Correr sin freno
UNA MAÑANA de julio, el secretario de Estado de Cultura, José María Lassalle, de 49 años, llega a su despacho, en Madrid, tras haber corrido 13 kilómetros. Hay un brillo de exultación en su semblante. “Entrar en la Casa de Campo todavía de noche y encontrarme allí con el amanecer es toda una experiencia estética e íntima. El sol, tan bajo, alfombraba mis pasos, y en medio del silencio yo me escuchaba a mí mismo: oía mis pulsaciones, notaba la progresión del sudor, sentía que mi cuerpo y mi mente se sintonizaban plenamente. Hay algo místico en esas emociones. He acabado de correr con la sensación de que ya había hecho el día”.
Desde las primeras luces del alba y aun antes –con los frontales para iluminarse en la oscuridad, si es preciso–, millones de habitantes de la aldea global corren por calles y parques, carreteras y senderos, impulsados por un resorte anímico, seguramente primitivo. Es como si una parte de la humanidad se hubiera constituido en la fraternidad universal del sudor y experimentara una nueva manera adictiva de estar en la vida, como si las urbes del planeta se hubieran ensamblado en una carrera de relevos sin fin, como si el repiqueteo de las pisadas, tap-tap-tap-tap, marcara el signo de los tiempos. ¿Cómo se explica esta movilización general? ¿A santo de qué el Homo corredor de nuestros ancestros regresa masivamente en el siglo XXI? ¿Es un cable de tierra que las gentes se procuran para huir de la turbación y el mundanal ruido? ¿Representa un punto de inflexión, un replanteamiento de valores? ¿Tiene que ver con la superpoblación urbana, con el modo de vida, con las crisis económicas? Lo seguro es que la formidable expansión del correr no habría sido posible sin la incorporación masiva de la mujer.
¿Por qué corren? ¿Qué persiguen? ¿De qué huyen? La fiebre del correr, antes footing, ahora running, se consolida como un fenómeno universal que en Estados Unidos ha contagiado ya a más de 50 millones de personas y genera 3.000 millones de dólares (2.650 millones de euros) anuales. No parece una moda pasajera. Esta pasión colectiva apunta más lejos y a fondo en una doble dirección exterior e interior. Detrás de cada dorsal hay motivaciones íntimas e historias personales, a veces soterradas y mimetizadas en la soledad del corredor de fondo. “Empecé a raíz de la repentina muerte de mi mejor amigo, maratoniano, que falleció a los 35 años víctima de una leucemia aguda”, cuenta Juan Soroeta, donostiarra, de 56 años, profesor de Derecho Internacional. “Después de varios meses de depresión, en homenaje a él, decidí ponerme a correr por primera vez en la vida, y me fijé como objetivo su marca de 2h 59m en el maratón. Me costó 10 años, pero desde que la conseguí no he parado. Llevo 30 maratones encima”.
“Resetear” la mente por esta vía es una expresión de uso habitual que invoca tanto al poder de relajación como a la oportunidad de rearmarse emocionalmente en un provechoso proceso de reflexión interior. Lo explica el psiquiatra Luis Rojas Marcos, que a sus 72 años no falla a la cita maratoniana de Nueva York. “Mientras corro, a menudo me vienen a la mente soluciones a problemas que consideraba insolubles. Me da la oportunidad de hablar conmigo mismo, de escuchar música o de compartir el tiempo con compañeros y seres queridos”. Todo corredor lleva un propagandista dentro con el doble mensaje de que esta actividad puede cambiarte la vida o mejorarla, y que, puestos en la balanza, los beneficios pesan mucho más que los sacrificios y lesiones. “Corro porque es divertido, placentero, aclara la mente, te lleva a viajar, a hacer amigos, a mantenerte en forma y conocerte a ti mismo. Incluso el esfuerzo es positivo en la medida en que fortalece la mente, potencia la determinación y la constancia”, sintetiza David Cabeza, analista financiero.
