Regreso
La flecha de la historia siempre apunta hacia un mundo peor que el actual
La aeromoza anunció el descenso inminente, acomodamos los respaldos en posición vertical, y el avión penetró la capa gruesa de nubes. Abajo, aparecieron las costas de Long Island, sus casitas suburbanas idénticas, la traza urbana una imposición simétrica mal adecuada a la fragmentación caótica de las bahías y bancos de arena. Visto desde esa altura, el mundo en que estábamos a punto de aterrizar me pareció ajeno, incluso inhóspito. Veníamos de pasar unos días en México, y por primera vez, aterrizábamos en Nueva York sin ganas.
Ya en tierra, enfilamos con almas pesadas y pies hinchados hacia la puerta del avión. Estampada en todas las primeras planas de los distintos periódicos que los pasajeros habían abandonado, mitad deshojados, sobre los asientos, estaba la cara de Fidel Castro. La imagen de ese avión vacío que dejábamos atrás, salpicado de rostros del recién muerto Fidel, me pareció una metáfora demasiado fácil del paso despiadado del tiempo: la flecha de la historia siempre apuntando hacia un mundo peor que el actual.
Hicimos la fila de migración tensos: anticipábamos el inicio prematuro de la era del maltrato impune. Sacamos nuestros pasaportes mexicanos y green cards a la defensiva. Pero el oficial que los recibió nos dijo de inmediato: “Bienvenidos a casa”. Bromeó con nuestra hija sobre la urgencia de importar más dulces mexicanos. Luego, con nosotros, comentó sotto voce que el presidente electo se había metido “más cosas a la boca de las que se iba a poder tragar”.
Ya en el taxi, el conductor —un señor sikh, de voz serena y enormes bigotes blancos— nos preguntó si habíamos oído el reciente discurso del alcalde de la ciudad, Bill de Blasio. Como respondimos que no, aprovechó el tráfico lentísimo para buscarlo en su teléfono, que luego me extendió por la ventanilla. Arrellanados en el asiento trasero, los tres escuchamos atentos a la figurita pixeleada de De Blasio en el teléfono. El alcalde prometía hacer frente a la era trumpista: no obedecer, en Nueva York, ninguna política discriminatoria del presidente electo. Cuando llegó el momento en que De Blasio decía “We will not comply!” (¡No vamos a obedecer!), el taxista repitió la frase en alto, soltó una carcajada pícara, y remató tocando dos veces el claxon del taxi.
Finalmente en casa, mi hija y yo nos concentramos en meter todas nuestras plantas moribundas a la regadera, mientras su padre iba al deli árabe de la esquina —el único siempre abierto— por elementos para improvisar una cena. Cuando regresó nos contó que el vendedor se había despedido citando a uno de los héroes del barrio, Kendrick Lamar: “We gon be alright”.
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