Las playas blancas son excrementos de un pez esencial para la humanidad
Los peces loro, que rebañan las algas de los arrecifes, son claves para amortiguar la catástrofe que ya ha matado a más del 30% de los corales
Piense en una playa paradisiaca. Una de esas de aguas turquesas, arenas blancas y palmeras torcidas que se esconden en el Caribe o en Hawái. Imagínese tumbado en ella bajo el sol, mientras las olas le acarician los pies. Está usted sobre una montaña de excrementos. Sobre un montón de deposiciones de pez loro.
Este animal de vivos colores pulula por los mares tropicales alimentándose de las algas que invaden los corales. Con su boca en forma de pico, rebaña los esqueletos de calcio de los corales y los excreta como arena blanca. Un único pez loro puede generar cientos de kilogramos de arena durante su vida. La industria turística depende, sin saberlo, de los excrementos de estos peces. Y media humanidad.
Llevo 30 años trabajando como bióloga marina y jamás, jamás, jamás, pensé que vería morir los arrecifes en los que he buceado durante décadas”
“Aquí están”, dice el zoólogo Eric Conklin, de la organización ecologista The Nature Conservancy, mientras se sumerge en la bahía de Kāne‘ohe, cerca de Honolulu (Hawái, EE UU). Bajo el agua, rodeado de peces de colores, Conklin señala una tupida capa de algas que ahoga los corales. “Es otro problema más”, dice, cuando saca de nuevo la cabeza. Los corales son animales microscópicos, aunque sus creaciones arquitectónicas se ven desde el espacio. Funcionan como los bosques en tierra. Ocupan menos del 1% del lecho oceánico, pero ofrecen alimento y refugio al 25% de todas las especies marinas conocidas. Y son esenciales para más de 500 millones de personas que dependen de los peces y del atractivo turístico de los arrecifes de coral.
“Llevo 30 años trabajando como bióloga marina y jamás, jamás, jamás, pensé que vería morir los arrecifes en los que he buceado durante décadas”, lamenta Ruth Gates, directora del Instituto de Biología Marina de Hawái. “Ya hemos perdido entre el 30% y el 50% de los arrecifes de coral del mundo. Si los corales desaparecen, puedo asegurar que los seres humanos lo pasaremos muy mal, pero no estamos consiguiendo que los ciudadanos se den cuenta de la dimensión del problema”, advierte.
La tranquila bahía de Kāne‘ohe, rodeada de palmeras, es una muestra de la catástrofe que ocurre bajo los océanos. Hasta la década de 1970, el lugar fue el punto de vertido de las aguas residuales de las poblaciones cercanas. Los corales se asfixiaban en sustancias tóxicas. Las algas indeseadas proliferaron. Los peces desaparecieron. Era un paraíso destruido por el ser humano.
Hasta que las autoridades decidieron detener el vertido. Los corales retomaron su colorida labor arquitectónica, pero se encontraron con otro enemigo. Las emisiones de CO2 de la industria han aumentado la temperatura del agua, un grado en promedio desde el siglo XIX, y la han acidificado. A estas amenazas se han sumado la sobrepesca de peces como el pez loro, vital para los arrecifes, la contaminación y la introducción de especies invasoras, como el alga que alfombra la bahía, escapada de instalaciones de acuicultura hace 30 años. Los corales están noqueados, muchos de ellos a un golpe definitivo de la muerte.
Ese golpe es cada vez más frecuente, según explica Gates. Los corales dependen de unas algas microscópicas, las zooxantelas, que viven en sus tejidos. Son su alimento y de ellas toman su color. Pero picos de contaminación o de temperatura provocan la huida de estas algas. Los corales se quedan entonces sin comida y se blanquean, un síntoma de agonía. La Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de EE UU ha constatado tres fenómenos de blanqueamiento globales: en 1998, en 2010 y otro que se alarga desde 2014. El de 1998 asestó un golpe brutal al 16% de los corales del planeta.
“Kāne‘ohe es un milagro. Aquí se han recuperado el 90% de los corales, pese a que hace unas décadas el agua estaba verde”, aplaude Gates durante una visita organizada por The Nature Conservancy, en el marco del Congreso Mundial de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), celebrado estos días en Honolulu. Tras una inmersión en la bahía, plagada de vida, es imposible imaginar el desastre de hace unos años.
Gates se pregunta por qué unos corales sobreviven a unas condiciones extremas, mientras que sus vecinos de al lado, a pocos centímetros o en otras bahías similares, mueren. Y no es una pregunta retórica. Quiere saber la respuesta. En su laboratorio lleva a cabo un proyecto controvertido: pretende acelerar la evolución natural, seleccionar los corales más adaptados, cruzarlos y criarlos, como se lleva haciendo con vacas, perros y cultivos durante siglos. Y, si se llega a un callejón sin salida, Gates propone repoblar los océanos con estos supercorales.
“El calentamiento oceánico es uno de los mayores desafíos ocultos a los que se enfrenta esta generación y estamos totalmente faltos de preparación para abordarlo”, ha alertado la danesa Inger Andersen, directora general de la UICN, durante el congreso, al que EL PAÍS ha acudido en un viaje pagado por la organización. La UICN es la principal red medioambiental del mundo y está formada por 1.300 miembros, desde Estados soberanos a ONG.
El jefe de la División de Recursos Acuáticos del Gobierno de Hawái, Bruce Anderson, pone sobre la mesa medidas de conservación más tradicionales que los supercorales, destinadas a amortiguar los efectos seguros del cambio climático. En la orilla de la bahía de Kāne‘ohe, Anderson anuncia su intención de aumentar las áreas marinas protegidas, incrementar el control sobre los vertidos tóxicos y limitar la pesca del pez loro y otras especies que comen algas nocivas. Las autoridades hawaianas trabajan desde 2005 con The Nature Conservancy para aspirar, literalmente, las algas invasoras de los arrecifes, mediante dos tuberías de vacío a las que han bautizado Super Suckers (“Super Succionadoras”).
El zoólogo Eric Conklin aplaude el plan de Anderson para la bahía, aunque de momento son solo promesas que se tendrán que discutir con las comunidades locales implicadas, como la de pescadores, con peso político. El pez loro se vende a unos 33 euros el kilogramo en Honolulu, donde se sirve en los restaurantes con el nombre local uhu. Para Gates, esas medidas no son suficientes. “Los fenómenos globales de blanqueamiento son cada vez más frecuentes. Hablamos de proteger los arrecifes de coral y esperamos que eso sea suficiente pero ¿y si no funciona? ¿Qué haremos?”, se pregunta la bióloga marina. “Necesitamos la mejor ciencia posible. Y la necesitamos ya”.
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