Al indudable círculo virtuoso de este deporte –es saludable, barato, democrático; puedes practicarlo cuando quieras, como quieras, donde quieras, en solitario o en grupo– cabe oponerle sus propias sombras: posee un componente adictivo y puede inducir a la obsesión por batir marcas y a acometer retos arriesgados sin la adecuada preparación. Encontrar plaza en el medio millar de multitudinarios maratones que se celebran anualmente en el mundo no es tarea fácil porque la apoteosis del correr ha puesto al alcance de las masas la distancia mítica de los 42 kilómetros 195 metros. Ahora se trata de probarse en la combinación de disciplinas –hay un pasillo del maratón al triatlón– y en el endurecimiento de las condiciones: competir en la montaña, el desierto, la superficie helada de los polos…, a temperaturas altísimas o con muchos grados bajo cero, cargando con la comida, con el material para vivaquear.
El mito del superhombre renace en la forja de las pruebas de Ironman extremas que proliferan cada vez más como estrella de un fenómeno que lo abarca todo: de las carreras de 3.000 metros a las de 555 kilómetros; del asfalto a la hierba, la piedra, la arena o la nieve; del parque urbano a los barrancos y las cumbres de alta montaña. Hay dos millones y medio de españoles, tantos como pares de zapatillas deportivas se venden al año, que corren al menos una vez por semana, en un país en el que la industria del sector factura más de 300 millones de euros anuales y las pruebas atléticas populares superan las 3.000.
¿Por qué corre Kilian Jornet? “Siempre hay razones enterradas que nos conducen a hacer lo que hacemos. Es una búsqueda que nos lleva toda la vida descubrir”, reflexiona este ultramaratoniano y esquiador de montaña de Sabadell en el que se miran los corredores más serios. Jornet, de 28 años, un atleta portentoso que lo gana todo y supera los retos más exigentes, dispone también de una respuesta en versión corta: “Corro, escalo y esquío para sentirme feliz”. Dice que ignora sus razones de fondo, pero que quizá tienen que ver con “nuestra naturaleza animal, la búsqueda de uno mismo a través de la explotación de los límites, la maravilla de los paisajes y también con el limbo situado entre la pulsión que me hace acercarme a la muerte y el reflejo que me hace mantenerme en la vida”.
Pese a que las competiciones populares ofrecen con frecuencia escenas de sufrimiento y hasta un cierto patetismo, conviene no dejarse llevar de antemano por la conmiseración, ni siquiera a la vista del corredor torturado, espasmódico, que se retuerce en la carrera. Sepan los espectadores que estos tipos invierten en dolor el placer que se cobrarán más tarde y que, en el ejercicio masoquista del sufrir como antesala del gozar, ellos mismos se procuran sustancias dopantes que inhiben las alertas de fatiga y amortiguan su calvario. El cerebro entra en acción cuando los músculos se abrasan con el ácido láctico y el cuerpo grita parar, acabar con el tormento. Está demostrado que el ejercicio físico estimula la producción de serotonina en el cerebro y que esa hormona facilita las emociones positivas y protege de la depresión.
“El cuerpo cultiva sustancias que ofrecen un tono vital alto y repercuten positivamente en la llamada hormona de la felicidad. Al correr, nos beneficiamos de ese estado de bienestar”, destaca Francesc Torralba, filósofo, autor del libro Correr para pensar y sentir (Lectio). Llegar a la meta, cumplir con el objetivo, sobrevivir a la dura prueba, instala a los corredores en una suerte de nirvana emocional, un estado de euforia que activa un circuito de autoconfianza, reposición de energías y ansias de volver, por mucho que hayan acabado derrengados, jurando y perjurando que nunca jamás se someterán a semejante padecimiento.
Marta Carrasco, de 39 años, dos hijos, auditora en Deloitte –el club de corredores de esta compañía lo componen más de 200 empleados–, ha acabado su travesía de montaña de 115 kilómetros con esta exclamación: “¡Nunca más!”. Dice que no comparte el furor general, que pasa de entrenadores y dietas personales, que solo corre para relajarse y mantenerse en forma. Sin embargo, cualquier corredor experimentado dejará en suspenso esa promesa porque supone que, pasado un tiempo, Marta puede muy bien reconsiderar su decisión y volver sobre sus pasos. “A veces, yo mismo me asusto al ver la dependencia real que causa esta adicción. El cuerpo te pide correr todos los días, estés como estés”, subraya David Rodrigo, de 36 años, técnico mezclador que trabaja en La Sexta. “Cuando un deportista no puede hacer ejercicio, se siente como gato encerrado, porque necesita su dosis de endorfinas diaria”, apunta Ana García Orden, maratoniana, empleada de Bankinter, que distingue entre los corredores que hacen de ese deporte una filosofía de vida y los que se mueven por instinto gregario arriesgando sin la imprescindible preparación.
