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Glyndebourne, un pícnic de melómanos

Henri Cartier-Bresson (Magnum)

NI EL ESMOQUIN, ni los trajes largos ni las cestas de mimbre en el regazo distraen la mirada de los pasajeros convencionales en la estación Victoria. Londres es una ciudad inmunizada al desfile de las tribus urbanas. Y el ajetreo laboral en hora punta relativiza la sorpresa que proporcionan los melómanos con billete hacia Lewes. Ni siquiera cuando descorchan a bordo una botella de champán, rito iniciático y orgásmico de la liturgia que van a concederse en el ejido y el teatro de la familia Christie.

Es el destino de Glyndebourne, sobrenombre de una mansión de ladrillo y de piedra en la campiña de Sussex, al sur de Inglaterra, que ha engendrado con el tiempo –82 años ya– uno de los mayores festivales internacionales de ópera. No solo por la imponente propuesta musical, también por su idiosincrasia y sus hábitos ceremoniales.

Ninguno tan elemental o sofisticado como el pícnic del entreacto. Las praderas de hierba mullida que rodean la mansión predisponen al abandono y a la expansión de los melómanos, que despliegan sus manteles y sus cestas en una coreografía accidental. Y que acatan el espacio de las ovejas, igual que las ovejas respetan amaestradas las tertulias del atardecer. Les atrae poco el vino y menos aún el rosbif. Incluso balan con sigilo, como sigilosamente hablan los comensales. Cualquier exceso desluciría el éxtasis sensorial de la escena, que podría haberla pintado Hogarth en su estilizado costumbrismo. O haberla escrito E. M. Forster en su bestiario de porcelana.

De porcelana es la vajilla de Stoke que exhuman algunos melómanos. Y de hilo son los manteles que recubren las precarias mesas de la acampada, pero urge anticipar que el Festival de Glyndebourne sobrepasa el prosaico conflicto de la discriminación social. Y lo hace desde la observación de una norma no escrita que se acata con idéntica fidelidad al esmoquin y al vestido largo: el mayordomo se queda en el aparcamiento, igual que les sucede a los otros efectivos del servicio.

No es un problema para la mayoría de los espectadores porque la mayoría de los espectadores carece de mayordomo, pero el criterio impide la desmesura de la competición social en las praderas. Y exige a los sujetos adinerados exponerse al cargamento de sillas, mesas e intendencia de pícnic, acaso incorporando a su experiencia un cierto exotismo, una tregua a la jerarquía de las castas.

Una escena de la ópera Béatrice et Bénédict, de Hector Berlioz.

Semejante principio no contradice la exclusividad que pueda aportar cada cual al menú de la merienda-cena, pero implica ciertas obligaciones. Como encontrar el mejor sitio para acampar. Que puede ser la sombra de una escultórica matrona de Henry Moore. O que puede ser el estanque de los nenúfares a la espera de Monet. Y que no puede ser el campo de críquet, aunque la familia Christie no haya opuesto restricción a los aficionados. Por eso hay quienes se traen en el maletero los avíos. Y los que aprovechan el entreacto para disputarse un partido sin despojarse del esmoquin.

¿Quién o cuál es la familia Christie? Más que en la generación contemporánea, interesa reparar en Audrey Mildmay, discreta y hermosa soprano de la que se enamoró el empresario John Christie en los años treinta y a quien regaló de bodas un viaje por los grandes festivales europeos. Tanto les impresionaron los de Salzburgo y Bayreuth que emprendieron ambos por imitación una modesta iniciativa doméstica. O no tan modesta, porque atrajeron al maestro Fritz Busch, cuya máscara mortuoria incita a la devoción de un santo pagano en uno de los altares del teatro moderno.

Moderno quiere decir que se construyó en 1994 como solución al feliz problema en que se había convertido Glyndebourne de tanto ajetreo melómano. No vivieron para conocerlo ni John ni Audrey, pero las fotos de ambos reconocen el impulso embrionario en la biblioteca familiar, que puede visitarse con el pudor de un sacerdote en casa ajena. Y que impresiona no ya por los lienzos del settecento o por los anaqueles repletos de incunables, sino por el órgano eclesiástico de tubos que John Christie hizo construir en 1920, predisponiendo sin saberlo la alegoría del flautista de Hamelin.

La IDIOSINCRASIA CONSISTE EN ABANDONARSE. APARCAR LOS PREJUICIOS JUNTO AL MAYORDOMO. COLABORA A LA EVASIÓN LA FILARMÓNICA DE LONDRES.

