La identificación moral
Rajoy ha conectado con una parte del electorado que tiende a identificarse con quien gobierna
Antes de las elecciones presidenciales de 1992 en EE UU, George H. W. Bush era un adversario imbatible por sus éxitos en la guerra del Golfo y en el fin de la Guerra Fría. Entonces llegó Bill Clinton y puso el foco de su campaña en cómo conseguir un empleo decente o cubrir las facturas médicas. Ganó las elecciones e inmortalizó la frase: “The economy, stupid”.
La mayoría de los analistas políticos están perplejos con el presidente Mariano Rajoy por los resultados conseguidos el 26-J o por la manera de aceptar el encargo de Felipe VI para presentarse a la investidura. Cómo es posible que siga victorioso el líder de un partido acusado de “destruir a conciencia” las pruebas de su financiación ilegal o de utilizar los cuerpos de la Seguridad del Estado con intereses partidistas (mediante la llamada “policía patriótica”). Rajoy personifica al protagonista del relato Bartleby el escribiente de Herman Melville, quien solo era capaz de replicar con tres extrañas palabras: “Preferiría no hacerlo”. Contestación que el personaje dará ante cualquier requerimiento que se le haga, en una terrible historia de lamento y acusación. Como el personaje literario, Rajoy muestra un proceder apático e, incluso, peligroso. Sin embargo, los que buscan la explicación de su éxito en la tesis del líder manchado que ni se arrepiente ni rectifica, o en la del Bartleby-Rajoy anclado en el “modo reposo”, no detectan la verdadera respuesta. Pasan por alto aspectos primarios subyacentes a la conducta política de los ciudadanos en una sociedad agotada. Una sociedad de Bartlebies.
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Parece que no solo se infectan las enfermedades transmitidas por microorganismos como la gripe, el sida o el ébola. También se contagia el hambre y la pobreza. Incluso la calumnia, el maltrato, el engaño, la explotación, o la traición. Los muchos casos de corrupción, abuso e incompetencia demuestran que hay un “contagio del mal” que está provocando una afectación crítica de los representantes de la sociedad pero, sobre todo, hace añicos nuestra condición de buenos ciudadanos preocupados por el bien común. Los científicos sociales lo saben desde hace tiempo. Los signos de marginalidad y decadencia en los barrios o ciudades pueden actuar como detonante de un comportamiento más desordenado y peligroso de sus habitantes. En este sentido, en el mes de marzo de este año, la prestigiosa revista científica Nature publicaba un estudio sobre la asociación entre la magnitud de la corrupción de un país y el grado de honestidad intrínseca de sus habitantes. Los autores de dicho trabajo, los profesores Gächter y Schulz, encontraron que las personas que viven en países con las instituciones más corruptas son más propensas a mentir, a ser deshonestas. Los resultados confirman una coevolución de los valores de las instituciones y los de los individuos. Apuntan a que los procesos de descomposición democrática no solo tienen consecuencias económicas adversas, sino que también están afectando a la honestidad personal de cada uno de nosotros.
Por decirlo todo, no es posible entender lo que está ocurriendo desde hace años en nuestro país sin la colaboración de muchos ante una manera de vivir que sigue con empeño el rastro del dinero para tenerlo y exhibirlo y nos aleja de un desarrollo personal más exigente y profundo. Es probable que estos y otros factores hayan acabado por identificarnos más íntimamente con nuestros gobernantes que indignarnos de ellos. Unos se hacen cómplices. Comparten culpa o suficiencia. Otros galopan a lomos del populismo, una lengua gigantesca de fuego que se alimenta de la furia, la impotencia, del “nada es imposible” para acabar con “todo lo posible”. Pero, ¿qué político, propagandista, rico, intelectual, científico tiene la fuerza mental y la autoridad moral para acabar con la fatalidad del colaboracionismo y pedir respeto por lo que hemos hecho posible desde 1975?
Los estrategas del PP han sabido leer estas cualidades morales latentes a la conducta política de los ciudadanos. Ellos han sentenciado: “Es la moral, estúpido”. Y Rajoy, con la elegancia del veterano jugador de fútbol, mete un gol tras otro a los que le atacan con la carga de la corrupción y a los que se empeñan en despreciar su inacción arriesgada. Al paso que vamos es seguro que volverá a ser el Pitxitxi en las no negociaciones para investirse presidente o en las terceras elecciones porque entrena con pasión, los equipos contrarios juegan a otra cosa y, lo más importante, tiene una hinchada identificada en lo moral.
Rafael Tabarés-Seisdedos es catedrático de Psiquiatría en la Universitat de València. Investigador Principal del CIBERSAM.
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