Recomponer las mentes rotas por Boko Haram
Los niños expuestos a la violencia sufren traumas, pero en Níger existen herramientas para devolverles la alegría
“Mi nombre es Mallam Abba Shanga, tengo 15 años y vengo de Djabula, en Nigeria. Nos fuimos porque Boko Haram nos amenazó, atacó nuestro pueblo. Mataron a gente y eso nos hizo huir”. Mallam hoy no es un chico muy risueño. Contesta con frases cortas y no mira al interlocutor, prefiere fijar la vista en el suelo o el vacío, siempre muy serio, aunque no afectado ni abatido. Parece más bien la actitud habitual en un adolescente rodeado de adultos con quienes no le apetece nada pasar su tiempo.
A sus 15 años, Mallam por fin siente que puede dormir en un lugar seguro, sin miedo a que una bomba o un tiroteo vuelva a pillarle desprevenido. Desde que tenía 12 sabe bien qué es la guerra: ha pasado los tres últimos años huyendo de un lugar a otro. Primero, desde su aldea natal en Nigeria se marchó a las orillas del lago Chad. De allí a Karamba, a Fikijani, a Barwa y a Culun. Finalmente, llegó a Kitchandji, en la región de Diffa, al sureste de Níger. No es la mejor opción del mundo dado que ha ido a llegar al país más pobre del mundo y a una zona que también sufre el azote de Boko Haram, la milicia terrorista afín al Estado Islámico. Su propósito es instaurar la versión más radical del Islam en el norte de Nigeria y, de paso, en Chad, Camerún y en esta paupérrima Diffa, atacada desde febrero de 2015.
“Cuando abandonamos la ciudad, los niños estaban como si se hubieran vuelto locos: cuando les hablabas no escuchaban, estaban ausentes y tenías que insistir para que volviesen de su mundo. Tampoco dormían bien”. Quien así habla es Abdelkader Chetima, tío de Mallam. Cuida del adolescente desde antes incluso de huir la primera vez, es como un hijo más de los seis que tiene. “Estos niños sí vieron episodios violentos, fueron testigos de los ataques a las aldeas. Mi sobrino presenció varios asesinatos en Djabula y después, en Karamba, degollaron a dos hombres delante de él y esa noche no durmió. Se ha vuelto muy callado desde entonces. Después del primer ataque en Nigeria hacía muchas preguntas sobre qué había pasado, pero ahora ya no”.
El de Mallam es un ejemplo típico de cómo un conflicto afecta más allá de la integridad física de los menores. En Diffa hay incontables niños que necesitan atención urgente. No existen estimaciones sobre cuántos son, pero es posible hacerse una idea de la situación si se tiene en cuenta que en la región hay más de 280.000 personas refugiadas, desplazadas o retornadas debido a Boko Haram, y más de la mitad son niños. Que 300 menores que llegaron solos han sido reunidos con sus familiares, según Unicef, y que otros 40.000 han sido atendidos en los espacios seguros para la infancia, indica la misma organización.
El conflicto daña, y mucho, la salud mental de los pequeños, un aspecto que cada vez se tiene más en cuenta en el ámbito de la ayuda humanitaria. Existen diversas estrategias de apoyo psicosocial e incluso la Organización Mundial de la Salud (OMS) ofrece desde 2013 directrices para tal asunto. En Diffa una de las que se ha puesto en marcha es la que la agencia de cooperación italiana (COOPI) realiza en los llamados Dispositivos Itinerantes de Apoyo Psicosocial (DIAP) desde diciembre de 2013 con el apoyo de Unicef. Estos espacios, 59 en toda la región, ofrecen a los niños y adolescentes un lugar seguro en el que reunirse y llevar a cabo actividades recreativas. “Deportes como el fútbol, el baloncesto, el vóley y el atletismo son muy importantes”, asegura Chilum Mudu, uno de los agentes comunitarios —también es desplazado— a cargo de cuidar de los críos. Los deportes son herramientas para crear un espacio para el diálogo y la escucha con los menores y alejarlos de la ansiedad y el estrés que traen consigo después de haber vivido episodios traumáticos.