Pues llegan los melómanos en peregrinación como si Glyndebourne fuera un hospital de almas. Y lo hacen en coche, apurando los meandros de asfalto con el antídoto de una biodramina. O lo hacen en tren, tuteándose con la vista a bordo de los vagones como si fueran los cómplices de una secta. E identificados todos ellos en la muesca de una corchea con la que el revisor va señalando los billetes y deseando una feliz velada.

–¿Y qué van a ver esta noche los señores?

Y los señores responden que Béatrice et Bénédict, no para desconcertar al funcionario ferroviario con una rareza del repertorio francés, sino para significar la personalidad de Glyndebourne en la búsqueda de óperas tan poco comunes como la que escribió Hector Berlioz hacia 1862 en homenaje a su difunta esposa.

Harriet Smithson se llamaba. Y la había conocido como heroína de Shakespeare. Unas veces fue Ofelia. Otras Julieta. Y todas las veces fue la mediadora de la fascinación que Berlioz sentía hacia el dramaturgo británico. “Si hay cielo, Shakespeare debe estar sentado a la derecha del Padre”, escribía el compositor francés.

Así es que Béatrice et Bénédict parece una plegaria celestial. Y no por su gravedad, sino por la ligereza etérea con que Berlioz concibió esta versión operística de Mucho ruido y pocas nueces. Podría haberla ambientado en Glyndebourne. Hubieran sido el estanque, las praderas y la biblioteca una escenografía propicia al encuentro de amores imposibles. Un atardecer de ensueño. Una brisa marina. Y una música embriagadora, no ya porque el dúo que despide el primer acto jalona una cima de la cultura occidental, sino porque los melómanos llevan unas copas encima.

Asistentes al festival en la merienda-cena.

No es una frivolidad. La idiosincrasia de Glyndebourne consiste precisamente en abandonarse. Olvidarse de la remota ciudad. Aparcar los prejuicios junto al mayordomo. Despojarse del reloj y hasta de la pajarita. Dejarse ir detrás de la música de Berlioz o del rastro que hayan podido dejar sobre la hierba unos tacones afilados en el escondite de los nenúfares. A Glyndebourne se viene como si fuera un plan de fuga.

Colabora a la evasión la Filarmónica de Londres. Y lo hace sentirse un invitado excepcional en la mansión de la familia Christie. La seguridad es ubicua e imperceptible. Y el festival es absolutamente privado. No en sentido de secreto o inaccesible, sino porque se realiza sin la participación de las Administraciones.

Se explica así la singularidad de los precios –234 libras (unos 274 euros) el patio de butacas–, pero la ambición original que implicaba promover un festival sin restricciones sociales se mantiene en 2016 con el acceso de entradas de 20 libras (unos 23 euros). Añádase el billete del tren –27 libras (31 euros), ida y vuelta– y convéngase que no existen demasiadas escapatorias al paraíso en mejores condiciones económicas ni mayores promiscuidades sensoriales.

Acaso el problema sea el regreso. La transición a la normalidad se hace abrupta. Ni siquiera nos consuela la solidaridad de la resaca o los corrillos espontáneos donde se evoca la experiencia. Vuelven vacías las cestas de mimbre. Y nos amontonamos en el andén de la estación de Lewes como si hubiéramos retornado de una boda. No la de Béatrice y Bénédict en la ópera de Berlioz, sino cualquier ceremonia prosaica del mundo real. Andares titubeantes. Mujeres que se cambian de zapatos. Hombres que se despojan de la chaqueta.

Así es que la invasión de melómanos en el tren de las diez de la noche –o de las once– deja, ahora sí, estupefactos a los demás pasajeros. Que no terminan de explicarse la multitudinaria transformación sociológica de un tren regional camino de la estación Victoria. Y que piden explicaciones cordiales al revisor.

Hay soluciones alternativas al trauma del retorno. La mejor es quedarse. No en la mansión de los Christie, cuya hospitalidad se ha demostrado saciada, pero sí en cualquiera de los pueblos aledaños. Tan bellos algunos como Rye, donde vivió Henry James. O tan pintorescos y coquetos como Dean, donde vivió y murió Sherlock Holmes a decir de las leyendas locales.

La casa del detective se recorta a unos pocos kilómetros de los acantilados blancos que dan nombre a Albión. Y que explican el recelo de los invasores hasta que uno de ellos, Guillermo el Conquistador, navegó desde Normandía con sus barcos y sus caballos para deponer la monarquía inglesa. Sucedió en la batalla de Hastings (1066). Es la parada siguiente a Lewes en la evasión hacia el sur. La escogieron Virginia Woolf y los compadres de Bloomsbury para instalarse en una comuna –Charleston House–, sabiendo que el amor prevalece sobre la guerra y que el arte prevalece sobre la realidad. Por eso murió como Ofelia en un río con los bolsillos llenos de piedras. E imaginando a Shakespeare a la derecha del Padre.

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