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Columna
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El tiempo que nos queda

EL TELÉFONO había sonado con una urgencia frenética. Los recogieron media hora después y salieron a la fría mañana de Berlín. Antes de abandonar la ciudad compraron dos bollos y tazas de Erstazcaffe en una panadería. El W les llevó hasta un pueblecito encantador, casi intacto, que parecía un decorado de película. Viejas posadas, casitas de campo…, únicamente el apeadero había sido alcanzado por los bombardeos de los Lancaster británicos, que habían volatilizado su techo, y un cielo helado, grisáceo y húmedo como el vientre de una ballena cubría sus muros dentados. Apenas había nadie; una mujer envuelta en frazadas de ropa esperaba sentada sobre sus maletas, algún niño que mendigaba pedazos de pan o recogía las colillas, un soldado paseando por el andén, medio dormido. Ni Heberlein ni Arturo hablaban, pero ambos estaban en tensión.

–Tranquilo, herr Schelle, saldremos de esta –le animó Arturo.

El general murmuró algo que no comprendió. Arturo se fijó en los raíles, los siguió hasta el punto de fuga, donde se fundían con la niebla matinal. Bruma y acero, pensó, buen título para algo. El conductor del W les condujo por el andén hasta unas escaleras de piedra que descendían y se encaminaron hasta un depósito de mercancías en una de las vías muertas. Allí, un par de hombres estaban cargando cajones en un vagón. El conductor les presentó y, tras escudriñar los alrededores, les dejó en sus manos sin despedirse. Los hombres les mostraron un cajón acondicionado y le explicaron a Heberlein que el viaje hasta Viena duraría unas 17 horas, durante ese tiempo debería mantenerse en silencio. Tenía agua y comida de sobra, en Austria sería descargado y sus camaradas se ocuparían del resto del viaje, que sería mucho menos accidentado. Lo difícil es salir de Alemania, repitieron. Heberlein asintió y se volvió hacia Arturo, extendió su mano.

“Había gente que deseaba que los días no tuviesen ayer para que el pasado no fuese real y convertirlo de nuevo en una posibilidad de futuro”.

–Muchas gracias, herr Andrade. Nos veremos en Madrid.

Arturo no lo confirmó pero le estrechó la mano. El general se introdujo dentro del cajón, colocando la maleta de tal manera que no interfiriese en sus movimientos. Los operarios procedieron a cerrarlo; en el intervalo Arturo estudió la zona, un nudo de vías muertas donde había más filas de vagones. Uno de ellos le llamó la atención por la carga y los caracteres que la identificaban. Hizo una pregunta a uno de los trabajadores, luego asintió. Cuando estos terminaron de ajustar los cierres, golpearon el cajón para confirmar si Heberlein estaba bien; desde el interior llegó una respuesta ahogada. Ellos se encargarían de vigilar la zona hasta que enganchasen el vagón, le aclararon a Arturo, así que regresó al andén para esperar su tren. Todo iba según lo previsto. Solo tenían que tener un poco más de suerte. Se fijó en un reloj encastrado en un marco de hierro forjado, tenía un par de impactos, posiblemente de metralla, y estaba parado. Las manecillas señalaban una hora eterna, y recordó que los relojes habían sido el blanco favorito de los revolucionarios durante la Comuna de París. Prácticamente todos los relojes habían sido detenidos, como si quisieran desafiar a Cronos, señalar para siempre un acto y un instante que debía ser La Revolución, y no un acontecimiento más que se tragaría el tiempo. Era un desagravio, una apuesta por la densidad: obligar a los dioses a dar vueltas y más vueltas en torno a aquel momento.

Pero el tiempo era destructor de mundos, esa era su esencia, y transcurría sin piedad, aunque a la vez fuese lo más hermoso que nos podía ocurrir, democrático e inexorable, nada debía durar más de lo que estuviera dispuesto. Pero había gente que deseaba que los días no tuviesen ayer para que el pasado pudiera ser detenido y manipulado, para que pudiera recordarse e interpretarse distintamente, para que no fuese real y convertirlo de nuevo en una posibilidad de futuro. Justo en ese momento, Arturo sintió un trallazo en su interior; así empezaba todo, la rabia, la impotencia, el odio… Quedaba poco para que llegase su tren; tomó la decisión a matacaballo y apretó el paso hacia la escalera de piedra. Se dirigió al depósito de mercancías; cuando los operarios le vieron venir le interrogaron sorprendidos. Arturo se limitó a sacar la Walther y a encañonarlos; les ordenó que trasladasen el cajón al otro vagón que le había llamado la atención. Cuando protestaron, Arturo se limitó a incrustar la boca de la pistola en la frente de uno de ellos y empujar hasta que se cayó al suelo con un círculo sangrante grabado. Luego miró a su compañero con unos ojos muertos. Los hombres se levantaron y comenzaron a hacer el traslado sin más pataleos. Desde el interior del cajón comenzaron a escucharse las preguntas e interjecciones de Heberlein, que en ningún momento fueron atendidas. Cuando finalizaron el transporte, cerraron la puerta del nuevo vagón, y Arturo les indicó que volviesen al depósito. Cuando estuvo seguro de que no había nadie en los alrededores, les ordenó ponerse de rodillas, con las manos en la nuca. Se situó a sus espaldas, les golpeó con la culata en la cabeza hasta dejarles inconscientes. Buscó un lugar apartado del depósito y los arrastró hasta allá; sacó su cuchillo y los degolló con rapidez, para luego cubrirlos con una gruesa lona. Hay que ver, pensó Arturo, siempre los ruskis armando estropicios, los mismos ruskis que nunca terminaban de aparecer aunque los ingleses asegurasen que estaban en todas partes. Los mismos que habían liquidado a Arnaiz bien podían haber localizado a Heberlein: todos teníamos derecho a las apariencias. Se dirigió con calma hasta el andén y esperó a que llegase su tren; cuando llegó, buscó su vagón y subió para ocupar los duros asientos de tercera, las clases primera y segunda habían desaparecido durante la guerra. Al lado tenían a una ruidosa familia que intentaba encajar las maletas en la rejilla de los equipajes. Sonó un fuerte silbido del tren.

