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Divagaciones de sobremesa

Javier Mariscal
Manuel Vicent

NORMALMENTE SON las mujeres desde el Neolítico las que han gobernado la cocina del hogar. Y desde esos tiempos tan remotos las mujeres se dividen en dos: las que cocinan con alegría y las que lo hacen maldiciendo su suerte. En principio guisar es un ejercicio feliz siempre que se tengan a mano los ingredientes y los condimentos necesarios; si la cocinera guisa cantando, esa felicidad llega hasta el estómago de los comensales, pero si guisa a contra dios haciéndose la víctima, esa mala onda también se transmite y hará, sin duda, que el bicarbonato sea el postre indispensable en la sobremesa.

Se puede hacer una pequeña historia de la evolución del paladar español durante los últimos 40 años. Recién salidos del hambre histórica, lo que más se valoraba en los restaurantes era que las raciones fueran copiosas, que desbordaran los platos, que se pudiera repetir y que los camareros fueran simpáticos, que contaran chistes y todo eso. Algunos de esos restaurantes solían tener nombre alemán y en ellos el codillo era el rey; otros eran asadores y la puerta había sido sustituida por una rueda de una carreta y el nombre labrado en hierro con letras góticas. La filosofía consistía en que no te pudieras levantar de la mesa a causa de la panzada en honra y gloria del dueño. A esos establecimientos acudían clientes satisfechos de sí mismos, los últimos estraperlistas, los primeros nuevos ricos comisionistas, gente del régimen y peces gordos en los estertores del franquismo. Mientras las risotadas de los triperos resonaban inmunes a cualquier cargo de conciencia, la subversión política que acontecía en la clandestinidad se establecía alrededor de la tortilla de patatas casera y del vino peleón con tetrabrik. En la alcantarilla los pepinillos de Bulgaria eran muy apreciados y los arenques a la vinagreta se comulgaban como una golosina ideológica, porque entonces los progresistas estaban más interesados en debatir sobre la realidad objetiva que opinar sobre tablas de quesos y cosechas de vinos. Entonces esta veleidad podía condenar al ostracismo al que hablara de ello en las sobremesas. La austeridad del chorizo racial de Cantimpalos, que coronaba el festín del cocido, era el último horizonte de la gastronomía.

Pero lentamente, a medida que la libertad se iba arraigando en nuestro país y la democracia alcanzaba su lugar en las instituciones, comenzaron a cundir los reservados en los restaurantes donde se urdían las primeras capillas políticas alrededor de platos más elaborados. No obstante, algunas reuniones políticas aún se celebraban con unas lentejas, un plato que, como en la Biblia, pronto sería el símbolo de transfuguismo político.

La filosofía consistía en que no te pudieras levantar de la mesa a causa de la panzada en honra y gloria del dueño. .

Hubo un momento en que el desencanto de la Transición hizo que mucha gente de izquierdas se pasara del marxismo a la gastronomía. El derecho al placer de la mesa fue reivindicado como una conquista. La fiesta empezó cuando algunos de estos ideólogos encontraron en la sopa de la abuela más sustancia que en sus creencias. Y se pusieron a cocinar. A invitarse a sus casas. A desafiarse en la calidad del guiso. Incluso a presumir de crear platos de su propia inspiración. Era un verdadero peligro aceptar la invitación de uno de estos nuevos gastrónomos salidos de la clandestinidad.

Si uno va a un restaurante puede permitirse el lujo de sentenciar que el vino está picado, que el filete está poco hecho y mandar de nuevo la comanda a la cocina para que la cambien más a su gusto. Pero si te invita a su casa un amigo, sobre todo si es un viejo camarada o compañero de partido, y presume, él o su pareja, de haber cocinado esa receta que ha leído no se sabe dónde, o lo que es peor, se la ha inventado sobre la marcha, ¿cómo le dices que lo que te ha obligado a comer sin protestar es una pura basura?

La gastronomía como literatura tiene entre nosotros unos antecedentes preclaros. Josep Pla escribió un libro delicioso sobre cocina, Lo que hemos comido. Es una breve historia neopositivista de los alimentos terrestres. Por cierto, este escritor solía comer algunas veces en el restaurante del Hostal de La Gavina, de S’Agaró, extraordinariamente caro y exquisito, pero el dueño solo le cobraba 100 pesetas por una deferencia para que no se sintiera invitado y pudiera volver cuando le apeteciera. Pla recomendaba el restaurante a los amigos. “Se come estupendamente y es muy barato”, decía. Néstor Luján, Álvaro Cunqueiro y Julio Camba fueron tres literatos culinarios que establecieron la filosofía del gusto antes de que se pusiera de moda la nueva cocina.

