Querido abuelo Eisuke
LA PRIMERA VEZ que te conocí, yo tenía 15 años y tú eras una fotografía de color sepia. No recuerdo ahora los pormenores de esa imagen, desgastada por algo más que el tiempo, salvo que se trataba del retrato de una familia grande –la mía, la nuestra–, que tú estabas al centro de esa imagen y que la juventud de mi padre produjo en mí una honda y contradictoria impresión semejante a la que generan los mitos o los sueños. Desde entonces me has hablado en revelaciones insuficientes, porque la única forma en que me fue posible atender a tu voz fue a través de las personas mayores de mi sangre, y siendo lo insuficientemente audaz en la curiosidad, educado en esa herencia tan tuya, he ido también aprendiendo tarde que cuando mueren las personas, mueren también con ellas sus respuestas.
A pesar de ello, siempre me he preguntado qué forma de silenciosa relación se hubiera establecido entre los dos. Qué forma tan naturalmente negada de intimidad nos habría unido. Te dejaría indiferente observar que hoy día es costumbre entre la gente del país bárbaro al que migraste disputarles los secretos propios a las biografías de nuestros precursores. Tendría, quizá, la curiosa legitimidad de preguntarte algunas cosas que jamás quisiste que conociéramos: por qué te desterraron del Japón imperial, por qué elegiste este hostil desierto para buscar una familia, qué viste en las guerras en las cuales peleaste o cuánta decepción o resignación o secretos odios se hicieron legítimos frente al latrocinio de tus propiedades, a la vejación de tu estirpe en esta tierra.
Pero hay rastros menos grandilocuentes, menos públicos, que merecerían ser exhibidos, y, por lo general, cuando converso contigo en esos sueños voluntarios que son también signos de mi gradual envejecimiento, no insisto en esos secretos tuyos abandonados a la broma cósmica de un documento familiar, que pertenece a la misma índole de las evidencias que nos llegan siempre tarde como el infinito eco del propio universo. Al contrario, pienso en tu forma involuntaria de acompañarme: en la etiqueta de nuestro nombre mal escrito, en su origen, al parecer innato e inalterable; en mi digestión enfermiza que se agrava con los años; en mi predisposición al silencio y a la soledad, y a la relación que, a través de nuestro temperamento, tuve siempre con mi padre, ese hijo tuyo, el menor, que fue siempre el más silencioso y el más ofendido con la pobreza que te fue impuesta.
Te haría cierta gracia saber que la asociación de peruanos de ascendencia japonesa, cuya afiliación te resultó siempre molesta, no hace mucho me tributó un reconocimiento equívoco. Por supuesto, llegado el día, no asistí. Al igual que tú, hace mucho que decidí marcharme a otro lugar y a otra lengua que, por cierto, cada día hablo peor. Tu hijo menor tuvo que acudir en mi lugar, odiando tanto como yo estas cosas públicas, y aunque ya han pasado casi seis meses, todavía no hemos conversado sobre esto. Supongo que habrías aprobado, querido abuelo Eisuke, nuestra manera secreta de gestionar tu homenaje.
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