El laberinto de San Petersburgo
CUANDO ESTUDIABA Filología Eslava en la Universidad de Barcelona, después de jornadas en que casi me rompía la cabeza debido a los traspiés que daba por los vericuetos de la lengua rusa, a menudo tenía dos pesadillas. Ambas transcurrían en el mismo escenario: San Petersburgo, la metrópoli que el zar Pedro I erigió hace algo más de tres siglos en una marisma inhóspita junto al mar para poner coto al dominio de los suecos, construir una armada potente y abrir las ventanas de Rusia de par en par a la ciencia, la cultura y la moda de Europa. En el primero de esos angustiosos sueños me encontraba perdida en la ciudad, sin lograr hacerme entender, pues cualquier frase que balbuceaba obtenía por respuesta una mueca de infinita incomprensión. En otro de esos desvaríos nocturnos cobraban vida las avenidas, los palacios y puentes que el emperador ruso mandó edificar sobre el agua a arquitectos extranjeros. Un colosal monstruo de granito, mármol y hierro forjado me perseguía sin tregua hasta que yo despertaba con alivio. De estas visiones alucinadas tenía la culpa un buen puñado de escritores que, inspirándose en la ciudad líquida, crearon la imagen de una urbe fantasmagórica en que el ensueño constituía una realidad tangible y cuyas calles, más que la morada de personas de carne y hueso, eran el telón de fondo ideal para una sucesión de escenas literarias
Empecé a pasar algún verano que otro en San Petersburgo en 1999, cuando todavía era muy visible, tanto en los comercios semivacíos como en los rostros pétreos como pisapapeles de sus habitantes, la hecatombe económica y la profunda herida emocional que había causado la desintegración de la Unión Soviética. La ciudad, en lugar de emerger de las aguas, parecía un barco a la deriva a punto de hundirse en el Nevá. Los petersburgueses, arrojados al capitalismo sin un manual de instrucciones, parecían cautivos en una jaula dorada, una profusión de fachadas barrocas, neoclásicas, modernistas y estilo imperio, con innumerables columnas, pilastras, frisos y cariátides; en suma, un catálogo completo de arte europeo que raya en la impudicia. Es tal la amalgama de ciudades del mundo contenidas en esta urbe que cualquier extranjero siente, al pasear por sus avenidas, una inquietante familiaridad.
pulsa en la fotoPlaza de Lenin.ferran mateo
En una de mis primeras estancias allí, intercambié mi piso de Barcelona con el del fotógrafo Alexey Titarenko, que ha sabido captar como ningún otro la espectral belleza de esta ciudad prisionera de las palabras y de la memoria, con su trazado a base de pluma, escuadra y cartabón. Eran las noches blancas, ese fenómeno atmosférico propio de las latitudes septentrionales, en que el sol apenas se pone y el crepúsculo se prolonga en una noche albina. Entonces comprendí por qué el poeta Joseph Brodsky definía esos días en torno al solsticio de verano como “la época más mágica en la ciudad, cuando se puede escribir o leer sin lámpara a las dos de la madrugada, y cuando los edificios, exentos de sombras y con sus tejados perfilados en oro, parecen piezas de frágil porcelana. Hay tanto silencio en derredor que casi puede oírse el tintineo de una cuchara que se caiga en Finlandia”. Otros veranos me instalé en un apartamento de la calle Fontanka, donde, justo a la vuelta de la esquina, aparecía grandioso el puente Aníchkov de la avenida Nevski, con sus cuatro esculturas de bronce que plasman las diferentes fases de la doma de caballos salvajes, a cargo de unos mozos desnudos.
Ahora, recién aterrizada en Barcelona después de volver a vivir esos días noctámbulos en que percibes “las calles fluyendo por tus venas como la fiebre”, como dijo Andréi Bieli en su fascinante Petersburgo, es fácil rememorar las tardes a orillas del Nevá, cuando el sol se pone tan oblicuamente que da la impresión de que toda la luz viaja paralela al horizonte transformando la superficie de los canales en una prolongación dorada de las cúpulas ortodoxas y volviendo incandescentes las fachadas de los palacios.
Es tal la mezcla de urbes contenidas en san petersburgo que el extranjero siente una inquietante familiaridad.
