Bob Dylan y los bárbaros
PUES SÍ: yo también creo que la concesión del Nobel de Literatura a Bob Dylan podría ser una catástrofe; pero no lo creo por lo mismo que lo creen quienes han protestado por su concesión. Dylan es un escritor enorme: la prueba es que cuando Allen Ginsberg lo escuchó por vez primera, allá por los años sesenta, comprendió de golpe que aquel chaval mejoraba cuanto él y los demás poetas beatniks habían estado haciendo, y trató de sobrellevar esa evidencia agridulce con un proverbio oriental: “Si el discípulo no es mejor que el maestro, entonces es que el maestro no es bueno”; la prueba es que Nicanor Parra, que merece el Nobel tanto como lo mereció Ginsberg, declaró que una sola de las líneas de Dylan merece todos los Nobel de Literatura; la prueba es que sólo escritores mediocres o académicos (o ambas cosas a la vez) han lamentado el Nobel de Dylan; la mejor prueba es el montón de canciones inolvidables de Dylan. Dicho esto, ¿por qué podría ser una catástrofe que se le haya concedido a Dylan un premio que merece de sobra? Pues porque el Premio Nobel, que literariamente no tiene la menor importancia, socialmente tiene mucha: tanta que el de Dylan significa la canonización del rock, su elevación –según ha escrito uno de los herederos legítimos de Dylan: Joaquín Sabina– a la categoría de alta cultura.
El lugar ideal del arte está lejos de los museos, de las academias, de las universidades, de los críticos, de todo lo que goce del prestigio de la alta cultura.
Es una de las cosas más peligrosas que le puede ocurrir a un arte. El lugar ideal del arte está lejos de los museos, de las academias, de las universidades, de los críticos, de todo lo que goce del prestigio de la alta cultura; el impulso del arte más fecundo es el impulso bárbaro y sin reglas de un arte nuevo, caótico, salvaje y popular, no restringido por el prestigio intimidante y los preceptos de la alta cultura. Es lo que ocurrió con la novela moderna desde su origen hasta finales del siglo XIX y principios del XX, cuando empezó a considerarse un arte noble; hasta entonces no lo era: a mediados del XIX las novelas de Dickens o Balzac no pasaban de ser, para los cultos, entretenimientos frívolos; y, a juicio de la élite de su época, El Quijote era un best seller sin importancia escrito por un autor sin importancia. No se engañen: quienes hoy se escandalizan por el Nobel a Dylan son los mismos que, de haber existido el Nobel en el siglo XVII, se hubieran escandalizado si se lo dan a Cervantes (o a Shakespeare, que en su época apenas era considerado literatura, más o menos como Dylan ahora). No estoy diciendo que a partir de principios del siglo XX no se hayan escrito grandes novelas; digo que ha sido mucho más difícil escribirlas, y que sólo han conseguido hacerlo quienes han llevado a cabo una operación casi heroica: asimilar toda la tradición novelística y, sin dejarse intimidar por su complejidad, su sofisticación y su prestigio cultural, recuperar la frescura, la libertad y el espíritu bárbaro y popular que poseía la novela cuando era todavía un arte sin prestigio y el novelista sólo estaba pendiente de satisfacerse a sí mismo y a sus lectores. Es algo que ha ocurrido con casi todas las artes; con el cine, por ejemplo. John Ford y Alfred Hitchcock eran poco más que simples artesanos de la industria de Hollywood y el cine poco más que un entretenimiento de barraca de feria hasta que en los años sesenta un grupo de jóvenes franceses proclamó que el cine es un arte tan digno como la novela y Ford y Hitchcock dos grandes artistas, y de ese modo canonizaron el cine y obligaron a los cineastas futuros a bregar con problemas parecidos a los que desde décadas atrás afrontaban los novelistas.
¿Ocurrirá lo mismo con rock and roll? ¿Es la canonización de Dylan y su elevación a la cátedra de la alta cultura un presagio de que está a punto de ocurrir? ¿Empezarán a componer los músicos pensando en los museos, en las academias, en las universidades y en los críticos, y añadirán las restricciones de la alta cultura a las que ya les impone el mercado? ¿Van a perder la visceralidad feliz, la gozosa barbarie y la frescura gamberra que todavía conservan? No lo sé. Lo que sí sé es que, el día que eso ocurra, el rock estará muerto. Y nosotros estaremos de luto.
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