Gracias al trabajo de agentes comunitarios como Mudu, que reciben una formación previa, se vigila a los menores para identificar posibles casos de traumas subyacentes y dar apoyo psicosocial. En las actividades del DIAP se favorece la interacción para ver cómo los niños reaccionan con otros niños y ante distintas situaciones y compartiendo juegos y espacios. Ahí se pueden detectar comportamientos y ver qué actitudes positivas reforzar y cuáles son las negativas a eliminar. “Los agentes que viven en terreno ofrecen la atención más básica, y cuando ven que un niño necesita una atención en mayor profundidad porque las actividades lúdicas no resuelven su problema, lo mandan al equipo psicológico”, describe Adama Cossimbo, jefe del centro de salud mental financiado por la COOPI. Estos equipos trabajan en los diferentes ambulatorios que existen en toda la región de Diffa.
Unicef estima que unos 40.000 niños de Diffa se han beneficiado de los espacios infantiles protegidos
Los trabajadores comunitarios deben darse cuenta de si un niño presenta algún comportamiento extraño: no come, no juega, se aísla, tiene pesadillas, es violento, niega la autoridad, se pelea con otros compañeros… En ese momento intenta hablar con ellos y también con los padres, entender cómo era él antes de sufrir aquel episodio que les haya marcado. “Olvidan más rápido que los adultos, pero el trauma queda en la inconsciencia”, advierte Cossimbo. “Todos son testigos de las mismas cosas horribles: violencia, huidas, pérdida de familiares, muertes… El síntoma más habitual es el estrés postraumático, tienen pesadillas y sufren un tipo de amnesia con la que bloquean recuerdos dolorosos. Tienen miedo, pero no saben por qué. Han olvidado un episodio duro pero éste les sigue provocando terror, dolor… E ignoran a qué se debe. Cuando oyen un ruido se asustan, salen corriendo, buscan protección… Igual se esconden debajo de una mesa pero no saben por qué lo hacen”.
Diffa no es el mejor lugar del mundo para necesitar atención especializada. En un país de por sí muy pobre, esta región otrora algo más próspera gracias a la agricultura que riega el río Komadougou hoy se encuentra exhausta a causa de la enorme cantidad de desplazados que acoge y de los ataques terroristas. Pese a la falta generalizada de recursos, existe toda una red de atención mental, según explica Cossimbo: “Los 51 centros de salud de Diffa disponen de psicoterapeutas y personal de apoyo para tratar casos que requieran atención especializada”. Los más complicados, resume el experto, se pasan a los departamentos de psicología de los cinco hospitales de la región: Bosso, Nguigmi, Maine y los dos de Diffa. “En ellos trabajamos en colaboración con los técnicos del Gobierno regional. En total existen 85 personas que se encargan de la atención psicológica, incluyendo nueve doctores”. Aunque la mayoría se solucionan con psicoterapia, esta unidad acaba de adquirir psicotrópicos por valor de 4,5 millones de francos CFA (casi siete mil euros) gracias a la cooperación suiza.
La utilidad de los DIAP se puede ver cualquier día en Kitchandji, donde el contenedor que hace las veces de centro de reuniones es una fiesta. En el exterior, una veintena de críos juegan un partido de futbol en el que las porterías están marcadas con dos piedras. En el interior, otros 50 niños y niñas de menor edad levantan castillos con bloques de plástico, dibujan, hablan entre ellos o se disputan los juguetes. El agente comunitario Mudu manda callar a todos y comienza a cantar. Con los brazos extendidos y gesticulando exageradamente, jalea a todos los chiquillos para corear una canción en francés y estos se animan en seguida. En las paredes cuelgan dibujos de vivos colores. “Son una técnica terapéutica”, explica Cossimbo. “Al principio dibujan cosas horribles: muertos, decapitados, sangre, armas, helicópteros, fuego, gente con machete… Es muy revelador. Cuando llevan un tiempo en los talleres y en un entorno más normalizado, cambian y dibujan cosas más bonitas. A veces los niños no hablan, pero se adivinan sus pensamientos y emociones a través de la pintura”.
