Y no morir en el intento
Las mujeres en política no es que lo tengan difícil, es que lo tienen imposible
Mandona, rígida, altiva, orgullosa y engreída. Son adjetivos que diversos políticos y comentaristas conservadores de Brasil le han dedicado a la presidenta, Dilma Rousseff, en la larga temporada en que han buscado razones para su destitución. En algunos casos no la han criticado sólo por su carácter, sino también por su falta de feminidad y su gusto por ropa poco favorecedora y de corte masculino.
En abril, la revista IstoÉ llevó estas críticas a su punto culminante. Publicó en su portada la cara de una Rousseff desencajada, bajo el titular: “Las explosiones nerviosas de la presidenta”. Un extracto del reportaje: “Su manera temperamental de lidiar con los problemas no es nueva, pero se ha agravado en las últimas semanas”. Un sobreentendido machista: Dilma estaba histérica.
Parecía mucho más cómoda la prensa conservadora brasileña con la llegada de un hombre como Michel Temer al poder. De su mujer, la primera dama en funciones Marcela Temer, la revista Veja proclamó en portada que era “hermosa, recatada y hogareña”. Se le alababa la feminidad, acorde con su lugar de mujer en la sombra.
Parece, pues, que el principal fallo de Rousseff haya sido haber tenido ambiciones políticas. Incluso me atrevería a decir que su peor error haya sido ser mujer; punto. Alimenta estas sospechas el hecho de que recientemente el congresista Jean Willys revelara a la BBC que en Brasilia había oído muchas veces a compañeros legisladores la expresión de que la presidenta “es incompetente porque es mujer”.
Rousseff, desgraciadamente, no está sola. A tenor del tono de algunas críticas a la norteamericana Hillary Clinton, parecería que ambas líderes aquejan del mismo mal: crudo hambre de poder y complaciente autosuficiencia. La condescendencia masculina con ambas queda patente en el hecho de que, para referirse a ellas, se suelan emplear sus nombres de pila, sin más.
Que hay mucho machismo en política lo dejan claras las razones que se suelen esgrimir para criticar a Clinton, que ha sido senadora y ministra de Exteriores, además de una estudiante brillante y una exitosa abogada. Pocas personas ha habido tan preparadas para la presidencia norteamericana. No importa. Lo que se destaca de ella es que fue primera dama, que todo se lo debe a su marido, que no le abandonó cuando éste la engañó y que, de todos modos, cae mal, porque es fría y calculadora. No es tanto el currículum como el carácter.
De Clinton se han escrito artículos describiendo su escote (en el Washington Post), el color de sus chaquetas (Fox News), especulando sobre si ha usado bótox (la radio KSFO) y su estilo de matrona dominante (Bloomberg). Dos columnistas opuestas, irreconciliables, como Peggy Noonan a la derecha y Maureen Dowd a la izquierda han coincidido en que Clinton “aún debe demostrar que es una mujer” y en que es “el candidato más masculino”. Otro punto culmen de estos despropósitos fue el de un comentarista de la cadena de televisión NBC que dijo que Clinton intenta demostrar que “aunque es una mujer, puede ser dura en defensa y puede aprobar ataques y no dejará a las tropas de lado”.
Según alguna prensa conservadora, le está ocurriendo algo similar a Angela Merkel, perdida en una deriva aislacionista, abriendo las fronteras a refugiados sin escuchar a los sabios hombres de su partido que la hubieran llevado por otro camino. No es sólo una cuestión de principios, sino también de estilo. ¿En cuántas semblanzas de la canciller alemana se ha recordado que tiene 70 chaquetas del mismo modelo en otros tantos colores, para lucir con pantalones oscuros? Parece que eso es tan importante o más que su ideario político, junto con esa personalidad austera, espartana, carente de carisma. Porque, de nuevo, es más importante el carácter que los logros laborales.
Por otra parte, qué adjetivo no se habrá empleado con Theresa May, nueva premier británica. Algunos ejemplos extraídos de las cabeceras en inglés: “resoluta”, “difícil”, “testaruda”, “impredecible”, “moralista” y, el más común, “de acero”, porque parece que para liderar Reino Unido las mujeres deben someterse previamente a un baño metalúrgico que las haga más resistentes. El Daily Mail incluso llegó a publicar un amplio reportaje sobre cómo May no ha podido tener hijos, en el que afirmaba que su “mirada de acero en los enfrentamientos con otros ministros” daba paso a una actitud “mucho más relajada ante la mesa de la cocina”.
Tras estos ejemplos resulta hasta comprensible que Margaret Thatcher, tras llegar a primera ministra, decidiera no dejar nunca su sempiterno bolso y hacer anunciadas escapadas al mercado para resaltar su lado femenino y que se la dejara maniobrar una vez se había acomodado al estereotipo. Lo mismo hizo Golda Meir en Israel, quien, como Thatcher, solía cocinar para sus ministros. Y digo bien: ministros. Ninguna de las dos tuvo el detalle de elegir a mujer alguna para una sola cartera.
No nos engañemos: la mujer en política no es que lo tenga más difícil. Lo tiene casi imposible. Las que logran sus metas no son sólo ganadoras. Son casi sobrehumanas. Han superado los obstáculos externos y los suyos propios. A saber: ser demasiado masculinas o demasiado femeninas; ser temperamentales o de hierro; ser testarudas o demasiado débiles. Todo, soportando el escrutinio constante y pormenorizado de cada parte de su atuendo y aspecto físico. Puede que en medio año en tres potencias de la talla de Estados Unidos, Reino Unido y Alemania haya tres jefas de gobierno mujeres. Cualquiera diría sin embargo que no se haya avanzado nada en un siglo.
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