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3.500 Millones
Coordinado por Gonzalo Fanjul y Patricia Páez

¿Debemos arrepentirnos de los ODS?

Gonzalo Fanjul

La verbena de los ODS, en Technicolor. Foto: ONU.

[Esta entrada se publica simultáneamente en el blog Health is Globaldel Instituto de Salud Global de Barcelona.]

Cuando ya ha pasado casi un año desde que la comunidad internacional enterrase los Objetivos del Milenio y diese el pistoletazo de salida a los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), uno empieza a preguntarse si todo esto acabará en algo más que un festival retórico. A menos que se tomen medidas urgentes para aterrizar los compromisos, la idea de reemplazar un puñado de objetivos limitados pero relevantes, comprensibles y realizables por esta suerte de self-service del desarrollo sin obligaciones inmediatas podría tener consecuencias para millones de personas.

Consideren el caso de la salud. La agenda de los ODM estaba centrada en una serie de metas vinculadas casi de forma exclusiva a la salud reproductiva y materno-infantil, la desnutrición y las enfermedades infecciosas. Tal vez era una lista de prioridades limitada, sí, pero ¿poco ambiciosa? Eso habría que preguntárselo a los 6 millones de niños cuyas vidas son salvadas cada año como consecuencia de las decisiones derivadas de esta agenda. Globalmente son 17.000 muertos menos cada día que en 1990 y un avance tectónico en regiones como América Latina y Asia del Este.

Los ODS ven esta apuesta y la elevan de un modo que no tiene precedentes históricos. Por primera vez y para el conjunto de regiones del planeta, la humanidad se conjura para introducir una cobertura universal de salud frente al riesgo financiero, enfrentar las enfermedades crónicas y abordar los determinantes socioeconómicos y medioambientales de la salud, entre otras metas. Cada uno de estos asuntos son relevantes en sí mismos y en el modo en que interactúan con los demás generando círculos viciosos de enfermedad y pobreza.

Dirán ustedes que sería una locura quedarnos con la parte si podemos ponernos a trabajar en el todo, pero esto solo es cierto si en el cambio no se diluyen las prioridades y responsabilidades hasta dejar los compromisos en una mera declaración de intenciones. El valor de un proceso de este tipo se reduce a la posibilidad de llevarlo a cabo. Es decir, a la voluntad de los gobiernos para presentar planes de acción concretos que incluyan objetivos políticos y presupuestos para alcanzarlos. En este sentido, la reunión de alto nivel que tuvo lugar en Nueva York la semana pasada fue un cubo de agua fría. De los 193 países firmantes de los ODS, solo 24 presentaron un primer plan de acción voluntario.

Cierto que incluso esta pequeña muestra permite intuir las posibilidades del proceso. Alemania, por ejemplo, presentó un documento de casi 60 páginas que repasa los retos de la agenda dentro y fuera de su país y toca aspectos tan políticamente radioactivos como la lucha contra la evasión fiscal o la revisión del salario mínimo. Si otras potencias como Estados Unidos o Gran Bretaña siguen el ejemplo, estos planes van a ser leídos como literatura erótica.

De España, ay, no pudimos conocer ni sus preferencias en el menú de la cafetería. Este blog no ha sabido averiguar si algún preboste del Ministerio de Asuntos Exteriores tuvo un rato para pasearse por la reunión, pero si lo hizo sería para hablar poco, porque no hay ningún plan nacional a la vista. Y esto es un problema. Si hemos de hacer caso al nuevo sistema de indicadores sobre cumplimiento de los ODS presentado la semana pasada por la Sustainable Development Solutions Network y la Fundación Bertelsmann, solo un esfuerzo urgente, decidido y continuado permitirá poner en funcionamiento la sofisticada maquinaria de los ODS. De lo contrario, más nos hubiese valido quedarnos con el utilitario.

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