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Jens Stoltenberg, el hombre que manda en la OTAN

Stoltenberg, a punto 
de embarcarse en una fragata donde visita a tropas francesas, turcas y noruegas.
Stoltenberg, a punto de embarcarse en una fragata donde visita a tropas francesas, turcas y noruegas. Bea Uhart
Lucía Abellán

CUANDO JENS STOLTENBERG jugaba con su hijo a la Edad de los imperios, un videojuego de estrategia con tintes históricos, siempre elegía el mismo alias para iniciar la partida. Era Steklov, un nombre que rememora un episodio controvertido en la vida del hoy secretario general de la OTAN. A principios de los noventa, siendo un joven laborista noruego, entabló relación con un oficial del KGB, el servicio secreto de la Unión Soviética, que llegó a abrirle una ficha personal bajo ese seudónimo, Steklov

El episodio trascendió a principios del año 2000, poco antes de que Stoltenberg (Oslo, 1959) se convirtiera por primera vez en primer ministro de Noruega. Su oficina se apresuró a aclarar que, aunque los contactos eran ciertos, el líder laborista los había interrumpido en cuanto los servicios de seguridad noruegos le informaron de que su interlocutor ruso, Borís Kirillov, pertenecía a la inteligencia soviética. “Con la idea de que no hay que temer a los rusos, en aquel entonces yo me reunía con diplomáticos soviéticos. Pero entonces el KGB me abrió una ficha. Al acabar la Guerra Fría, todos los ficheros se hicieron públicos y trascendió el mío. De todos modos, yo ya había informado, en su momento, a los servicios de inteligencia noruegos”, explicaba relajado Stoltenberg en el avión militar que lo conducía, hace unas semanas, de Trondheim (Noruega) a Bruselas. El líder de la OTAN había supervisado unos ejercicios militares en esa ciudad escandinava, ubicada a casi 500 kilómetros al norte de Oslo. EL PAÍS fue invitado al viaje.

El kgb ruso le abrió una ficha en la guerra fría cuando se reunió con diplomáticos soviéticos. Su seudónimo era steklov.

Casi 25 años después de aquellos escarceos con el entorno soviético, la ruleta política ha colocado a Stoltenberg en el lado opuesto: al frente de una organización cuyo máximo enemigo declarado es Rusia. El exgobernante noruego, de mirada franca y serenidad apabullante, rechaza ese lenguaje bélico. Y evoca su propia experiencia gestora, que le sirvió para procurarse una buena relación con su vecino ruso (ambos países comparten una extensísima frontera marítima y otra terrestre mucho más discreta). “Hicimos acuerdos medioambientales sobre contaminación y residuos de aguas, también sobre el tránsito de ciudadanos que vivían en la frontera entre Rusia y Noruega… Y eso duró décadas. Cuando se respetan las fronteras, la integridad territorial, se puede trabajar juntos”, desliza Stoltenberg, aludiendo al capítulo que inflamó, hace más de dos años, los ánimos de la OTAN: la anexión de la península ucrania de Crimea por parte de Moscú.

Cuesta imaginarse al secretario general fuera de ese discurso oficial, frío y enlatado, que acompaña casi todas sus intervenciones públicas. Los colaboradores consultados para este reportaje destacan que en la distancia corta resulta mucho más humano. Pero el cambio de idioma –domina el inglés, aunque le ofrece menos flexibilidad para modular su discurso– y el convencimiento de que un líder de la OTAN no puede apartarse de las directrices que pactan los 28 países aliados eclipsan en público esa faceta más distendida.

El secretario general de la OTAN se dirige a los militares que participan en ejercicios conjuntos.

La charla informal que mantuvo con los soldados noruegos, franceses y turcos congregados en la fragata que visitó en Trondheim fue una buena oportunidad para explorar ese lado más luminoso. En mangas de camisa y sin las discretas gafas tras las que suele parapetarse en sus comparecencias, el responsable de la OTAN estrechó manos, gastó bromas y accedió a posar para cuantos selfies le demandaron los soldados que encontraba en su camino. En el avión de vuelta, gesticulaba y conversaba con sus colaboradores, liberado de las presiones de la agenda diaria.

