Castillos de palabras
Conviene que el periodista escriba para más gente de la que está al tanto de la cuestión
Joaquim Maria Puyal asumió el 5 de septiembre de 1976 el desafío de narrar por vez primera el fútbol en catalán. Se vio así en el brete de comunicar en ese idioma las expresiones castellanas que ya se habían extendido entre sus oyentes, incluso cuando hablaban en lengua catalana. Lo hizo con brillantez, huyendo de calcos y tópicos, tras un minucioso estudio lingüístico. Decidió por ejemplo que “cañonazo” se podía decir “gardela” o “cacau”, y desestimó “camisetes” para decir “samarretes”, escogió “gespa” por “césped” y “vestidor” en lugar del calco “vestuari”; “davanter” en vez de “delanter”…
Años antes, los locutores deportivos españoles ya se habían tomado la molestia de traducir del inglés expresiones como “offside” (fuera de juego), “goalkeeper” (portero), “referee” (árbitro)…
Lo mismo ha ocurrido en el tenis, léxico del que casi han desaparecido “lob” (globo), “smash” (mate) o “game” (juego), por ejemplo.
Éste es un ejercicio pendiente aún para los narradores de la fórmula 1, que llenan sus relatos de anglicismos perfectamente traducibles; quizás porque no saben traducirlos.
La Defensora del Lector de este periódico, Lola Galán, escribía el 16 de octubre sobre una crónica de la edición catalana que relataba en castellano una fiesta de castells, esas espectaculares torres humanas tan típicas de Cataluña.
El autor del texto intercalaba muchos términos catalanes sin explicarlos, lo cual suscitó las críticas de la Defensora. El periodista respondió que había redactado su artículo para la edición catalana y pensando que sus lectores sabrían lo que es “un 3 de 9 amb folre i manilles y el 4 de diez con f+m y la torre de ocho sin folre”, y que conocerían también el significado de términos como acotxador o enxaneta.
Igual argumento pueden aportar quienes escriben sobre fórmula 1: los interesados ya saben qué son el pit lane o los slicks. Sin embargo, conviene que un periodista aspire a escribir para más gente de la que está al tanto de la cuestión. Porque un mismo lector es el que se informa en las páginas de Economía, de Política, de Ciencia, de Deportes, de Cataluña…, y accede a ellas desde Segovia o desde Brisbane. Si cada redactor presupusiera en su público el conocimiento de todas las jergas correspondientes a cada una de esas materias, estaría imaginando un lector enciclopédico que rara vez se da.
Tras publicarse el texto de la Defensora, el filólogo Rudolf Ortega escribió en el suplemento en catalán Quadern un artículo donde se planteaba cómo traducir los vocablos del mundo casteller. Y proponía alternativas muy certeras: “La canalla podría ser la ‘chavalería’, el pom de dalt se podría resolver como ‘pomo en alto’, y para acotxador podríamos probar ‘agachador’. Y para fer llenya podríamos recurrir a ‘acabar en montonera” (…).
El autor sugiere que la Academia asuma esa función traductora. No sé si esto forma parte de sus misiones, sobre todo si debe abarcar todas las manifestaciones populares de España y América. Pero tal vez sí corresponde esa responsabilidad a quienes dominan el catalán y el castellano y por tanto son capaces de resolver ahora estos desafíos igual que hizo Puyal en su día con el suyo. Para eso hace falta un cierto grado de amor a las dos lenguas, como el que el propio Rudolf Ortega muestra en su artículo. Y como el que se echa de menos en las transmisiones de automovilismo.
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