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Columna
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Los artistas malos

Rosa Montero

En unas semanas se estrenará la película Florence Foster Jenkins, que, pro­tagonizada por Meryl Streep, narra la vida de un curioso personaje que de pronto parece haberse puesto de moda. Florence Foster Jenkins (1868-1944) era esa estadounidense de buena familia que soñaba con ser soprano. Su padre se negó a pagarle los estudios de canto, pero Florence le heredó a los 41 años de edad y pudo costearse una vida musical de aficionada rica. Fundó el Club Verdi, una asociación de damas amantes de la ópera, y empezó a actuar en los salones de la alta sociedad. Fueron famosos sus recitales anuales en el Ritz-Carlton de Nueva York, a los que se acudía por rigurosa invitación. Florence vigilaba meticulosamente que todos los asistentes fueran rendidos admiradores de su arte.

Porque ella se consideraba una soprano magnífica. Y aquí viene el chasco, el agujero negro, la tragedia: en realidad cantaba espantosamente mal. Tan mal que sus desafinados gorgoritos parecían hechos a propósito. Poniendo su nombre en Google se pueden oír varias grabaciones. Las más espeluznantes son el aria de la Reina de la Noche de La flauta mágica, de Mozart, y la Canción de las campanillas de Lakmé, de Delibes. Se diría que se trata de una actriz cómica masacrando la música con exagerado fingimiento. Fascina de puro horrenda. No puedes dejar de escuchar una canción tras otra.

Puede que sus contemporáneos experimentaran esta misma fascinación perversa, porque, con malicia cruel, la invitaban a cantar en salones y cenas y se desternillaban de ella en su cara. Su propio pianista, McMoon, intercambiaba muecas burlonas con la audiencia a escondidas de Florence. Para colmo la dama vestía de forma digamos extravagante, con plumosas alas de ángel a la espalda, por ejemplo. Era una mujer con evidentes problemas psicológicos e incapaz de percibir la realidad; pero era también un ser inocente que ardía en la pasión por la música. Escuchando atentamente el aria de Lakmé me ha parecido percibir el temblor de su emoción entre los chirridos destemplados. Quiero decir que los malos artistas se emocionan igual que los buenos. Que poseen la misma sensibilidad y están tan heridos por la belleza como el mejor.

Siempre me ha conmovido la tragedia del artista malo. El que se abrasa en la hoguera de la creatividad pero no tiene talento. Hace años saqué un artículo sobre eso y debí de explicarme fatal, porque recibí algunas cartas indignadas de escritores que no habían conseguido ser publicados y que se sintieron aludidos. La cuestión es ¿quién decide que un artista es malo? El éxito es una convención social y la historia está llena de grandes genios que fueron ignorados por sus contemporáneos. Pero, claro, luego están casos como el de Florence, que parecen evidentes. Aunque nada es evidente en el mundo creativo. En su autobiografía Poesía y verdad, Goethe cuenta que, en su infancia, los niños celebraban reuniones a las que tenían que llevar versos escritos. A Goethe le parecía que sus poemas eran los mejores, “pero de pronto me di cuenta de que mis competidores, que generaban engendros muy sosos, no se estimaban peores que yo (…) Dado que podía ver claramente ante mí semejante error y desvarío, un día empezó a preocuparme si yo mismo no me hallaría también en el mismo caso; si aquellos poemas no serían realmente mejores que los míos y si no podía ser que yo les pareciera a aquellos muchachos, con razón, tan enajenado como ellos me parecían a mí”. La objetividad no existe y siempre hay lugar para la duda.

Presionada jocosamente por sus conocidos, nuestra dama decidió por fin dar un recital con venta de entradas en el Carnegie Hall. Tenía 76 años. Las críticas fueron atroces. Un mes más tarde, Florence falleció de un infarto. Dice la leyenda que las sangrientas chanzas le rompieron el corazón, pero yo no estoy tan segura. Los medios siempre publicaron cosas tremendas de ella y Florence había seguido inasequible al desaliento: “La gente puede decir que no sé cantar, pero nadie podrá decir nunca que no canté”. Desde luego. Supo reconocer su deseo, lo persiguió en contra de todo el mundo y lo cumplió. Eso para mí es un gran talento.

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