Los niños afectados por la guerra presentan síntomas como estrés postraumático, aislamiento y agresividad
¿A qué situaciones se han enfrentado los menores que copan los asentamientos informales de Diffa? Son las mismas que vive cualquier niño en un conflicto armado: han visto cadáveres tirados por la calle, tienen familiares desaparecidos o asesinados. A veces son testigos de cómo les queman la casa después de quitársela. “Durante los últimos grandes ataques que sufrieron Toumour y Bosso en junio de 2016, algunos se quedaron atrás y buscaron protección en el Ejército, pero los soldados también estaban escapando y los niños se quedaron impactados al darse cuenta de que no tenían protección, veían al ejército como su última oportunidad de ser protegidos”, narra Cossimbo. Y da más ejemplos: “En Toumour había un DIAP y con el ataque de junio mataron al guardia de seguridad, era también el que guardaba los juguetes, los libros... Para los chicos fue una situación muy difícil”. Otro de los peores tragos sucede cuando pasan a ser cabezas de familia demasiado pronto. “Pierden a los padres por una razón u otra y tienen que asumir muchas responsabilidades para las que no están preparados”, abunda el psicólogo.
También los que huyen tras un ataque y tienen que caminar mucho ven a familiares enfermar e incluso morir durante el camino. Llegan exhaustos y profundamente hambrientos. Como el adolescente Mallam, que apenas describe su día a día durante los tres años que pasó huyendo. “Comíamos lo que encontrábamos y cuando mi tío conseguía algo de dinero, comprábamos arroz. A veces pasamos mucha hambre”.
Adolescentes, un problema extra
Recomponer las mentes rotas por Boko Haram es más fácil en el caso de los más pequeños. “Si tienen las necesidades básicas cubiertas: casa, comida y familia, si pueden jugar e ir al colegio les basta, están satisfechos y felices, recuperan su vida normal y progresivamente se van sintiendo mejor”, relata Cossimbo.
En el caso de los adolescentes, a los episodios traumáticos vividos se añade que están en una etapa vital complicada, todo su mundo está cambiando, son más conscientes de la situación que están viviendo y además se enfrentan a miedos extra. En sesiones de charlas en grupo a las que asiste Cossimbo, las chicas relatan cómo algunas son secuestradas por la noche por sus novios, que en muchos casos se han unido a grupos insurgentes. “Las medio convencen y medio obligan a ir con ellos y las violan… Las que cuentan este tipo de historias han sido capaces de escapar tras el secuestro, otras no lo logran y no se ha vuelto a saber de ellas”. Corrobora el riesgo de sufrir violencia y abusos sexuales Kussu Bra, de 12 años y líder de la sección de niñas de un comité de protección infantil del asentamiento de Assaga. “Cuando vamos a buscar leña al bosque a veces nos pegan para quitarnos lo que llevamos”, asevera. Sus compañeras, también presentes, mueven afirmativamente la cabeza.
Estos comités están formados por menores de edad encargados de localizar niños no acompañados y detectar por qué dificultades pasan sus compañeros para hablarlo con los adultos que puedan prestar la ayuda correspondiente. “A muchos niños que tienen problemas les cuesta hablar con los mayores, por eso vienen a nosotros”, asevera Bakura Fanami, de 13 años y entusiasta líder de la sección masculina. Los varones son, sin embargo, quienes lo pasan peor, en opinión de Chilum Mudu, el trabajador comunitario que pasa con ellos gran parte del día. “Los niños tienen más miedo porque a quienes matan los insurgentes son a hombres y chicos más que a mujeres, y también porque les secuestran para unirse a los grupos armados”. En 2015 las Naciones Unidas verificaron el reclutamiento y la utilización de 278 menores (143 niños y 135 niñas) por Boko Haram. Otros 1.010 menores (422 niños y 588 niñas) fueron hallados o rescatados durante operaciones militares en la parte nororiental de Nigeria.