Todo corredor de maratón sabe que competir contra sus propios límites o contra los demás entraña poner a prueba no solo la preparación física adquirida, sino también la inteligencia y el temperamento. Sabe que no siempre ganan los más dotados y que la droga más poderosa es la que fabrica el cerebro cuando, rebasado por lo general el kilómetro 30, aparece lo que denominan “el muro”, esa gran barrera fisiológica y mental que vacía las fuerzas de golpe y te atrapa en la sensación de que corres sin avanzar, como en la cinta del gimnasio. Martín Fiz la conoce perfectamente porque es también la pesadilla recurrente de sus sueños.
Campeón del mundo de maratón en 1999, a Martín Fiz le cabe el mérito de haber batido en algunas pruebas a los kenianos y etíopes, cuya supremacía en la larga distancia resulta abrumadora desde hace décadas. El dominio africano vendría a ratificar la tesis antropológica “nacidos para correr”, que explica el salto evolutivo humano por su capacidad para perseguir y agotar a los animales en la carrera. Faltos de la velocidad punta de sus presas, los humanos optaron por especializarse en persistir en el correr. Eso explicaría los ligamentos de la nuca en la base del cráneo que nos permiten mantener la cabeza inmóvil en carrera, los potentes músculos del glúteo que impulsan las piernas, y los tendones y ligamentos de los pies y los tobillos, imprescindibles para correr en velocidad.
“Estamos diseñados para correr descalzos. Los calcetines y el calzado actúan de mordazas que agarrotan nuestros pies y les impiden reaccionar a los estímulos de acuerdo con su naturaleza. Imagine qué les habría pasado a nuestras manos si las lleváramos embutidas en guantes de boxeo”, plantea Enric Gómez, de 52 años, maratoniano de San Cugat del Vallés (Barcelona). En 2012, antes de participar en el Maratón del Polo Norte –prueba que requiere abonar 11.900 euros como precio de inscripción–, Enric Gómez se entrenó durante meses con una bici estática en el interior de cámaras frigoríficas industriales de pescado y repostería para aclimatarse a los 29 grados bajo cero en que discurrió la prueba. Partidario del “descalcismo” y el “minimalismo” –solo usa sandalias tipo huaraches, similares a las de los indios mexicanos tarahumaras, en las competiciones de montaña–, corre descalzo desde hace cuatro años y sostiene que, tras una lenta y cuidadosa adaptación, se ha librado de las lesiones y fracturas. “Los pies se me han ensanchado y la piel y la almohadilla del metatarso se han hecho más gruesas”. Recuerda que al principio entrenaba por la noche porque le daba vergüenza que le vieran correr descalzo. En 1960, el gran Abebe Bikila ganó descalzo el maratón olímpico de Roma, pero es ahora cuando la industria pone a la venta zapatillas “guantes del pie”, inspiradas en el lema “Corre descalzo”.
La hegemonía de los atletas africanos se asienta, por lo visto, en la genética de poblaciones secularmente aisladas y acostumbradas a cubrir a la carrera recorridos kilométricos, así como en la ventaja que les aporta la vida en altitud. Martín Fiz añade a estas razones la necesidad de salir de la pobreza y la asimilación de valores como el esfuerzo, la austeridad, la humildad y la capacidad de sufrimiento. “Creo que si los españoles pudimos competir un día con los kenianos fue porque compartíamos algunas de esas cualidades. Mis padres dejaron su pueblo de Salamanca para ganarse la vida en Álava; Abel Antón es de un pueblo de Soria, lo mismo que Fermín Cacho. Desde pequeño, yo siempre he sabido que mi nivel de resistencia al sufrimiento era alto y que me iban las pruebas agónicas”.
