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Columna
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Errejón, la épica y la política

Javier Cercas

A FINES DE diciembre de 1875, en una carta a George Sand, Gustave Flaubert escribió: “Siempre me he esforzado en ir al alma de las cosas y en detenerme en lo más común, y me he alejado a propósito de lo accidental y lo dramático. ¡Nada de monstruos ni de héroes!”. La exclamación final define gran parte de la mejor novela moderna, aquella que, convencida de la mediocridad de su tiempo y de su obligación de reflejarlo, huyó de la épica y optó por la grisura cotidiana del hombre común y corriente, por la mediocridad del antihéroe total; James Joyce, quizá el mejor discípulo de Flaubert, llevó ese designio a un delirio de perfección: Ulises es la irrisoria epopeya imposible de un día común y corriente en la vida de un hombre común y corriente. Fue una operación genial, pero también contra natura, porque la épica es inherente a la novela –no en vano Cervantes la consideraba épica en prosa–, y quizá por eso una parte de la mejor novela posterior a la novela moderna ha intentado recuperar el espíritu o los rasgos o ciertos rasgos de la épica, para devolverle a la novela su ímpetu originario. Por eso y también porque, ya nadie duda de ello, el siglo XX y el XXI nos han devuelto a los monstruos; nadie debería dudar tampoco de que, como no hay monstruos sin héroes, nos han devuelto asimismo a los héroes. Esto ha sido bueno para el novelista o para los buenos novelistas, que son pocos; pero ha sido malo para los hombres comunes y corrientes, que somos casi todos. Esto ha sido bueno para la literatura, pero malo para la política.

La última vez que la épica entró en las instituciones democráticas ­españolas fue el 23 de febrero de 1981, cuando un puñado de monstruos irrumpió a tiro limpio en el Parlamento.

Hablo de la política democrática, claro está. En una entrevista veraniega, el simpático, bienintencionado e inteligente Íñigo Errejón, número dos e ideólogo de Podemos, sostenía que en las instituciones democráticas “hay espacio para la épica”. Yo creo que se equivoca. En las instituciones democráticas no debe haber ni el más mínimo espacio para la épica; de hecho, la principal obligación de la política democrática debe ser desterrar la épica de las instituciones en particular y de la vida pública en general. La última vez que la épica entró en las instituciones democráticas ­españolas fue el 23 de febrero de 1981, cuando un puñado de monstruos irrumpió a tiro limpio en el Parlamento y el país entero demostró que estaba hecho de hombres comunes y corrientes y que los héroes podían contarse con los dedos de una mano (y sobraban dedos). Si hubiese sido una novela, habría sido una obra maestra; pero no lo era, así que fue espeluznante. “Arma virumque cano”, dice Virgilio en el arranque memorable de la Eneida: la épica se hace con las armas; la política democrática, con las palabras. La política democrática no se parece a la épica arrebatada de Juego de tronos, donde héroes y monstruos pelean a muerte por el poder en dos continentes ficticios en medio de guerras, torturas, violaciones, secuestros de niños y asesinatos en masa; la política democrática se parece a la prosa serena y razonable de Borgen, donde hombres y mujeres comunes y corrientes, dotados de sueños, pasiones, deseos y debilidades mediocres de perfectos antihéroes, se esfuerzan por mejorar la vida de sus conciudadanos en una Dinamarca real, o por lo menos verosímil. No digo que en nuestro tiempo no haya espacio para la épica; lo hay a manos llenas, pero en Siria, en Irak y en muchos lugares de África, no en unas instituciones democráticas plausibles. Tampoco digo que no tengamos derecho a asaltar los cielos: tenemos todo el derecho del mundo a hacerlo; mejor dicho, tenemos casi la obligación (y quien no cumple con ella es un infeliz). Pero tenemos el derecho y casi la obligación de hacerlo en la vida privada –en el amor, en la literatura, en el cine, en la música–, no en la colectiva; el motivo es simple: igual que no hay dos personas iguales, no hay dos cielos iguales, así que tarde o temprano el cielo de una persona se convierte en el infierno de otra.

Lo que digo es que hay que desterrar la épica de la política y aspirar a una política prosaica, antidramática, de un tedio escandinavo. Lo que digo es que quien quiera épica que no haga política. Que lea novelas. O que las escriba.

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