Sea cual sea la situación, dar apoyo psicosocial cuanto antes es tan necesario como comer o respirar. Cossimbo lo explica con una metáfora: “El hombre es como un árbol y la niñez es la raíz. Si hay traumatismos no tratados, se desarrollará mal y ese árbol crecerá torcido”. Así, los niños traumatizados del presente podrían desarrollar sociopatías y psicopatías si no se les presta la atención adecuada. Podrían sentirse culpables, débiles por creer que no pueden proteger a otros. Sufrirán dificultades para relacionarse, falta de confianza en sí mismos y en terceros, e incluso desarrollar sentimientos de venganza. “En los niños, el desarrollo de su personalidad no está terminado”, advierte el psicólogo. Si existen circunstancias que les traumatizan, su personalidad se torcerá”.
Además de los miedos añadidos, los adolescentes se encuentran con una falta de alternativas de futuro que les martillea. “Nos piden dinero para empezar actividades generadoras de ingresos, es un signo de que proyectan en el futuro, son muy conscientes de su situación”, asegura Cossimbo. Mallam, por ejemplo, nunca ha ido al colegio. No le hizo falta cuando vivía en Djabula porque trabajaba el campo desde crío, igual que su padre, su abuelo y seguramente todos sus ancestros. Sus manos encallecidas demuestran ese pasado campesino. Hoy no sabe ni leer, y tampoco le parece muy necesario. “Me gustaría ir al colegio si fuese más pequeño, ahora soy demasiado mayor”, puntualiza. Aunque le gusta el fútbol y jugar a las máquinas de vídeo juegos que le dejan en el DIAP, reconoce que ahora mismo no estudia ni trabaja. “Si pudiera elegir, querría tener una tienda”, reconoce. “Pero echo de menos la vida que llevaba en mi pueblo. A mí me gusta trabajar en el campo y eso es lo que me gustaría volver a hacer”.
Heridas del alma… y del cuerpo
En hospitales como el de Diffa, no solo se encuentran menores en la consulta del psicólogo. A veces, los niños son heridos en ataques terroristas o en rifirrafes entre rebeldes y ejército. El temor a un ataque ha llevado a situaciones extremas, como la que han vivido dos crías ingresadas en esta clínica. De no más de diez años, flacas aunque no desnutridas, y bastante tranquilas en compañía de algunos familiares, se recuperan de una herida de bala, cada una en una de sus piernas. "Fueron los soldados del ejército nigerino. Estas niñas entraron en una zona restringida pese a los militares advirtieron varias veces antes de disparar". Resume el incidente Christopher Onuoha, cirujano del hospital, por cuyas manos han pasado numerosos heridos, desde niños hasta insurgentes. Este hecho se explica por el terror a los ataques suicidas. "Al parecer estas niñas llevaban un cesto cubierto sobre la cabeza, podía ser una bomba", abunda el médico. En Nigeria, 21 niñas fueron empleadas en atentados suicidas cuya autoría reivindicó este grupo terrorista, según informó la ONU en abril de 2016.
En la misma estancia se encuentra Omar (nombre ficticio), de 11 años. Su cama está junto a la ventana, así que puede ver la calle sin levantarse. Un fragmento de metralla clavado en su cabeza le ha causado una hemiplejia en el lado izquierdo de su cuerpo. Ocurrió a finales de septiembre en la ciudad de Toumour. “Hubo una explosión y luego fuego cruzado”, relata su padre. Omar, que también ha perdido el dedo meñique de su mano izquierda por un disparo, no habla, pero sonríe a los visitantes y a su padre. “En principio presenta buen estado de ánimo”, asegura el cirujano. “Este niño ha vuelto a nacer, ha tenido buna suerte dentro de lo malo. Veremos si le queda algún trauma cuando pase más tiempo”, reflexiona.
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