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Columna
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Mi grupo y yo

Rosa Montero

A VECES ME entra la desesperación y pienso que los humanos no tenemos remedio. Tomemos el caso del chico de 18 años que asesinó a nueve personas en Múnich en imitación de ese otro monstruo, el neonazi noruego que masacró a 77 individuos hace cinco años. O pensemos en los llamados lobos solitarios yihadistas, gente violenta e inestable que de repente se enciende como la yesca ante el ejemplo del terrorismo organizado y decide hacer lo mismo por su cuenta, como parece haber sucedido en los recientes atentados de Alemania o incluso con el bestial matón de Niza. Y me niego a escribir sus nombres porque creo que no merecen ser recordados. Hablemos de las víctimas y lloremos el dolor que esos tipos causaron, pero no mencionemos apenas a los verdugos. Que se pudran en el anonimato de su infamia.

Pero decía que me desespera ver lo fácilmente impresionables que somos los seres vivos y el efecto llamada que tienen todas estas barbaridades. Ya se sabe que las personas somos muy influenciables, sobre todo los más jóvenes (el cerebro no acaba de madurar neurológicamente hasta más o menos los 25 años), sobre todo los más inestables psíquicamente. ¿Y por qué demonios siempre se nos pega lo malo y no lo bueno? Como sucede con los asesinos de policías en Estados Unidos. O con las repetitivas matanzas de colegiales. O con los suicidios. Es evidente que hay actitudes que parecen contagiarse, y por desgracia se diría que son más infecciosos los hechos brutales.

Y la cosa es aún peor, porque, aunque las personas jóvenes e inestables sean más propensas a la imitación, en realidad se trata de un comportamiento esencial que nos afecta a todos. El ser humano es un animal social y el grupo es importantísimo para nosotros. “La interacción social ha sido crítica para nuestra especie durante millones de años, a resultas de lo cual los programas sociales han quedado profundamente grabados en el circuito nervioso”, dice el neurocientífico David Eagleman en su libro Incógnito (Anagrama). Uno de esos subprogramas es la imitación, no sólo como recurso de aprendizaje, sino también de identificación y pertenencia.

En su genial libro No hay dos iguales (Funambulista), la psicóloga Judith Rich Harris, que también resalta la influencia arrolladora del grupo en el individuo, cuenta un experimento llevado a cabo en los años cincuenta por Solomon Asch, un psicólogo social norteamericano. La cosa consistía en pedirle a un sujeto que juzgara la longitud de una línea comparándola con otras tres. Tenía que dar su respuesta en voz alta junto a otra media docena de personas que también participaban en el experimento, pero que, en realidad, eran cómplices de Asch. Y resulta que, cuando estas seis personas daban una misma respuesta equivocada, con toda naturalidad y sin inmutarse, sin siquiera mirar a la víctima del experimento y sin presionarla en lo más mínimo, el sujeto en cuestión se sumaba también a la respuesta falsa, aunque fuera claramente errónea y aunque nadie le hubiera forzado a hacerlo. Simplemente se sentía incapaz de ser el único que no estuviera en sintonía con el resto del grupo. El único distinto y distante.

Hay mucha gente en el mundo que se siente desarraigada, aislada, perdida, incomprendida. Dado que hoy recibimos información instantánea desde todos los puntos del planeta, estos seres solitarios pueden construirse una pertenencia imaginaria con cualquier grupo, por remoto que sea. Y si la prueba de admisión es monumental, dramática y sangrienta, mucho mejor. Así su horda elegida sabrá de él, le admirará y admitirá como propio, le considerará un héroe. Hay gente tan reventada de cabeza y de corazón que prefiere ser mártir muerto que vivo insatisfecho. Y desde luego no ayuda nada el hecho de que en nuestro mundo haya tan pocos modelos sociales positivos para imitar. Si lo que se ofrece a los jóvenes como ejemplo de éxito son los gritones descerebrados de los realities televisivos o los empresarios y políticos corruptos, entiendo que el modelo apocalíptico del terrorista suicida que arde en la pureza fanática de su fe les resulte grandioso. La mediocridad cultural y moral acabará matándonos.

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