Pinches píxeles
No hay descanso posible en la avalancha de correos, tuits, retuits, anuncios callejeros, televisiones perennemente encendidas
Uno de los mejores profesores que tuve durante mis años universitarios fue un zamorano, Ismael Martínez-Liébana, que enseñaba Metafísica y Fenomenología en la Universidad Complutense de Madrid. Era ciego, de modo que, para calificar nuestros trabajos finales, nos pedía que fuéramos a su oficina y se los leyéramos en voz alta. Recuerdo las palmas sudadas y el pulso tembloroso cuando me senté frente a él para leerle un ensayo que argumentaba —con la altanería tonta de los que tienen 20 años y no saben que no saben nada— en contra de la posibilidad misma del conocimiento a priori y de los juicios analíticos kantianos. Me escuchó con paciencia de elefante. Tuvo incluso la gentileza de tomarme lo suficientemente en serio para interrumpirme un par de veces y refutar algunos de mis argumentos (los desarmó como si desarmara una torre de legos, lento y con cuidado, devolviéndome las piezas una por una).
Pienso en él a menudo, sobre todo cuando siento que tengo el cerebro atiborrado de la basura que se cuela por la pantalla de mi computadora, por las ventanas de mi casa, por el teléfono, por donde sea. La contaminación visual que se acumula a lo largo de un día a veces se me transforma en una especie de náusea intensa y honda (definición de “píxel”: pelo atorado en la garganta; definición de “meme”: bola de pelos atorada en la garganta). Una náusea, seguida de la imposibilidad absoluta de pensar con claridad: todas las ideas meras regurgitaciones, todo pensamiento interrumpido por otro, una cadena de necedades. Como si a un televisor le diera fiebre y empezara a delirar y a cambiar de canales solo. Así me pasa.
Pienso en ese profesor, en su mundo sin ruido visual. No envidio su condición, por supuesto, pero sí la pausa que era capaz de hacer para formular bien una idea, la paciencia al explicar con absoluta precisión un concepto difícil y, sobre todo, la manera en que se sentaba a escuchar nuestros trabajos finales: toda su atención adherida a las palabras que íbamos hilando para él en la oscuridad. Habría que aprender a leer así, a escuchar así, e incluso a ver así. ¿Pero cómo? No hay descanso posible en la avalancha de correos, tuits, retuits, anuncios callejeros, televisiones perennemente encendidas en los bares y cafés, y la constelación de pantallas de teléfonos centelleando entre las multitudes callejeras.
A veces tengo la impresión de que cada píxel que se le agrega al mundo le resta un gramo de vitalidad a nuestras almas. Claro, aquello supondría que existen las almas y que la vitalidad se puede medir en gramos —aseveración que el profesor Martínez-Liébana quizá me refutaría—.
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