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Las luces de Laponia

Un trineo tirado por renos.
Un trineo tirado por renos.Samuel Aranda

NUEVE DE LA NOCHE y el piloto de Norwegian Airlines anuncia que pronto tomaremos tierra en el aeropuerto de Alta. Nos asomamos por la ventanilla y las extrañas nubes que nos rodean tienen una tonalidad verde-violácea. Estamos en Finnmark, Laponia noruega. Es el mes de marzo y una de las mejores épocas del año –desde septiembre– para ver las auroras boreales.

El criador de renos Ante Per, vestido con ropa tradicional sami.

Nuestro guía nos busca temprano para conducirnos al primer asentamiento sami que visitaremos. Le explicamos nuestra experiencia de la noche anterior y él comenta divertido que ojalá no lleváramos ropa blanca. Aparentemente la tradición desaconseja ese tipo de indumentaria, ya que las coloridas luces del Norte representan para los samis el espíritu de las mujeres que murieron solteras, y el blanco les recuerda la boda que no tuvieron.

Una caseta de madera abandonada en la isla de Seiland, al norte del país.

Los samis son descendientes de los primeros habitantes de la península escandinava y uno de los últimos pueblos aborígenes de Europa. Ante Per nos recibe vestido con el traje tradicional de su gente. Como la mayoría de los samis de tierra adentro, su familia se dedica a la cría del reno. Mientras damos un paseo en un trineo tirado por estos animales, nos cuenta que él es el único que se quedó en casa mientras su padre y sus hermanos recorren las tierras de invierno. Cuando su padre vuelva, él irá también a traer los rebaños a las tierras de verano, en donde estarán más frescos. Le preguntamos cuántas cabezas tiene y se niega a responder. Es como si yo les preguntara cuánto dinero tienen en el banco, nos dice. Criar renos es más que un negocio, es una forma de vida. A partir del final de la Segunda Guerra Mundial, el nomadismo de los pastores se ha visto más limitado, pero siguen considerando la casa en la que viven como un refugio temporal. Su verdadero hogar está en la naturaleza. Durante generaciones los antepasados de Ante Per han vagado por el norte de Rusia, Finlandia, Suecia y Noruega en busca de las mejores tierras para sus rebaños. Como a cualquier otro pueblo indígena de cualquier lugar del mundo, las fronteras de los Estados les resultan tan forzadas como ajenas.

Ante Per prepara la madera para una hoguera. En la segunda foto, varios peces capturados durante la noche.

Al día siguiente partimos hacia los fiordos, en concreto a la isla de Seiland. Vamos a visitar a mi amigo André, sami por parte de padre, al que conocí en mi primer viaje a estas tierras. Un desierto helado que atraviesa bosques y ríos nos lleva hasta la costa, y desde ahí un ferri nos cruza a la isla. Después de pasar la noche en la cabaña que André pone a nuestra disposición, nos unimos a él y a otras tres personas para ir a buscar unos renos extraviados. Montados en motos de nieve y provistos de trajes de supervivencia, nos adentramos en las montañas. Volvemos sin los renos pero con una idea bastante clara de por dónde seguir el rastro. André ha preparado un lavvo para que pasemos la noche junto a un lago helado. El lavvo es la tienda tradicional sami: cónica, de tela y con un agujero en el techo para dejar salir el humo.

El fuego dentro de una tienda de campaña tradicional sami, con una abertura para que salga el humo.

En el centro, entre las pieles de reno sobre las que nos acomodamos, tiene una estufa de leña que hace las veces de cocina. André es hijo y nieto de chamanes, y conoce algunos conjuros para calmar los dolores y detener las hemorragias. Su abuelo fue un gran líder que gozó del respeto de su gente. Sobre el final de la guerra, cuando los nazis se retiraron de la zona, Hitler dio la orden de que no dejaran nada al enemigo y todo fue arrasado. Bosques, casas, cosechas, ganado. Todo sucumbió al fuego. Antes de ir a esconderse en las montañas, su abuelo hizo un conjuro para volver invisible la casa familiar. Al estar bastante aislados tuvieron tiempo de preparar una cueva para pasar el invierno. Cuando llegó el momento fueron hasta allí en una barca de motor, sellaron el motor, hundieron la barca y se instalaron en la cueva. A veces veían pasar por el mar alguna patrulla alemana y rezaban para que no los descubrieran. Cuando estuvieron seguros de que no había habido ningún movimiento en semanas, decidieron reflotar la barca –el motor funcionó perfectamente– y volver a casa. Su cabaña era la única que no había sido incendiada.

Un grupo de casas en Seiland.

Sentados alrededor del fuego, André nos cuenta el modo en que la evangelización cristiana les empujó a entregar sus tambores rituales. Se trata del instrumento a través del cual se ponen en contacto con los espíritus y con las fuerzas de la naturaleza. Sobre ellos el chamán hace bailar un anillo de oro y otro de plata que representan el Sol y la Luna, y en sus movimientos descifran mensajes secretos. André ya no lleva sus anillos como en otra época. Desde hace un tiempo está muy pensativo respecto del papel que le toca y de la responsabilidad que representa poder ayudar a los demás. Salgo un momento a la noche y pienso en la responsabilidad que cada uno debiera sentir al respecto, mientras veo el modo en que las auroras dibujan formas inverosímiles en el cielo. Los científicos dicen que se trata de partículas del Sol que al impactar contra los gases de la atmósfera se ven atraídas por el magnetismo de los polos. Miro la nieve alrededor, la montaña que habrá cambiado muy poco desde los tiempos en que la familia de André tuvo que esconderse, y una parte mía agradece no ir vestido de blanco. Respetuosamente saludo a los espíritus de las mujeres samis y vuelvo a entrar en el lavvo para reunirme con los otros junto al fuego.

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