La mejor manera de disfrutar las noches blancas, además de deleitarse con la programación musical del famoso festival homónimo, creado por el director artístico del teatro Mariinsky, Valeri Guérguiev –el demiurgo que lleva dos décadas al cargo de ese templo a la vez que recorre el mundo entero agitando su batuta del tamaño de un palillo–, es deambular sin rumbo fijo ni horarios. Caminar por San Petersburgo es una experiencia inolvidable: manzanas interminables como rascacielos horizontales de miles de ojos-ventanas, plazas ciclópeas que parecen reírse de la escala humana, calles rectilíneas donde la mirada huye hacia un punto de fuga situado, quizá, en algún lugar de Siberia… La ciudad, escribió Bieli, es una avenida infinita elevada a la enésima potencia. “Más allá de Petersburgo no hay nada”.
Pero la experiencia completa pasa por descubrir una urbe oculta tras la vistosa escenografía de las fachadas y por zambullirse en sus característicos patios interiores, pasajes decrépitos que aún conservan vestigios de tiempos más nobles; las numerosas salas de palacios y museos; los pasillos retorcidos de la Biblioteca Nacional (la “pública”, que atesora una de las mayores colecciones del mundo de libros rusos, si no la mayor); los salones y palcos del Mariinsky y el Mijáilovski; los recibidores, las escaleras y los rellanos de las antiguas mansiones; los semisótanos, buhardillas y tejados, en especial el de la catedral de San Isaac. Todo ello conforma un laberinto semioculto desde el cual descubrir la “ciudad más premeditada del mundo”. Que la fisonomía de la denominada Venecia del Norte haya permanecido inalterable a lo largo de sus tres centurias hace que parezca verosímil que cualquiera de los personajes de Crimen y castigo pueda salir, de un momento a otro, por uno de sus portales.
En el número 46 de la avenida Liteini, en la acera enfrente de la casa-museo de Anna Ajmátova y de la librería Podpisnie Izdania, me encontraba, en el ecuador de las noches blancas, en plena lectura nocturna (sin necesidad de luz eléctrica) de mis recientes adquisiciones en esa tienda de libros casi centenaria. Mi anfitriona, Natalia Lesnik, dibujante de paisajes que solo precisa de un folio blanco y un bolígrafo bic para plasmar su ciudad de adopción, preparaba té en la que antaño fue una cocina comunal. Natalia vive con su madre, exfuncionaria del Ministerio del Interior, natural de Crimea, en un apartamento situado en un complejo del siglo XIX donde residió la élite de la entonces capital, con vistas a un deliciosamente decrépito y frondoso patio, bautizado con el nombre de Saint-Germain, por su estilo afrancesado. A pocos metros se alzaba un exuberante edificio de inspiración morisca: la casa Muruzi, célebre porque entre los muros de la “habitación y media” de uno de sus apartamentos vivió Brodsky. En esa antigua casa comunal se ha atrincherado una anciana que se resiste a abandonar la habitación que ha sido su hogar durante décadas, pese a las peticiones de que así lo haga de una fundación que quiere reconvertir la vivienda en el Museo Brodsky, pues fue allí donde transcurrió su infancia, adolescencia y parte de su juventud. En su media habitación, que también alojaba el laboratorio fotográfico de su padre, el autor de Marca de agua construyó su mundo. De sus pertenencias allí solo queda un armario, algunas flores secas, un piano y fotografías íntimas colgadas en las paredes.
La madre de mi anfitriona, enferma, que hasta poco antes de mi partida no había sido más que una presencia invisible situada en el extremo final de la casa, se presentó la novena noche blanca ante mi puerta, ataviada con un pañuelo anudado a la barbilla, como un personaje rural sacado de un cuento de Chéjov. Aunque arrastraba la pierna izquierda, mantenía erguido su menguado cuerpo sirviéndose de un bastón. “Ten este cuaderno, te he copiado los mejores refranes y dichos rusos. Aquí está todo lo que necesitas saber de la vida”, me dijo en un ruso diáfano en su sencillez y con una entonación cargada de trascendencia. En esas páginas de un cuaderno infantil se encuentra la misma sabiduría popular en la que Tolstói buscaba refugio en sus crisis existenciales. Píter, como la llaman afectuosamente sus habitantes, a lo largo de su corta historia ha cambiado tres veces de nombre: San Petersburgo, Petrogrado, Leningrado. Y en cierto modo conviven en ella tres ciudades –la zarista, la soviética y la contemporánea, esta última marcada por la nostalgia de las dos primeras– conformando un palimpsesto histórico, cultural y literario único. Sin duda, es parte de su inagotable encanto.
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