A sus 53 años, al atleta vitoriano todavía le excita el “olor de los nervios” que los maratonianos expiden en los instantes previos a la carrera. El verdadero maratón empieza para él a partir de los primeros 30 kilómetros, cuando llega “el momento de la verdad” y hay que enfrentarse al “muro”, en el límite del sufrimiento humanamente razonable. “Me hago fuerte en esos trances. Me repito que he nacido para esto, me concentro y solo escucho, en un murmullo, los gritos de ‘¡Fiz, Fiz!’, ‘¡Ánimo, Martín!’. Me imagino alzando los brazos, subiendo al podio; pienso en mi padre, que se sacrificó para que yo tuviera mis primeras zapatillas de correr”.
No existe una fórmula. Para disputar el maratón, ese “Everest urbano”, todo corredor tiene que diseñar su estrategia de supervivencia mental y aferrarse a la idea de que los límites no son inamovibles. En Nacidos para correr, la célebre obra de Christopher McDougall (Debate), se cuenta que un hombre de 95 años hizo 40 kilómetros de montaña porque “nadie le había dicho nunca que no podía hacerlo”; nadie le había dicho que lo suyo era languidecer moribundo en un asilo de ancianos. Haruki Murakami recoge en su libro De qué hablo cuando hablo de correr (Tusquets) el mantra que un maratoniano recitaba desde el kilómetro 1: “El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional, depende de uno”. En la misma obra, el escritor japonés da cuenta de la experiencia metafísica que experimentó durante una larga carrera. “Tuve que echar mano de todo mi repertorio de recursos: no soy humano, soy una máquina y no tengo que sentir nada. Repetí esta frase hasta el momento mágico (…). Al llegar al kilómetro 75, sentí como si mi cuerpo hubiera atravesado una pared de piedra y pasado al otro lado”. A partir de ahí, el cansancio dejó de ser un problema. Durante el resto de la prueba, “fluyó como el viento” y sobrepasó a 200 corredores. “Si hay un contrincante al que debes vencer en tu carrera de larga distancia, ese eres tú”.
En los momentos en los que se trata de engañar al cuerpo y combatir sus requerimientos para que cese el suplicio, hay corredores que recitan jaculatorias y mantras de autoayuda: “Confía en ti”, “No estás solo”; que reviven escenas gozosas; que se recrean en el niño que creen haber sido; que piensan en su hijo, que les espera en la meta; en la madre, en la novia, en la fiesta, en los propósitos-coartadas que les empujan: “Corro contra la espina bífida”, “la violencia de género”, “el cáncer de mama”, “por la investigación de la leucemia infantil”, “por la independencia de mi país”, “a favor de los animales”…
Pocos reconocerán que padecen el síndrome de Peter Pan y que, por lo mismo que han roto con su mujer o su marido, corren por liberarse del peso de los años y volver a sentirse jóvenes. Otros ocupan así su tiempo de desempleados forzosos y se desfogan. Hay de todo, también frivolidad y extravagancia crecientes en las pseudocarreras temáticas –la del botellón, la de la batalla campal, la del barro…–, en acusado contraste con proyectos donde la humildad va de la mano de la calidad y la solidaridad. “Una de las mejores carreras es Hardrock 100. No hay podio, todos los que terminan son llamados y aplaudidos por igual, y tampoco se hacen diferencias en la inscripción”, apunta Kilian Jornet. En su opinión, el deporte es una manifestación extrema de un mundo muy jerarquizado.
Martín Fiz contempla con aprensión el avance del verano. Tras haber corrido unos 300.000 kilómetros, la vida de un buen coche, tiene molestias en un gemelo y necesita recuperarse plenamente para su próximo reto, el 25 de septiembre en Berlín. Cuando se retiró de la élite profesional, Fiz se marcó el objetivo de ganar los seis grandes maratones mundiales en la categoría de corredores mayores de 50 años. Ya lo ha hecho en Nueva York, Tokio y Boston. Le quedan Berlín, Londres y Chicago. No puede parar. ¿Qué haría si no pudiera seguir corriendo?, le pregunto. “Me sentiría como si estuviera condenado a una silla de ruedas. Supongo que podría hacer más cosas, pero no sé, necesitaría algo muy grande para seguir viviendo”, dice Martín Fiz. La respuesta de Kilian Jornet a la misma pregunta no difiere demasiado: “¿Se puede dejar de amar algo que has amado desde siempre? ¿Se puede dejar de amar a tu madre? Salvo accidente, parar es imposible para mí”. Cabe preguntarse si existe alguna otra pasión u hormona, ¿la del enamoramiento, quizá?, capaz de poner coto a esa dependencia vital y al mensaje subyacente de que detenerse es morir.