Si el trabajo en la cocina exige paciencia, buen ánimo, naturalidad, imaginación y tiempo, todo lo que vaya contra estas reglas representa un peligro que hay que evitar. Por eso resultan un tanto infames esos concursos culinarios en televisión en los que unos infumables master chefs someten a unos niños a elaborar platos bajo el estrés de las descalificaciones, de la prisa y el premio, haciendo de esta labor un espectáculo.

Otro de los peligros de la cocina es el esnobismo que se deriva de la dictadura de los cocineros de renombre. La cosa empezó en Francia cuando el hecho de comer, una necesidad básica, se transformó en una filosofía del gusto a cargo de unos genios, Paul Bocuse y los hermanos Troisgros, restauradores de Lyon, creadores de la nueva cocina. Allí fueron a aprender nuestros cocineros vascos Arzak y Subijana.

Los pioneros de la nueva cocina trajeron unas reglas de oro: ir cada día al mercado, recuperar y revisar platos perdidos, innovar e investigar.

Hubo un tiempo en que la moda de los ricachones consistía en coger el avión privado para ir a degustar un plato de un restaurante famoso de Francia a 3.000 kilómetros de distancia y allí se encontraban con que había perros de lanas sentados a la mesa junto a sus amos con una servilleta colgada del collar y que eran atendidos con gran devoción por un maître exquisito. ¿Qué quiere, mon petit chien, una tortilla gratinada a las finas hierbas? Puede que ese caniche fuera el comensal más educado de todo el comedor. Normalmente en esos restaurantes se da el síndrome del sirviente aunque se trate de clientes elegantes acostumbrados a exquisiteces o triperos muy hechos a darse buenas comilonas. Cuando el maître, con una autoridad que tal vez le baja del más allá, comienza a explicar un plato imposible de imaginar, hay que ver la cara que ponen esos comensales, como si estuvieran oyendo una oración sagrada. Nadie se atreve a preguntar. Se supone que han llegado a ese tabernáculo solo para complacer al cocinero.

Hace 40 años se estableció en nuestro país la nueva cocina. Fueron sus pioneros Juan Mari Arzak y Subijana, que trajeron del Congreso de Gourmets que se había celebrado en Francia, según una tradición que arrancaba de siglo XVIII, unas reglas de oro: ir cada día al mercado y pelearse directamente con los proveedores; unir la cocina a la cultura; revisar y recuperar los platos perdidos; constatar la autenticidad de las recetas en vigor y, a partir de estos presupuestos, crear, innovar e investigar como si las papilas gustativas fueran un territorio inexplorado, lleno de sorpresas./

Todas las cocinas son regionales puesto que se nutren de las costumbres y alimentos que crecen alrededor. En la cocina se instaura la verdadera cultura porque si es cierto que uno es lo que come, en la mesa se establecieron por primera vez las reglas de la urbanidad y quedó instaurada una moral de convivencia social. Los romanos creían que el hogar estaba protegido por los dioses lares, a quienes se honraba con un fuego perenne. Con el tiempo se demostró que eran los cocineros los dioses que unificaban a la familia y el fuego sagrado que los honraba solo era el de la cocina./

Siendo un asunto esencialmente regional, los platos se han convertido en una competencia del gusto, la cocina vasca contra la catalana, la gallega contra la castellana o la andaluza o la valenciana o la murciana, y en cada una de ellas unos héroes, que son los cocineros que deben estar a bien con cualquiera, de derechas o de izquierdas, corrupto u honrado. Nunca mejor dicho que en este caso echarse los platos a la cabeza es un alarde de felicidad y de mutua inspiración. En los fogones de los grandes maestros convertidos en laboratorios se mezclan sabores, se unen elementos, pero a fin de cuentas cualquier producto pasa por el fielato del paladar previo examen por la vista y el olfato. La riqueza de sabores no está reñida con la naturalidad./

Por mi parte, odio los platos cuadrados, la comida convertida en una performance, la explicación sofisticada y promovida por la literatura cursi de la explicación del maître, el que alguien conocido pase junto a mi mesa en un restaurante y después de saludarme me diga: “Que aproveche”; odio la superabundancia de master chefs y que un comensal patoso sea mucho más pesado que digerir una fabada con chorizo. Odio que se use el adjetivo espectacular para ponderar la calidad de un guiso. Y sobre todo odio que en un restaurante entre la tuna tocando Clavelitos. Por lo demás, creo que comer, aunque sea un trozo de pan y una sardina, es un acto místico./

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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