La fragata en la que transcurrió la jornada, de nombre Fridtjof Nansen, lo transportó directamente a su pasado como gobernante noruego. Stoltenberg se dejó varios jirones de piel política cuando encargó la construcción de este y otros barcos a Navantia, la empresa pública de astilleros españoles. Fue poco después de asumir el cargo, en su segunda etapa de primer ministro, que empezó en 2005 y acabó en 2013. El dirigente aliado lo recuerda con algo de amargura, aunque orgulloso de poder contarlo a una interlocutora española. “Pese a que en la construcción de barcos militares se pueden eludir las reglas de la competencia, decidí encargar cinco fragatas a Navantia en lugar de elegir los astilleros noruegos. Era una inversión enorme. Hubo grandes protestas en Noruega. Y, como consecuencia, perdí las elecciones en la zona de los astilleros noruegos durante muchos años. Así que cada vez que veo a Pedro Morenés [ministro español de Defensa] le digo: ‘Tenemos excelentes fragatas españolas, pero pagamos un alto precio por ellas. No económicamente, sino políticamente”, relata con media sonrisa.

Con menos precipitación que en este viaje a la costa de Noruega, comprimido en apenas 12 horas, el líder de la Alianza Atlántica suele dejar la sede oficial en Bruselas para acudir al extranjero aproximadamente una vez a la semana. Las salidas se anuncian con escasísima antelación por razones de seguridad. Los mismos motivos que impiden precisar sus horarios cotidianos, más allá de que se levanta a las 6.30, lee la prensa y se encamina hacia los cuarteles generales de la organización. “Tengo todo tipo de reuniones, formales, informales… Muy habitualmente recibo visitas bilaterales, de presidentes, ministros, primeros ministros…”. Para aguantar la jornada, corre (y en ocasiones se le puede ver por los jardines de la OTAN practicando deporte, aseguran fuentes de la organización). Algunos días también consigue regresar a su domicilio en bicicleta. Allí cena con su mujer y, tras una pequeña pausa, retoma el trabajo desde casa.

El secretario general de la OTAN, en el avión que lo condujo a la base militar de Trondheim.

El jefe de la Alianza se dice encantado con su puesto, que asumió en octubre de 2014. Pero los comienzos resultaron áridos. Por mucho que como primer ministro hubiera estado familiarizado con los dosieres de defensa y seguridad, zambullirse en una organización en la que lo político y lo militar se entremezclan, las siglas dominan el discurso y la unanimidad impera se le hizo cuesta arriba. Lo suplió con horas de aprendizaje. “En el primer año, empleó una gran cantidad de tiempo en entrenarse. Y aún lo hace. Nunca duda en preguntar, aunque sean cuestiones básicas. Insiste en que las decisiones estén basadas en hechos y quiere saber de dónde proceden las cifras”, detalla el director de su oficina personal en la OTAN, Torgeir Larsen. Este diplomático, buen conocedor de Madrid, donde vivió como embajador de Noruega entre 2010 y 2011, resume su modo de trabajar, poco intuitivo y muy meditado: “Si tiene una idea, no se lanza directamente. La pone a prueba y la presenta como una decisión potencial. Recaba muchas visiones antes de decidir”.

Como primer ministro, compró fragatas en españa en vez de en noruega, y perdió las elecciones en la región de los astilleros.

Visto en retrospectiva, dirigir una organización de la que recelaban los círculos progresistas donde Stoltenberg militaba de joven es casi una ironía del destino. “Estaba completamente fuera de mi imaginación”, admite, aunque también se esfuerza en reivindicar su papel como promotor de un acercamiento de su formación política –el Partido Laborista, durante mucho tiempo hegemónico en Noruega– a la Alianza. “En los sesenta, las juventudes del partido se opusieron a la OTAN [Noruega la integraba desde su nacimiento, en 1949]. Y así seguían cuando me incorporé al partido, en 1973. Me convertí en líder en 1985 y comencé a trabajar por un cambio de actitud. Dos años después logré que el partido estuviera a favor de permanecer en la Alianza”, defiende.

