Concédeme este baile
No le apetecía nada ir a aquella boda.
No se trataba de su prima, con la que no había tenido demasiado contacto aunque nunca se hubieran llevado mal. Ni de su familia, a la que quería vaga pero razonablemente. Tampoco tenía nada mejor que hacer ese fin de semana, pero los argumentos de su madre la sacaban de quicio. Ella siempre había sido la desastrosa, la rebelde, la que no hacía nada bien. Pues entonces, había contraatacado, que la dejaran hacer su papel y quedarse en casa. Que la liberaran del tormento de ponerse un vestidito, y unas medias, y los únicos zapatos que tenía, una tortura de medio tacón. Y sin embargo el sábado, a media mañana, salió de su casa tal cual y con una torera de terciopelo que le había prestado su hermana por si hacía frío, para más inri.
Esa era la inscripción que convenía a su estado de ánimo cuando se enteró de que, encima, había que entrar en la iglesia. ¿Y por qué, si ni siquiera me bautizasteis? Para que la abuela no se lleve un disgusto. La verdad era que adoraba a su abuela, y que ella se alegró muchísimo al verla con el vestidito y las medias y la torerita de su hermana. Luego intentó sentarse sola en la última fila, pero sus primas no la dejaron. Todas juntas, le dijeron mientras la arrastraban a uno de los bancos delanteros, es la primera prima que se casa, vamos a sentarnos todas juntas…
En la iglesia no le vio. Ni siquiera se fijó en los chicos jóvenes, a los que catalogó a simple vista como un infumable conjunto de pijos que estudiaban Administración de Empresas.
En la iglesia no le vio. Ni siquiera se fijó en los chicos jóvenes, a los que catalogó a simple vista como un infumable conjunto de pijos que estudiaban Administración de Empresas, así que menos iba a mirar a un señor tan viejo. Él sí se fijó en ella, sin embargo. Mientras avanzaba por el pasillo de la iglesia entre una nube de chicas de su edad, adivinó su incomodidad, lo extraña que se sentía con aquella ropa, su falta de práctica para andar con tacones, y se sonrió para sí mismo. El día de la boda de su sobrino nieto acababa de cumplir 62 años, pero, como en los cuentos de hadas, aquella prima de la novia se convirtió en un espejo hechizado, capaz de reflejar su juventud con una precisión asombrosa. Por eso no la perdió de vista. La estudió a distancia en el templo y de cerca, después, mientras los novios entraban bailando en la sala del banquete. Ella fue la única que no sonrió mientras la pareja hacía el ridículo. Él sonrió a su gesto de disgusto, no a los saltos que daba su sobrino.
Los sentaron en mesas muy distantes, ella con todas sus primas, él con sus hermanos y cuñadas, mucho más cerca de la mesa de los novios. Entonces la perdió de vista, pero al levantarse, de vez en cuando, la vio siempre callada, enfurruñada, con el móvil en la mano. Por eso, al escuchar la música, ni siquiera se lo pensó.
–Concédeme este baile, anda.
Al levantar la vista, ella vio a un hombre mayor que no lo parecía. No llevaba frac ni traje oscuro, como los de su edad, sino un pantalón negro, un chaleco verde, brillante, y una americana de color berenjena. Parecía un cantante de rock al borde de la jubilación, porque llevaba el pelo bastante largo, canoso como su barba de tres días, y unas botas de piel de serpiente que representaban la única posesión que le pareció envidiable en aquel salón repleto de joyas de oro y brillantes.
–¿Me está pidiendo que baile con usted?
–Claro –él sonrió–. O ¿qué quieres, seguir ahí aburrida hasta que se acabe la barra libre?
Y bailaron, él la tomó por la cintura, y la condujo con destreza, dando vueltas y vueltas, hasta que terminó el vals. Luego siguieron bailando. Ella primero sintió que habían dejado de dolerle los zapatos, después que tenían más sitio libre alrededor, por fin que les estaban haciendo un corro. Cuando el ritmo de la música cambió, lamentó por anticipado que el baile terminara, pero su pareja también sabía bailar salsa. Y cumbia. Y twist. Lo bailaba todo, y lo hacía mejor que ella, que nunca había destacado en otra cosa que en el baile, que era la mejor bailarina de todas sus primas.
Cuando pararon a descansar, él le preguntó qué quería tomar, y le ofreció algo mucho más valioso que una copa.
–Yo era igual que tú. Y al final no es tan terrible, ya lo verás.
Ella sonrió, chocó su vaso con el de su pareja y ninguno de los dos dijo chinchín.
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