más tarde que la filtración era síntoma de que el álbum tenía ganas de salir por sí mismo a la luz. Era ya una entidad propia, un ser artístico arrollador alimentado por algo tan común como el dolor de una separación.
Björk ha sido también pionera en incluir la tecnología como parte central de su música, no solo como un accesorio o un medio de promoción. La artista islandesa ha compuesto y creado música con avances tecnológicos propios de los libros de ciencia ficción, como un artilugio creado en España de nombre Reactable. En este caso, a Vulnicura le ha añadido una portada virtual donde ella misma toma la forma de un volcán del que emana una lava rosada, y dos revolucionarios vídeos: uno con imagen y sonido en 360 grados y tres dimensiones en una app creada para la canción Stonemilker y otro para Mouth Mantra grabado casi en su totalidad dentro de la boca de la propia cantante.
El disco que enhebra esos clips no es, en absoluto, fácil. Hay unas pocas canciones melódicas con estribillos al uso, como la propia Stonemilker o Lionsong, pero sus cotas más altas están en las composiciones atonales, como Black Lake o Mouth Mantra, sin rimas, sin repeticiones, sin concesiones. Huyendo de las soluciones fáciles del pop actual, Björk logra lo mismo que los maestros de la música clásica: reflejar estados de ánimo con unas composiciones en las que la voz es un instrumento más, algo con lo que la artista ha experimentado desde que en 2004 editara Medúlla.
Vulnicura es un disco incómodo. Ninguna de sus canciones está en las listas de singles más escuchados de 2015. Pero Björk hace tiempo que renunció a ser una figura querida por el público. De hecho, en la gira que en julio la llevó a Barcelona no cantó ninguno de sus éxitos más reconocibles. Acompañada de una pequeña orquesta de cámara, un percusionista y el productor venezolano Arca, desgranó con un dolor palpable sus notas más amargas y extrañas.
En toda aquella gira llevó la faz cubierta por máscaras diseñadas por James Merry. El dolor de recordar su divorcio y el hecho de abrirse para contarlo absolutamente todo sobre un escenario parecían provocarle una vergüenza insoportable. No pudo acabar la gira, la canceló. Esa sinceridad y ese riguroso compromiso por elevar su música a la más pura expresión intelectual y emocional son razones más que suficientes para que Björk merezca estar en cualquier museo, incluido el MoMA.
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