Al igual que el episodio del servicio de espionaje ruso, Stoltenberg trata de encajar con humor estos giros en su trayectoria. Ya desde el principio, su carrera se salió del plan trazado. Hijo de un diplomático, estudió Económicas en la Universidad de Oslo y comenzó a trabajar en el servicio público de estadísticas. “Tras mi experiencia en las juventudes laboristas, decidí dejar la política. Eran demasiados conflictos, todo demasiado blanco y negro…, y quise dedicarme a la ciencia. Empecé con estadísticas y matemáticas”, ilustra. Pero en 1991 fue nombrado secretario de Estado en el Ministerio de Medio Ambiente. “Estaba convencido de que solo sería por un corto periodo, pero he permanecido en política desde entonces”, reconoce.

Su esposa, la embajadora Ingrid Schulerud, da fe de ese cambio de planes. “Jens empezó un doctorado y decidimos que él viajaría conmigo, la diplomática. ¡Ese era el plan, que no resultó muy exitoso!”, bromea Schulerud, representante noruega ante Bélgica, un trabajo que le permite vivir con su marido. La andadura de esta diplomática, enviada a Bruselas por un Gobierno de distinto color político al de Stoltenberg, no se ha visto truncada por los calendarios electorales de su país. “He trabajado para nueve Gobiernos distintos. En Noruega hay una clara división entre funcionarios y políticos”, argumenta.

Aunque en la memoria de la embajadora prevalecen las horas que su marido siempre ha dedicado al trabajo, Stoltenberg también explotó esa capacidad que se les supone a los nórdicos para conciliar vida laboral y personal: “Mi primera función política fue presidir una comisión sobre el papel de los hombres en la sociedad. Noruega ya estaba muy avanzada en igualdad, pero el reto era implicar más a los hombres en el hogar. Propusimos muchas cosas, una de ellas el permiso parental independiente del de la madre. Se aprobó en 1992 y, cuando tuvimos al niño, lo tomé. Lo hice porque es maravilloso pasar ese tiempo con tu hijo, ¡pero también porque presidía esa comisión cuando nació!”. Su esposa abunda en esa experiencia: “Lo conectó fuertemente a nuestro hijo desde el primer momento. Creo que su defensa de la igualdad viene en gran medida de su madre, que era una mujer fuerte y carismática, una luchadora por esa causa”. El matrimonio tiene otra hija, aunque fue la embajadora quien permaneció más tiempo con ella. Pero aun siendo primer ministro, guardó el reflejo del contacto diario. “Siempre trataba de volver a casa para pasar algunas horas con mis hijos”. Hoy los dos son adultos y viven fuera del hogar familiar.

El líder de la Alianza posó para 'selfies' con todos los soldados que se lo pidieron.

Alejado del foco noruego –y pese a los requisitos de seguridad que lo rodean–, el secretario general de la Alianza puede disfrutar ahora de algunas salidas por la ciudad sin que lo reconozcan en cada esquina. “En Noruega mi cara es muy conocida. En Bruselas, no tanto. Eso me da más privacidad”, agradece.

Aunque la OTAN se enfrenta hoy a grandes retos y dirigirla provoca algunos sinsabores, la experiencia política más amarga le sobrevino a Stoltenberg siendo primer ministro. El 22 de julio de 2011, Anders Behring Breivik perpetró la peor matanza conocida en el país, dos ataques que costaron la vida a 77 personas. La mayoría eran jóvenes laboristas –como Stoltenberg unos años atrás– que se habían congregado en un campamento de verano en la isla de Utoya, junto a Oslo. El ultraderechista, condenado a 21 años de prisión, hizo estallar una furgoneta junto a un edificio oficial y luego se dirigió a Utoya, donde la emprendió a tiros con los jóvenes laboristas.

Lejos de aplicar estrategias de mano dura, el entonces primer ministro alzó su voz para pedir “responder al odio con amor”. Y añadió: “Nuestra respuesta es más democracia, más apertura y más humanidad”.

