_
_
_
_
_
MIRADOR
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Lo básico

La estructura industrial de un país depende de la apuesta que hagan sus poderes públicos por la investigación y el desarrollo

Javier Sampedro
Placas de Petri con cultivos de células en el Centro de Biología Molecular "Severo Ochoa", instituto perteneciente a la Agencia Estatal Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).
Placas de Petri con cultivos de células en el Centro de Biología Molecular "Severo Ochoa", instituto perteneciente a la Agencia Estatal Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Uly Martín

Las crisis económicas suelen tener dos efectos inmediatos sobre la ciencia. El primero, muy conocido por crítica y público, son los recortes, porque la ciencia es uno de esos sectores que Gobiernos como los que padecemos y padecimos consideran las marías de la economía, que adornan y dan esplendor en tiempos de bonanza, pero son incapaces de contribuir a las grandes tendencias del empleo y el crecimiento, y son por tanto invisibles para la lupa cerril de la macroeconomía. Este es un error en el que no incurren (o incurren menos) las primeras potencias científicas, que no solo saben que la ciencia es una actividad estratégica que requiere continuidad, sino también que la estructura industrial de un país depende de la apuesta que hagan sus poderes públicos por la investigación y el desarrollo. Pero, como estas cosas tardan más de una legislatura en dar sus frutos, resultan un blanco ideal para la miopía política.

Y el segundo efecto es empezar a exigir más resultados aplicables a corto plazo, y menos ciencia básica sobre unas cuestiones tan fundamentales y abstrusas que maldito el ministro que las entienda. Más investigación aplicada y menos básica. Más ingeniería y menos filosofía, se oirá estos años por los despachos. Los genios, que se vayan a Harvard. Otro error.

Una anécdota viral dice algo así: “Señor Faraday, ¿y para qué sirve todo esto?”, preguntó el primer ministro británico William Gladstone. “No lo sé, señor”, respondió Faraday, “pero algún día cobrará usted impuestos por ello”. Cito de memoria, pero seguramente la anécdota es apócrifa, así que tengo tanto derecho a inventármela como cualquier otro. Michael Faraday, sin formación académica pero considerado el mejor experimentalista de la historia, y el gran físico y matemático James Clerck Maxwell abrieron un continente a la ciencia al descubrir, en la década de 1880, que la electricidad y el magnetismo no son dos fuerzas, sino dos formas de mirar a la misma fuerza, la fuerza electromagnética. Y que la luz era una de sus manifestaciones.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Fue esa percepción fundamental de la física básica la que desencadenó la revolución eléctrica que transformó el mundo en las décadas siguientes. Las cuatro ecuaciones simples y elegantes que Maxwell escribió en una cuartilla son el fundamento de los grandes sectores industriales de la primera mitad del siglo XX. El primer ministro Gladstone no llegó a cobrar impuestos por ello, pero sus herederos de todo el planeta se han puesto las botas. Así es como avanzan el conocimiento y la industria, no recortando a ciegas y exigiendo resultados a trancas y barrancas.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_