La incorporación de la mujer al deporte al aire libre es un elemento determinante en la eclosión mundial del fenómeno. En las distancias cortas y medias, componen ya la mitad del pelotón. Su progresión en los maratones, ultramaratones, pruebas de trail running (carreras de montaña) y triatlones Ironman es fulgurante, hasta el punto de que el maratón de Chicago cuenta con una participación femenina del 50%. Las mujeres bien preparadas tienden a alcanzar y superar a los hombres en las carreras más largas. De hecho, en la Leadville Trail 100 Run de Colorado (160 kilómetros) el porcentaje de las que terminan la prueba es muy superior al de ellos. ¿Cómo se explica esa alta competitividad física femenina en los ultramaratones? Los fisiólogos argumentan que el glucógeno del cuerpo, asociado coloquialmente por sus prestaciones con la gasolina súper, se acaba en los kilómetros 30 –el fatídico tramo del muro–, y tiene que ser sustituido por la grasa, el componente diésel del que las mujeres cuentan con mayor disponibilidad.
Cristina Mitre, periodista, fundadora del movimiento Mujeres que Corren, se inició para bajar peso, pero ha encontrado en esa actividad una provechosa pasión cargada de sentido. “Correr me hace poderosa. Es como el wasabi en el sushi: si lo pruebas, ya no puedes pasarte sin él”. Dice que correr alivia muchos síntomas de la menopausia y la menstruación y libera fuerzas interiores femeninas desconocidas. “Cada carrera es un festejo de vitalidad, la celebración de la vida”, afirma esta mujer entusiasta que superó un cáncer de ovarios y hoy se siente “mucho mejor pertrechada” para hacer frente a cualquier enfermedad. Felicidad, libertad y vida en plenitud son los estandartes mayores de este fenómeno que genera afinidades y reúne en el mismo empeño a banqueros y parados, jóvenes y viejos, deportistas de élite y principiantes.
“Corro para sentirme libre, sano y en paz conmigo mismo. Es una obsesión positiva que me ayuda a mejorar”, comenta desde las Montañas Rocosas de Colorado (EE UU) el empresario y economista Javier Arroyo, de 44 años, padre de dos hijos. Además de resolver su problema de sobrepeso –ha bajado de 110 kilos a 79–, Juan Rubio, de 45 años, con dos hijos, director de una agencia de publicidad, ha encontrado en el correr un molde en el que asentar una vida que declara marcada por la felicidad. “Ser maratoniano forma parte de mi manera de ser porque me gusta construir poco a poco, como se trabaja durante los cuatro meses de entreno del maratón”. Para Francesc Torralba, la palabra clave es liberación. “Correr es refrescante, te libera del estrés y de las emociones tóxicas y te reconcilia con la naturaleza. Es una forma de huir y de procurarse un refugio, y también un laboratorio personal en el que fluyen ideas y pensamientos. Le encuentro un vínculo espiritual en la medida en que permite la meditación y la oración”, afirma el filósofo catalán de 49 años, padre de cinco hijos.
“Correr enseña a disciplinarse y a enfrentarse a las dificultades, además de incrementar la capacidad de sufrimiento y de resistencia al estrés”, destaca David Pérez Renovales, de 50 años, padre de dos hijos, director de Línea Directa. Al igual que su hermano Jaime, secretario del consejo de administración del Banco de Santander, David forma parte del Círculo Empresarial Maratoniano, que reúne a decenas de capitanes de empresa. Como tantos otros, los hermanos Pérez Renovales siempre viajan con las zapatillas en la maleta. “No hay forma más bonita de conocer una ciudad que cuando se despierta”, dicen. De día o de noche, sobre el asfalto o la tierra, tap-tap-tap-tap, los pasos de los corredores resuenan por medio mundo como una señal de los tiempos.
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