Nápoles, pizzas y centauros
COMO NORMAN LEWIS, a las cinco horas de pisar suelo napolitano también yo quería salir de allí lo antes posible, pero al cabo de una semana me habría quedado a vivir. El tráfico es demencial, las calles tienen una densidad similar a las de Calcuta, la red hotelera es prehistórica, la delincuencia es omnipresente, la pobreza, la suciedad, el estruendo, el caos golpean al recién llegado con un puño de hierro y humo.
Todas mostraban los labios pintados de marrón hígado e iban todas dispuestas sobre coturnos con plataformas de unos 50 centímetros.
Aquella misma noche comencé a asistir a escenas que parecían del cine americano de los años cincuenta. Una vez convenientemente expulsado del hotel por un corte de suministro eléctrico, cumplí con el inevitable paseo marítimo hasta el castillo del Huevo, gigantesca fortaleza normanda plantada sobre la roca marina, y durante el paseo ya me fascinó un primer espectáculo popular, el despliegue de las napolitanas, abuelas, madres o hijas, barnizadas por ceñidísimos pantalones negros, con unos corpiños que exhiben el ombligo hundido en las turgentes carnes, y melenas africanas. Todas mostraban los labios pintados de marrón hígado e iban todas dispuestas sobre coturnos con plataformas de unos 50 centímetros. Algo digno de verse. A su alrededor revoloteaban unos muchachos delgaditos, rapados, con gafas de sol (sobre todo por la noche), patillas y piercing, muy semejantes a espermatozoides bailando en torno al óvulo, según se dibuja en algunas láminas anatómicas.
Solo cuando me había sentado a una de las mesas surgió la amenaza: un cantante napolitano de manual, ya muy tronado, con la gran barriga sobre el cinturón, guitarra ornamentada, bigotito a lo Gilbert Roland, pulseras de oro y el indudable aspecto de ir a cantar toda la noche 0 sole mio se instaló frente a las mesas y escuchó durante unos instantes el chapoteo de las embarcaciones y el agradable entrechocar de los aparejos. Luego preguntó a la concurrencia nativa si había alguna petición para aquella noche. En efecto, la había. Pero debo decir que no cantó 0 sole mio ni una sola vez. La primera petición fue una cavatina de Donizetti y al punto supe que aquel hombre podía haber triunfado en el Liceo. Su voz recordaba a la del joven Alfredo Kraus, aunque no dejó el cigarro ni en plena cavatina. Nunca había visto salir humo de la garganta de un tenor durante su actuación. Era como un Vesubio.
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