Sal de la sombra, número 4
COMO EN CUALQUIER casa que presuma decencia, en la de mi familia el fútbol era la única afinidad absoluta. El evento que nos permitía llevar la guerra de guerrillas más allá de la frontera genealógica.
No es que no hubiera más complicidades, es que sólo había un evento que nos ponía a todos en el mismo frente de batalla: el Club América, cuyas derrotas sufríamos cual clan saqueado y cuyas victorias nos volvían tribu enloquecida.
A tal grado llegábamos que una tarde, celebrando el gol de un campeonato, mi padre le rompió a mi madre una costilla ¡abrazándola! Y no recuerdo ver sonreír a mi abuela más que aquella mañana en que le marqué tres goles al Guadalajara, nuestro eterno rival.
Por eso fue un cisma, un verdadero terremoto, la tarde que llegué a casa y declaré: “Ya no soy del América, las águilas han muerto para siempre”. Mi padre se encerró en su estudio, mi madre advirtió que estaba inoculando la tristeza y mis hermanos me acusaron de echarlo a perder todo.
Ninguno de los cuatro me preguntó qué había sucedido: para ellos no existía excusa en mi traición. Sin embargo, existía. Vaya que existía. Los años habían pasado y tenía cerca de 15. Estaba, pues, en esa época en que todo se define en cada acto y los sueños siguen disfrazados de verdades.
Jugaba en el equipo de mi escuela, con mis amigos de toda la vida, junto a quienes luchaba por un campeonato que, cada año, se llevaba el Wonder Hudson. Todos los torneos menos aquél del que ahora hablo, cuando gracias a una lluvia torrencial le rascamos un empate a cero goles a esos cabrones que siempre nos pasaban por encima.
Para llevarnos la copa bastaba entonces con que ganáramos el último partido del torneo. Un trámite, pensábamos, para nosotros que perdíamos sólo frente al Wonder, que ganábamos al resto de equipos sin apenas despeinarnos, que además seríamos el sábado locales, que pasamos toda la semana celebrando.
Y así aparece el destinatario de esta carta: eres tú, que aquel sábado que debía ser de gloria me empujaste en el área, el número 4 de las divisiones juveniles del Club América que me aventó haciéndome fallar el gol más fácil de la historia. El defensa central de las águilas que condenó a mi equipo al subcampeonato eterno con la misma falta con la que me condenó a mí al ostracismo emocional, social y familiar.
Si el destino te hace leer esta página y los derroteros de la vida, por alguna inconsecuencia, hicieron que en tu pecho brotara un corazón, da la cara. Cuéntale al mundo que aquel día, aunque nadie te vio: ni tus compañeros ni el árbitro ni mis amigos ni las bancas ni el público reunido en las tribunas, me empujaste.
Acepta que fue por eso que mandé el balón hacia la banda, que fue tu empellón el que lo envió a 20 metros. Lava mi nombre de forma extemporánea y permíteme volver así a casa: aunque hace algunos años, tras un sueño en el que me tatuaba el escudo de las águilas, volví a la parvada, todavía me siento sucio cuando grito en el estadio.
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