Pasó el revisor y certificó su billete. Transcurrieron unos minutos, sonó un segundo silbido, estridente, era el último aviso antes de la salida. En ese momento se abrió la puerta del fondo y entraron dos policías militares estadounidenses. De dónde habían salido, pensó Arturo. Escudriñaron a los pasajeros, sin detener sus ojos en nadie en particular. Intercambiaron unas palabras y comenzaron a avanzar hacia él pidiendo las documentaciones a los pasajeros del vagón. Arturo se acordó de la madre que los parió, que era santa aunque fuese puta, y supo que no se pondrían en marcha hasta que aquellos americanos abandonasen el tren, daba igual las veces que sonara el silbido. Eso si no ocurría nada con los papeles. Tampoco iba a ser plato de buen gusto si les daba por cachearle y descubrían su pistola: llevar armas de fuego estaba prohibidísimo a no ser que hubieras ganado la guerra, y no era el caso. Arturo buscó su documentación y la dejó bien a la vista. La familia que tenía al lado seguía armando bullicio a pesar de la presencia militar, especialmente uno de los hijos, que se había encastillado en una rabieta. Arturo consideró que quizás la barahúnda sirviera de distracción para los PM. Los americanos no tardaron en estar a su altura y, mientras uno se enredaba en el barullo familiar, su compañero le pidió los papeles. Arturo sonrió lo justo. El PM comparó la fotografía, tomándose su tiempo para pasar las hojas.

–¿Viena? –preguntó retóricamente.

Arturo asintió y se lo confirmó en inglés.

–Habla mi idioma –dijo con un rictus de sorpresa.

–He visto muchas películas americanas –intentó que sonase con deje admirativo.

El PM sonrió.

–¿Trabajo?

–Vendo porcelana, si quiere le saco el catálogo, lo tengo en la maleta –señaló la rendija del equipaje sobre la familia.

–No se moleste –respondió devolviendo los documentos–. Que tenga buen viaje.

Arturo no apartaba la vista de los vagones con letreros en cirílico. Ahora, entre los frutos de la rapiña, iba también un general de las SS.

El PM pasó a los siguientes viajeros. Arturo sintió cómo la bola que se le había atragantado en la garganta se disolvía paulatinamente. El camarada seguía lidiando con el kindergarten desmadrado a pesar de las amenazas de los exasperados padres, hasta que dio el visto bueno y, tras echarle un rápido vistazo a Arturo, se alejó por el pasillo. El tren volvió a silbar, Arturo miró por la ventanilla. No tardaron en ponerse en marcha con un fuerte golpe, abandonaron lentamente el andén. Arturo no apartaba la vista de los vagones que le habían llamado la atención, con letreros en caracteres cirílicos.

Los operarios le habían aclarado que aquel tren iba directo a Rusia cargado con todo lo que los soldados soviéticos robaban y enviaban a sus familias. Ahora, entre los frutos de la rapiña, iba también un general de las SS con una maleta burdeos. Tenía razón Whealey, la tercera guerra mundial había comenzado, y todos luchaban contra los rusos. Arturo había hecho lo que había podido, pero no era ubicuo, y de vez en cuando los ruskis entraban en su territorio y les dejaban la tarjeta de visita, todos perdemos camaradas. Y, mientras, los héroes continuarían su lucha, hombres como Jünger Heberlein, siempre en vanguardia, y que esta vez sí podría averiguar lo que habría sucedido si hubieran tomado Moscú. De hecho, iba directo hacia allá. Arturo agachó la cabeza como una tortuga dentro de su visón, solo tenía clara una cosa: nunca hay viento favorable para el barco que no sabe adónde va. Pero esta vez sí, él tenía claro hacia dónde se dirigía. Regresaba a España. Volvía a casa.

- FIN -/

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