El mensaje contrasta con la situación que vive hoy Europa, cuyos dirigentes políticos afrontan divididos una amenaza terrorista cambiante y difícil de detectar. Stoltenberg elude pronunciarse sobre la respuesta ofrecida en lugares como París y Bruselas, aunque defiende que su mensaje de entonces sigue siendo válido. “Aquel día vi el lado más oscuro de Noruega, pero también el más luminoso: gente que defendía sus convicciones, que quería preservar las sociedades abiertas, libres y democráticas, las que albergan diferentes colores, religiones, distintas maneras de vivir”. Aunque la faceta pública de Stoltenberg apenas se aparta de sus tareas como secretario general de la OTAN, sí ha querido volver, ya como ex primer ministro, a la misma catedral donde pronunció en 2011 su discurso a favor de la democracia frente a la barbarie. Fue el pasado 22 de julio, quinto aniversario de la matanza, y el mismo día elegido por el joven germanoiraní Ali David Sonboly para asesinar a nueve personas en un restaurante de comida rápida y en un centro comercial de Múnich. Seguía, presuntamente, la estela de Breivik, una figura que le producía fascinación. De alguna manera, la sombra de Breivik persigue a Stoltenberg en su nueva función. Aunque el exmandatario noruego aterrizó en la Alianza en pleno reforzamiento de su flanco oriental para disuadir a Rusia de cualquier acercamiento a suelo aliado, el terrorismo constituye el principal reto de seguridad que afronta hoy Occidente. Y pese a que el fenómeno resulte difícilmente clasificable, existe una raíz común que explica buena parte de los ataques, tanto en Europa y Estados Unidos como en las castigadas poblaciones de Oriente Próximo. Se trata del llamado Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés), que pone en jaque los valores occidentales.

Presidió la comisión que propuso un permiso de paternidad independiente del de la madre. él lo tomó con su primer hijo.

Por diversas razones, la OTAN es reacia a implicarse directamente en esa batalla y de momento se limita a prestar apoyo logístico a la estrategia y a los ataques aéreos de la coalición internacional que lidera Estados Unidos contra el ISIS. La última cumbre bienal de la OTAN –la primera con Stoltenberg al mando, celebrada a principios del pasado julio en Varsovia– reflejó bien esa bipolaridad que vive la organización: buena parte de los esfuerzos y las discusiones se dedicaron a abundar en la estrategia contra la supuesta amenaza rusa, pero el deterioro de la situación en el vecindario sur de Europa exigía medidas más contundentes orientadas a esa región.

Como cabeza visible de la Alianza, Stoltenberg trata de ahondar en una dimensión que en principio no se daba por hecha. Al contrario que su antecesor, el conservador danés Anders Fogh Rasmussen, el político laborista está propiciando una mayor coordinación con la Unión Europea en seguridad y defensa. Paradójicamente, el nombramiento del representante noruego ha roto la regla que reservaba el sillón de secretario general de la OTAN a un dirigente de un país comunitario. Pero aunque su país es ajeno a la UE, Stoltenberg siempre abogó por integrarlo en esa familia.

Stoltenberg visita la fragata 'Fridtjof Nansen', de fabricación española.

Con más de medio mandato por delante (en principio expira en octubre de 2019), el líder de la Alianza se resiste a especular sobre su futuro. La socialdemocracia en la que milita languidece en todo el continente, aunque él rehúsa los análisis políticos estando al frente de la OTAN. Tampoco sabe si volverá a la política de su país. “No pienso en lo que haré después. He aprendido a no planear nada. Y además, ¡ya soy un hombre mayor!”, bromea, con envidiable vitalidad, a sus 57 años.

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Sobre la firma

Lucía Abellán
La redactora jefa de Internacional de EL PAÍS ha desarrollado casi toda su carrera profesional en este diario. Comenzó en 1999 en la sección de Economía, donde se especializó en mercado laboral y fiscalidad. Entre 2012 y 2018 fue corresponsal en Bruselas y posteriormente corresponsal diplomática adscrita a la sección de España.

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