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El juguete sin par

El Azzam, el mayor 
superyate del mundo, 
en el puerto de 
Casablanca (Marruecos).
El Azzam, el mayor superyate del mundo, en el puerto de Casablanca (Marruecos).Andy Ginns
Martín Caparrós

ES PROBABLE que no haya muchas cosas de las que haya tan pocas: 4.473 en todo el mundo, según la cuenta de octubre de Superyacht World, la revista que vive de ellos. Hace 25 años, cuando empezó la feria que los celebra, cada año –en Mónaco, faltaba más– eran 1.147; ahora, a través de crisis y privaciones, la cifra se multiplicó por tres, pero sigue siendo mínima: somos, al cierre de esta edición, 7.460.131.929 seres más o menos humanos que no tenemos superyates, 4.400 que sí. Si el mundo fuese –Dios no lo quiera ni lo quiere– igualitario, si la riqueza estuviera repartida, cada uno de esos barcos debería cargar un millón y medio de personas. No suelen.

Importa definirlos: se llaman superyates los que miden más de 30 metros de largo o eslora, aunque ya hay fundamentalistas que dicen que esa cuenta se está quedando corta. Pero la mirada cuantitativa es, como suelen serlo, insuficiente. Los superyates deben ser la mejor forma de concentrar y exhibir la mayor cantidad de dinero por metro cuadrado. Para eso el lujo de camarotes versallescos y puentes ibicencos no alcanza; tampoco alcanzan esas tripulaciones de 10 o 15 o 50 que se precisan para salir a dar una vuelta –y que pueden incluir guardias armados, disc jockeys o, apenas más discretas, rubias de alquiler. Lo más caro –como en Starbucks– son los extras: el helicóptero que no se puede no tener, la piscina, las fueraborda y jetskis indispensables, la cancha de pádel o el cine al aire libre, el instrumental de cazabombardero o el submarino de bolsillo. Los extras ya son tantos que el más reciente –dice Superyacht– es un barco de servicio que los lleve.

Se llama superyates a aquellos que miden más de 30 metros de largo o eslora, aunque ya hay fundamentalistas que dicen que esa cuenta se está quedando corta.

Por eso sus precios siguen aumentando: los 125 que se exhibían en la Feria de Mónaco costaban una media de 20 millones de euros –aunque, en el caso de estos animales, hablar de media es casi un insulto: ¿cómo comparar un modesto 40 metros con uno, ya más razonable, de 100? El mayor de todos, el Azzam, propiedad del dueño de los Emiratos Árabes, tiene 180 metros y cuesta unos 550 millones. Cada cual intenta ser distinto; se parecen, sin embargo, en que casi todos están registrados en paraísos –financieros–, no vaya a ser que se alejen demasiado del dinero de sus dueños. Algunos de los cuales, incluso, condescienden en alquilarlos. No siempre tienen ganas de olas y, al fin y al cabo, suelen ser gente de negocios que no desdeña una renta que puede llegar al millón por semana.

Los superyates están hechos para ser mostrados, pero no es fácil verlos: son una metáfora demasiado bruta de este mundo –y es curioso que ninguno haya sufrido los efectos de la rabia que este mundo produce–. Hay quienes los defienden diciendo que forman un mercado importante y –gran excusa contemporánea– dan trabajo: entre la construcción y el servicio mueven unos 25.000 millones de euros, 150.000 personas.

Todo al servicio de los 4.400: un club exclusivísimo compuesto por dueños de corporaciones, príncipes y reyezuelos, mafiosos varios, grandes traficantes, nerds que inventaron alguna necesidad reciente y un par de dictadores en desuso. Es fácil imaginarlos árabes y rusos, chinos y sudacas; para desmentir los mitos y mantener el orden, una Super­yacht Intelligence Agency informa que uno de cada tres amos de superyates sigue siendo un ciudadano de ­Estados Unidos. Todavía hay clases en el mundo.

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